Este artículo fue publicado en colaboración con la Conferencia Nacional del Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).
Soy un pastor local, siempre lo he sido, y sospecho que siempre lo seré. Un conocido pastor amigo, obispo de una iglesia histórica me veía firmar mis correos electrónicos con un signo de suma (+) delante de mi nombre. Me increpó inquiriendo el por qué firmaba mis correos con el signo de la cruz si yo no era un obispo. Le dije simplemente, “soy obispo, el obispo de mi ciudad”.
He pastoreado en una comunidad de la Florida Central por más de 15 años y cuando hablo de mi ciudad la llamo: “la capital del mundo”. La gente se ríe y piensan que estoy bromeando, pero la llamo así porque mi micro-mundo gira alrededor de mi comunidad de 80 mil habitantes aproximadamente. Todo lo de ella me importa. Puedo asistir en el mismo día a una boda, un funeral o un quinceañero. Simplemente he vivido a plenitud en mi ciudad por más de una década y media, porque aquí es donde Dios me llamó a servirle. Aquí he entregado mis mejores energías. Aquí he gastado mis mejores años de juventud. Y sobre todo, este es el lugar donde sobreviví al agotamiento pastoral -el famoso asesino silencioso del ministerio cristiano.
Dos años y medio después de comenzar a pastorear, cuando se acabó la luna de miel con la congregación, comencé a sentir las presiones del crecimiento. No pasó mucho tiempo antes que me dejara llevar por una agenda imposible de cumplir, con más de 10 horas diarias de trabajo, bajo fuertes críticas del liderazgo, y con esto llegó el agotamiento pastoral. Esa sensación de soledad, falta de propósito y depresión ministerial donde todo lo que piensas es, “hasta cuándo voy a aguantar”. Entonces tuve que reinventarme. Reencontrarme con Dios y conmigo mismo y aprendí algunas cosas que les comparto.
1. Pastorear no solo es hablar de Dios, es vivir con Dios
Hay una gran diferencia entre ser un predicador de la Palabra y ser un sermoneador de palabras. Yo era un buen sermoneador, la figura pública que aparecía detrás del púlpito del domingo con buenas frases motivadoras y enseñanzas tomadas de la Biblia, pero muy adentro no me podía engañar a mí mismo. No tardé mucho en darme cuenta que el ministerio cristiano no se trata del Dios a quien predico, sino de Aquel con el cual convivo. Por eso creo que el cultivo de disciplinas espirituales es un componente que no se puede sustituir por nada en el ministerio. Ningún taller, ninguna conferencia de pastores, ningún libro o programa de seminario puede aportar más que dedicar tiempo a ese lugar secreto de la vida diaria devocional. Sentarse quieto, leer la palabra, charlar con Dios, y sobretodo hacer silencio para escuchar su voz. Solo Él puede sostener a quien llamó a una obra, que a ojos humanos, parece imposible de cumplir.
2. Pastorear no es una labor solitaria, es una empresa de amigos
Tampoco hubiera podido llegar a celebrar 15 años de ministerio sin la ayuda de mis amigos. Desde hace más de una década entendí que era necesario compartir con otros y otras que atravesaban las mismas batallas que yo. Entonces agregué a mi rutina de lunes, típico día de descanso pastoral, el llamar a un círculo de aproximadamente 3 a 5 amigos pastores para compartir la simple pregunta: “¿y cómo te fue el domingo?” En cada conversación confirmaba un dato esperanzador. Yo no era el único que estaba decepcionado, apagado, frustrado, herido… o también, eufórico, feliz, esperanzado y decidido. Cuando no eran ellos, era yo. Pero el solo hecho de tener con quien hablar en los mismos términos era una experiencia sanadora. No me conformo solo con estas llamadas, también pertenezco a un Grupo de Cuidado Pastoral de mi propia denominación donde nos reunimos mensualmente para comer, charlar y aprender juntos.
3. Pastorear es también ser pastoreado
No necesitas lucir en perfección todo el tiempo. La vulnerabilidad es una bella herramienta de evangelización. El modelo de “todopoderosito” pastor no es algo que dura mucho tiempo. En una pastoral a largo plazo vas comprendiendo que la fortaleza de tu testimonio está no solo en recordar el momento de tu conversión, sino en mostrar exactamente cuántas veces has pasado por tribulaciones y has vencido solo por la gracia de Dios. Hay una conversión, pero ciertamente hay muchas resurrecciones. Aprendí a predicar y a celebrar mis resurrecciones. Y para eso hay que ser vulnerable, transparente ante mi comunidad de fe. Pastorear es también dejarse pastorear por los propios miembros de nuestras congregaciones. Ellos me conocen como soy, y han aprendido a amar mis victorias y también a entender mis fracasos.
4. Pastorear no es cumplir con números, se trata de perseverar
Aprendí a resistirme al modelo de ser evaluado solamente por la cantidad de asistentes, nuevos miembros, bautizos o conversiones que tenía en la iglesia. Las expectativas que otros tienen de lo que podemos lograr se convierten en monstruos hambrientos imposibles de alimentar; y terminan tragándonos a nosotros mismo. Entonces aprendí a disfrutar de la gente, no a verla como un resultado de mi trabajo sino como un regalo divino. Comencé a disfrutar a los que estaban, en el momento en que estaban, porque no sabía si luego ya no estarían. En el tiempo en que vivimos de tanto movimiento los miembros se mudan y las familias se van por una razón o por otra. A veces los líderes mismos te abandonan. Pero yo decidí quedarme. Yo iba a ser el pastor no solo de una iglesia, sino de una comunidad.
15 años después puedo decir, soy un sobreviviente al agotamiento pastoral. Sigo respondiendo a mi llamado. Tengo amor y pasión por el ministerio. Sigo creyendo que es la labor más bella y el llamado más sublime que se le pueda confiar a gente vulnerable, como yo.
Rev. Rubén N. Ortiz es el Coordinador de Campo Latino para el Compañerismo Bautista Cooperativo (CBF). Con estudios en Música, Comunicaciones, Teología y Dirección Espiritual ha sido el pastor de la Primera Iglesia Bautista Hispana de Deltona, FL por los pasados 15 años. Está casado con la Rev. Xiomara Reboyras-Ortiz con quien disfruta pasar tiempo y la crianza de sus dos jóvenes hijos, Natalia Sofía y Daniel Andrés.