En mi clase de historia del arte, apago las luces y enciendo el proyector. Una imagen se proyecta en la pantalla situada al frente del aula. El pesimismo de otro ciclo de noticias acompañado por la frágil salud de mi propia familia pesa como la niebla espesa y húmeda que cubre el campus universitario donde trabajo. Pero junto con mis estudiantes, comienzo a analizar la imagen en la pantalla.
No buscamos un código Da Vinci oculto ni una prueba de algún genio artístico. Al estudiar imágenes de frescos nítidos y ruinas arquitectónicas, buscamos las ondas de la encarnación de Cristo.
«El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros», escribe el apóstol Juan (Juan 1:14, NVI). Jesús, el Dios eterno, nacido de una mujer, se instala en nuestra existencia material y temporal. La encarnación dignifica y reafirma el compromiso de Dios con el mundo que Él creó y que promete restaurar. Él no nos abandona a nuestra desesperanza, sino que entra en ella. La capacidad de los humanos de hacer arte, de materializar el significado, es un reflejo, no solo de un Dios creador, sino también de un Dios encarnado.
Al salir del aula, el peso del día sigue presente, pero también ha sido traspasado. Una y otra vez, el arte renueva y amplía mi asombro ante la realidad milagrosa de la Encarnación: Dios con nosotros, una luz que brilla en la oscuridad. El arte que más me gusta es el que me invita a observar la paradoja que hay detrás de las cosas.
Como dijo el teólogo William Dyrness: «[El arte] nos muestra algo que no podemos aprender de ninguna otra manera». Dos obras de arte muy diferentes que hacen referencia a «Dios con nosotros», realizadas con cientos de años de diferencia, sugieren tanto el desafío como la posibilidad de este esfuerzo.
Aprender del arte de esta manera puede no resultar fácil. Nuestras expectativas limitadas sobre cómo funcionan las obras de arte también pueden truncar nuestra comprensión de la Encarnación.
Tomemos como ejemplo el Tríptico de la Anunciación, un retablo del siglo XV realizado para una casa flamenca por el taller de Robert Campin. El panel central del pequeño objeto devocional representa el anuncio de Gabriel a María. El arcángel se arrodilla en el lado izquierdo de la composición y se dirige a María mientras ella se encuentra sentada. Casi podemos oír a Gabriel pronunciando las palabras del evangelio de Lucas: «Quedarás embarazada y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (1:31).
Mientras tanto, el propio Jesús, representado como un minúsculo niño de color blanco alabastro que lleva una diminuta cruz de madera, irrumpe por una ventana situada sobre la cabeza de Gabriel y se desplaza por el aire en una pronunciada diagonal descendente. Si trazamos la línea implícita de su descenso, descubrimos que se dirige directamente al vientre de María. Para nuestros ojos del siglo XXI, es una imagen increíblemente extraña, incluso graciosa.
Podríamos pensar que los artistas del Tríptico de la Anunciación nos ofrecen una ilustración extremadamente literal. Es como si pensaran: «Bueno, la Encarnación es Dios con nosotros, así que aquí tenemos una imagen de Dios en camino para estar con nosotros». Se requiere muy poca imaginación; el significado de la pintura parece estar en la superficie.
Podemos interpretar la pintura de esta manera porque estamos familiarizados con imágenes que nos dicen algo directamente: anuncios y gráficos explicativos anuncian constantemente lo que debemos comprar, a quién debemos desear y cómo debemos pensar. Si, eso es lo que esperamos de las imágenes, entonces eso es todo lo que veremos en el Tríptico de la Anunciación. Y así, la Encarnación se limita a un momento narrativo específico en lugar de funcionar como un pliegue cósmico del tiempo y la eternidad. El asombro se desvanece, absorbido por un diagrama dogmático.
Hay mucho más que ver en el Tríptico de la Anunciación. Pero primero necesitamos una mejor manera de ver. Las obras de arte visuales no solo nos dicen cosas; también pueden resultar formativas.
La obra de la artista contemporánea Julia Hendrickson, que vive en California, también nos invita a adentrarnos en la maravilla de la Encarnación. Hendrickson es cristiana y su práctica surge de sus compromisos de fe.
En las acuarelas abstractas de Hendrickson, zarcillos de plumas se extienden como escarcha sobre campos de añil. Redes de luz perforan nubes de medianoche. Las estrellas brillan en un estanque oscuro. Parece que estamos contemplando tanto el universo entero como una diminuta porción de la realidad, algo que es a la vez una magnífica galaxia y una gota de agua magnificada. Nuestra imaginación se pone a prueba. ¿Qué más estamos contemplando? ¿Qué alquimia artística hizo posible esto?
La primera paradoja de la obra de Hendrickson es la forma en que extrae variaciones aparentemente infinitas de un proceso y un conjunto de materiales limitados. Gran parte del trabajo diario de Hendrickson sigue un ritmo que ella documenta y comparte con frecuencia en línea. Empapa su grueso papel blanco con pinceladas amplias de agua. Luego, pincela, da toques o salpica repetidamente un solo tono de acuarela: el azul cálido del gris Payne.
Finalmente, mientras la superficie todavía está húmeda, Hendrickson espolvorea sal sobre la pintura acumulada. Los cristales de sal repelen el pigmento y absorben el exceso de agua, lo que da lugar a extrañas y variadas explosiones de estrellas que a menudo revelan las marcas gestuales subyacentes del pincel inicial de Hendrickson.
A medida que la pintura se seca, las formas cambian y surgen patrones fractales. Aunque el proceso se repite deliberadamente, los resultados varían de maneras innumerables y sorprendentes.
Puede parecer contradictorio. Tendemos a despreciar las limitaciones, especialmente las de nuestro propio cuerpo, pero en su encarnación, el Creador acepta los buenos límites que impuso a su creación. El teólogo Kelly Kapic escribe que «Dios no se avergüenza de las limitaciones de nuestro cuerpo… sino que las aprueba plenamente en y a través de la encarnación del Hijo». Me cuesta aceptar esta verdad, pero cuando me paro frente a una gran pared de galería, cubierta de borde a borde con docenas de pinturas de Droplet de Hendrickson, cada una diferente de las demás, me maravillo de cómo el Dios que entra en nuestra humanidad continúa multiplicando posibilidades inimaginables dentro de sus límites.
Un segundo misterio que Hendrickson aborda es el entrelazamiento de lo material y lo espiritual. Hendrickson comenzó a hacer estas pinturas basadas en procesos mientras estaba en el seminario. Durante ese tiempo, una de sus amigas estaba a punto de someterse a un procedimiento médico serio. Ansiosa y dispersa, Hendrickson intentó orar con palabras, pero le resultó difícil. Entonces, recurrió a la pintura y al papel, ordenando su respiración y sus pinceladas como una «oración integrada».
Hendrickson llama a su pFráctica Opera Divina, o «trabajo sagrado». El término que acuñó se basa en el lema de la orden benedictina Ora et labora, «ora y trabaja», al afirmar que nuestro trabajo en sí mismo puede ser una oración. El movimiento de sus manos sobre el papel, el lento remolino de pintura, la salpicadura de sal y la espera silenciosa son en sí mismos, escribe, «un inicio intencional de una conversación con lo Divino». Las ofrendas invisibles de alabanza, lamento, confesión y petición adquieren una forma material.
En tercer lugar, Hendrickson nos enseña a anticipar la transformación. Juan nos dice que la Encarnación es la luz que brilla en la oscuridad presente (Juan 1:5). Los videos en cámara lenta de Hendrickson sobre su proceso de pintura comienzan con el pigmento azul grisáceo intenso derramándose sobre el papel blanco. Pero luego, cuando los cristales de sal caen sobre la superficie húmeda, la extensión de medianoche se abre con un destello de luz. La oscuridad se hace añicos. Esperamos y observamos.
Más recientemente, Hendrickson ha comenzado a rasgar sus cuadros. Dobla la hoja grande de papel en dieciséis partes, luego la desdobla de nuevo y rasga con cuidado a lo largo de los pliegues horizontales. Se detiene a tres cuartas partes del papel y luego pasa a la siguiente fila y rasga en la dirección opuesta. Finalmente, dobla toda la hoja en un pliegue sinuoso, lo que da como resultado un librito con forma de acordeón. Hendrickson transforma así sus cuadros bidimensionales en objetos tridimensionales.
Lo hace manteniendo la integridad de las pinturas. No las divide en pedazos separados ni se les añade nada. Siguen siendo pinturas y ahora se han convertido, como las llama Hendrickson, en libros de oraciones.
Cuando la vi hacer esto por primera vez, mi corazón se estremeció. Qué espectáculo tan extraño, ver a una artista destrozando una obra querida. Pero no la destruyó, la rehízo.
Las paradojas de la obra de Hendrickson ponen a prueba mi propia imaginación teológica. La Encarnación no es Dios deslizándose momentáneamente en una piel humana. Tal vez sea más parecida (aunque no del todo) a la forma en que la sal, el pigmento y el agua siguen siendo ellos mismos, pero se transforman total y mutuamente. Tal vez sea más parecida (aunque no del todo) a una pintura que se ha roto y resucitado.
No puedo afirmar que entiendo la doctrina de la Encarnación de manera más racional o completa después de pasar tiempo con la obra de Hendrickson. Pero estas pinturas sí amplían mi capacidad de asombro. Puedo entregarme con más alegría a este misterio: «Porque toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo; y en él, …ustedes han recibido esa plenitud» (Colosenses 2:9-10).
Volvemos ahora al Tríptico de la Anunciación del siglo XV.
Con pinceles delicados y pintura al óleo luminosa, los artistas llenan de detalles esta pequeña pintura de tres paneles. En lugar de ubicar la escena de la Anunciación sobre un fondo dorado sagrado, como hacen muchos mosaicos medievales, los artistas del retablo representan a María y a Gabriel en una reconocible casa flamenca del siglo XV. Vemos una mesa ovalada en el centro de la habitación y un largo banco de madera frente a una gran chimenea.
En el panel de la derecha, vemos a José en su taller de carpintero, con una ciudad visible a través de la ventana. El panel de la izquierda muestra un jardín amurallado con una pareja flamenca vestida a la usanza contemporánea arrodillada justo en la puerta de la casa de María. Lo sagrado se incorpora a lo mundano.
Además del homúnculo, la representación en miniatura de un niño Jesús volando por la habitación, los artistas salpican la escena con símbolos que habrían resultado familiares para un público del siglo XV. Los lirios en un jarrón sobre la mesa no son sólo decorativos; representan la pureza de María. Una voluta de humo se eleva desde una vela recientemente apagada. En otras obras de arte de la época, una vela encendida representa la presencia del Dios invisible. Pero en esta pintura, ese símbolo ya no es necesario, ya que Dios mismo está ahora encarnado y físicamente presente.
Aunque el retablo representa ostensiblemente un momento particular del evangelio de Lucas, en realidad nos muestra, como escribe el filósofo James K. A. Smith, cómo la Encarnación es «la coalición del tiempo y la eternidad en Cristo». Por ejemplo, las ratoneras del taller de José señalan el final de la vida de Jesús en la tierra. Los pequeños artilugios de madera hacen referencia a la declaración de Agustín de Hipona de que «la cruz del Señor era la ratonera del diablo». De este modo, los pintores nos presentan simultáneamente la concepción de Cristo y su muerte.
Pero los artistas también extienden la intimidad de este momento crucial a su propio presente. La pareja del panel de la izquierda son presumiblemente los propietarios de la obra. Están pintados con una particularidad sorprendente: el hombre tiene una pequeña verruga cerca de la comisura de la boca y podemos ver puntos individuales en la toca de la mujer. Se arrodillan reverentemente en el umbral de María, dando testimonio de un momento histórico con significado eterno. La pintura envuelve el tiempo en torno a la Encarnación, envolviendo a estos adoradores en un misterio presente.
Por último, la Anunciación extiende su invitación también a nuestro tiempo. Cuando observamos por primera vez la sala del panel central, podríamos pensar que hemos encontrado un error torpe. A pesar del alto nivel de detalle, el espacio no retrocede de manera convincente. Los artistas no siguen los principios de la perspectiva lineal, lo que da como resultado una habitación extrañamente poco profunda que parece inclinarse hacia adelante. Pero el efecto, cuando nos inclinamos frente al retablo para mirar más de cerca, es que el espacio comienza a envolvernos.
Miles de años después del saludo de Gabriel a María y cientos de años después de que una pareja flamenca comprara este objeto devocional, el cuadro se derrama en nuestro presente. La Encarnación promete encontrarse con nosotros una y otra vez.
«el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros». Estas obras de arte, entre otras, pueden traducir el texto de Juan en conocimiento que transforma nuestra manera de afrontar nuestra realidad actual.
Tanto las abstracciones contemporáneas basadas en procesos como los retablos detallados de principios del siglo moderno evocan el misterio de la Encarnación; sus propias y extrañas paradojas de material y significado nos impiden caer en la complacencia.
El arte me ayuda a ser más tierna con todo lo que no puedo ver en la oscuridad, a creer, aunque no pueda comprender, que, el infinito podría convertirse en un niño y establecerse aquí, conmigo. El arte renueva mi asombro ante la naturaleza salvaje de esta realidad: Cristo ha venido y Cristo vendrá de nuevo.
Elissa Yukiko Weichbrodt es profesora asociada de arte e historia del arte en Covenant College y autora de Redeeming Vision: A Christian Guide to Looking at and Learning from Art.