El 17 de noviembre se estrenó la serie docudrama de Martin Scorsese The Saints en el servicio de streaming Fox Nation, que planea emitir los primeros cuatro episodios antes de Navidad y los cuatro últimos antes Semana Santa. Tuve la oportunidad de ver dos de los episodios (sobre Juana de Arco y Maximiliano Kolbe) con antelación. Otros santos destacados serán Juan el Bautista, María Magdalena, Moisés el Negro y Francisco de Asís.
The Saints no es una obra académica ni escéptica, sino una exploración desde una perspectiva abiertamente católica de las vidas de los santos canonizados por Roma, tanto antiguos como contemporáneos, famosos y olvidados.
Para los lectores de Christianity Today, la comprensión católica de la santidad puede generar confusión, precaución, curiosidad o incluso menosprecio. Sin embargo, los protestantes no necesitan mantener la designación de santo a distancia.
Algo esencial que hay que reconocer sobre la santidad es que lleva tiempo. Las primeras semillas pueden plantarse a temprana edad, pero normalmente pasan años, incluso décadas, antes de que muestren signos de crecimiento. El proceso queda incompleto en este lado de la eternidad.
Por eso, discernir la verdadera santidad en los demás es siempre temporal. Lo que observó Søren Kierkegaard sobre la vida se aplica también a la santidad: a saber, que, aunque debe vivirse mirando hacia adelante, solo se puede entenderse mirando en retrospectiva. A los santos se les ve en retrospectiva, sobre todo porque en su momento presente es más probable que no susciten afecto ni inspiren gratitud, sino más bien desconcierto y resentimiento.
En cualquier caso, la santidad —tanto el don de la misma como el crecimiento en ella— ha estado en el corazón de la vida cristiana desde el principio. De hecho, precede a la vida cristiana y se encuentra en el centro mismo de la ley de Moisés.
En Levítico 19, el Señor le ordena a Moisés que diga a Israel: «Sean santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo» (v. 2). Un capítulo más adelante explica: «Conságrense a mí y sean santos, porque yo soy el Señor su Dios. Obedezcan mis estatutos y pónganlos por obra. Yo soy el Señor, el que los consagra» (20:7-8).
La santidad de Israel constaba de al menos tres componentes: la separación de las naciones, la obediencia a los mandamientos del Señor y la debida adoración que se le rendía. La santidad del pueblo de Dios reflejaría la santidad de Dios mismo.
Esta visión encuentra su cumplimiento en la nueva alianza. Jesús es el Santo que, después de su resurrección de entre los muertos y su ascensión al cielo, envió el Espíritu Santo del Padre sobre los judíos reunidos de todos los rincones del mundo (Hechos 2:1-42). Dios mismo santifica a su pueblo, como lo prometió.
Este don extraordinario se extiende incluso a los gentiles, los mismos pueblos de los cuales Israel fue apartado, tanto que Pedro puede escribirles como antiguos idólatras a quienes ahora se aplican las palabras de Moisés: «Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien los llamó; pues está escrito: “Sean santos, porque yo soy santo”» (1 Pedro 1:15-16).
En las décadas y siglos posteriores a los apóstoles, se desarrolló en la iglesia una práctica mediante la cual se nombraba, honraba y recordaba esta obra santificadora de Dios en mujeres y hombres que siguieron a Cristo hasta el fin de sus vidas. Los apóstoles habían llamado a todos los creyentes santos, o «los santificados», en reconocimiento de la presencia transformadora del Espíritu en todos y cada uno de los bautizados. Ahora los cristianos cuya fe y amor habían brillado con particular belleza eran ellos mismos apartados del resto del pueblo santo de Dios con el título honorífico de santo, un título que designaba a un individuo en retrospectiva como un receptor o instrumento notable del poder de Dios.
En este caso, se dieron dos precedentes diferentes. Uno de ellos fue la celebración que hace el Nuevo Testamento de figuras especiales del Antiguo Testamento como precursores de Cristo, los «tipos» que señalaban la llegada del Mesías. Los héroes de la fe de los que se habla en Hebreos 11, tan memorablemente descritos como una «nube tan grande de testigos» (12:1), encapsulan este modelo.
La idea no es que poseamos una lista exhaustiva de todos los nombres de todos los israelitas fieles. Por el contrario, la mayoría de los fieles antes de Cristo, al igual que los que lo fueron después de Cristo, no tienen nombre ni son recordados (excepto por el Señor).
La idea, en cambio, es que todas las comunidades encuentren formas de recordar a los líderes y modelos fundacionales para presentarlos como ejemplos encarnados de cómo vivir. Y más aún para el pueblo de Dios, que sabemos que somos pecadores. Los santos no son tanto modelos de virtud como instrumentos de la gracia divina, evidencia en carne y hueso de que nuestra depravación no es rival para el poder divino. Por un milagro, la santidad es posible en esta vida.
El segundo precedente fue el martirio. Mártir viene de la palabra griega que significa «testigo». Originalmente aplicada a los testigos oculares de la Resurrección, se convirtió en un término general para todos los creyentes; seguir a Cristo era dar testimonio de Él con palabras y hechos. Sin embargo, a partir de Esteban y durante el resto del sangriento primer siglo, la palabra mártir se convirtió en un título reservado para aquellos que dieron su vida por Cristo. Estos fueron los primeros en ser recordados por su nombre en las liturgias y devociones de la iglesia primitiva; fueron el prototipo de todos los santos que vendrían después.
Digámoslo de esta manera: todos los cristianos son mártires con minúscula, que dan testimonio de Cristo con sus vidas, pero solo algunos cristianos son Mártires con mayúscula, que dan testimonio de Cristo con su muerte.
De la misma manera, todos los cristianos son santos con minúscula, hechos santos por el Espíritu de Cristo, pero solo algunos cristianos son Santos con mayúscula, cuya santidad impregnó de tal manera el curso de sus vidas que la Iglesia preserva su memoria y la ofrece como ejemplo a los fieles para siempre.
La santidad lleva tiempo, en parte porque es muy extraña. Los santos no encajan. Llevan una vida salvaje, rebelde y desagradable. Viven al margen. Viven en el desierto. Tienen visiones y sueños. Realizan señales y prodigios. No son tú ni yo —al menos no la mayor parte del tiempo—.
En The Saints, Martin Scorsese no teme retratar esta alarmante extrañeza. De hecho, la naturaleza singular e inclasificable de los santos es lo que parece fascinarle.
Scorsese, que cumple 82 años el domingo, siempre se ha sentido atormentado por la fe católica en la que creció, ya que creció en el barrio de la pequeña Italia de Manhattan antes de las reformas del Concilio Vaticano II. La última tentación de Cristo (1988) y Silencio (2016) pueden parecer excepciones para quienes solo estén familiarizados con las películas de crímenes y gánsteres del cineasta; pero no lo son. Se podría argumentar que el resto de su filmografía no se puede entender sino a través del prisma de estas historias y los temas y preguntas que las animan.
Scorsese está obsesionado con la marginalidad: lo que define, lo que excluye, y quién se encuentra al límite. Jesús, según un erudito católico, era «un judío marginal». Se encontraba al margen de la sociedad. Lo mismo hacen, a su manera, los asesinos y los estafadores, los gánsteres y los criminales, los misioneros portugueses y los miembros de la Nación Osage.
Lo mismo ocurre con los santos católicos. Pensemos en Juana de Arco.
Nacida apenas setenta años antes que Martín Lutero, Juana era una doncella francesa que comenzó a tener visiones que le encomendaban poner fin a décadas de guerra en Francia. Se cortó el pelo, se vistió con ropa de hombre y consiguió una audiencia con Carlos VI. De alguna manera, él la escuchó y le concedió su petición. A los 16 años, dirigió a los hombres a la batalla en una victoria tras otra, en el mismo año en que Carlos fue coronado. Poco más de dos décadas después, la guerra de los Cien Años había terminado: los ingleses fueron expulsados, los disturbios civiles llegaron a su fin y Francia se salvó.
Desafortunadamente, Juana había sido capturada por el enemigo en 1430, y después de una larga serie de juicios eclesiásticos por herejía (incluido el cargo de vestirse como hombre), fue quemada en la hoguera el 30 de mayo de 1431. Aunque los cargos fueron anulados por Roma en la década de 1450, no fue hasta 1920 que fue canonizada formalmente como santa.
¿Qué hacer con una santa como Juana, la Doncella de Orleans? ¿Sufría de alucinaciones? ¿Necesitaba ayuda psiquiátrica? ¿Era una nacionalista sangrienta que mataba en nombre de Dios? ¿Era una pionera feminista adelantada a su tiempo? ¿O era una Jael francesa (Jueces 4) que clavó una estaca en la sien de los invasores ingleses?
El docudrama de Scorsese no muerde el anzuelo. No hay explicación. No hay explicación alguna. Lo sobrenatural se da por sentado y se deja que los detalles de la historia se valgan por sí solos. Puede que desafíen las costumbres modernas, pero no se considera que requieran una revisión. Y esa fue una decisión acertada. Eliminar la extrañeza de los santos es eliminar su razón de ser.
Pablo dice: «Imítenme, así como yo imito a Cristo» (1 Corintios 11:1). Pilato dijo de Cristo: «¡Aquí tienen al hombre!» (Juan 19:5). Los santos reales y los de la serie unen estos versículos. La serie presenta a un hombre o a una mujer para que sean contemplados y, de ese modo, plantea una pregunta: «¿Es este o esta un ejemplo de santidad? ¿Es este o esta un cáliz de la gracia divina? ¿Es este o esta una imitación de Cristo? ¿Deberían ustedes también seguir a este o esta como él o ella sigue a Cristo?»
Scorsese y sus colaboradores hacen bien en dejar la pregunta en el aire. Los santos son interrogativos. Nos ponen en el banquillo de los acusados. Juana y Juan, Pedro y Pablo, Moisés y Mónica: ellos ya han oído el veredicto divino. Tú y yo seguimos siendo peregrinos. La historia de nuestras vidas sigue inconclusa. En palabras de François Mauriac, «nunca es demasiado tarde para convertirse en santo».
Brad East es profesor asociado de teología en la Universidad Cristiana de Abilene. Es autor de cuatro libros, entre ellos The Church: A Guide to the People of God y Letters to a Future Saint.