Church Life

‘Ir a la iglesia’ es ser parte de la familia de Dios

Participar semanalmente en la vida de la iglesia tal vez no sea atractivo, pero sí es radical.

People worshipping in church.
Christianity Today November 4, 2025
Terren Hurst / Unsplash

Salimos de la carretera principal y tomamos nuestra bien conocida calle lateral. Mi madre y yo nos quedamos observando la esquina donde pasamos innumerables horas a principios de los años 90. La iglesia no parecía haber cambiado mucho en 30 años: las sólidas paredes de roca, la pendiente angular del techo a dos aguas y las ventanas de vidrio de botella de los años 70. El estacionamiento, agrietado y envejecido, gritaba en silencio que hacía tiempo que necesitaba ser repavimentado. El césped era una masa enmarañada de maleza, y la casa parroquial contigua había sido clausurada, tapiada y cercada.

Ya no era una iglesia Foursquare. El letrero anunciaba que ahora se reunía allí una iglesia adventista del séptimo día indonesia. Era sábado, pero nuestra visita debió de ser demasiado tarde porque no vimos ninguna actividad.

Mi familia y yo solíamos asistir a la iglesia New Life Fellowship Foursquare cuando yo asistía a la escuela secundaria. Nos estábamos recuperando del impacto del fracaso moral de nuestro pastor anterior en una iglesia carismática y vibrante donde descubrimos a la tercera persona de la Trinidad y donde encontramos un amor profundo e incondicional.

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Aunque resistimos durante el período de transición bajo un pastor interino, al final quedó claro que lo más sensato era cerrar las puertas de la iglesia. La iglesia había estado demasiado ligada a la visión y al carisma del pastor fundador como para desligarla fácilmente. Demasiadas personas se habían ido. El edificio era demasiado grande para los que quedaban.

Con las heridas aún frescas, encontramos New Life Fellowship. Esta congregación estaba abierta al mover del Espíritu, pero se basaba en las Escrituras y formaba parte de una denominación de 70 años de antigüedad, lo que le daba más estabilidad que la iglesia no denominacional que había cerrado. Nos aventuramos con entusiasmo. Cuando se trataba de la iglesia, nuestra familia se involucraba por completo.

Asistíamos los domingos y los miércoles, así como a los días de trabajo y a los eventos especiales. Me uní al grupo de jóvenes y pronto empecé a ayudar a planear actividades. Mis padres se convirtieron en ancianos de la iglesia. Mi padre se encargaba de la cabina de sonido. Yo creé un grupo de oración por las misiones y empecé a recaudar fondos para mi primer viaje al extranjero. Nuestra familia era siempre la última en marcharse, por lo que el pastor les dio a mis padres un juego de llaves para que pudiéramos cerrar al salir.

Nuestra congregación era una mezcla de familias en su mayoría de clase media-baja que apenas podían pagar las facturas (con la excepción de un médico y un diseñador de campos de golf), además de un número desproporcionado de madres solteras. Había una mujer con un marido alcohólico que aparecía solo de vez en cuando para ofrecer un testimonio conmovedor cada vez que él decidía dejar de beber. Había una pareja de la edad de mis padres con una guardería en casa e hijos adolescentes que siempre estaban en problemas. Había una pareja de jubilados cuya tranquila presencia fortalecía a todos los demás. Había una mujer con dolor crónico a la que le gustaba sentarse atrás para poder bailar durante el culto y honrar al Creador con el movimiento de su cuerpo. En un buen domingo, acudían unas 60 personas.

Pero aquí está la clave: nos amábamos los unos a los otros. Me reunía regularmente con Donna, 60 años mayor que yo, para orar por los misioneros. Recuerdo las animadas discusiones con los siete u ocho adolescentes de mi grupo juvenil sobre cómo debía lucir seguir a Jesús. Pasaba horas hablando de teología con nuestro líder juvenil voluntario, que trabajaba como plomero de día, pero había encontrado su verdadero propósito guiando a los jóvenes. Berenice cocinaba la cena para toda la iglesia todos los miércoles para que pudiéramos compartir la mesa antes del grupo juvenil y el estudio bíblico. El pastor me nombró «coordinadora de misiones» y me daba el micrófono durante el servicio una vez al mes para dar un informe sobre los misioneros que nuestra iglesia apoyaba.

El edificio no era gran cosa, pero éramos una familia. Cuando me fui a la facultad de teología, la iglesia celebró mi graduación y me despidió con lágrimas y abrazos. Sus palabras de bendición y sus generosos regalos reflejaban su inversión en mí como persona. Todavía tengo los sujetalibros que me regaló el pastor Jim en mi despacho de la facultad, dos globos terráqueos giratorios que simbolizaban tanto mi amor por el aprendizaje como mi amor por las misiones mundiales.

Regresé a casa después de mi primer año en el verano de 1996. No recuerdo si fue idea suya o mía, pero el pastor Jim me dio la oportunidad de impartir una clase de educación para adultos para que pudiera transmitir lo que estaba aprendiendo en la universidad. Diseñé un curso titulado «Comprender las cosmovisiones» para ayudarnos a tener mejores conversaciones con nuestros vecinos no creyentes.

Al echar la vista atrás, lo que más me sorprende es que él asistió a mi clase con su esposa y exigió que todos los ancianos (incluidos mis padres) y otros pastores (incluido mi pastor de jóvenes) también asistieran. Nuestra iglesia no tenía un programa formal de mentoría, pero el pastor Jim creó oportunidades para que yo perfeccionara mis habilidades. Él vio que yo tenía algo que ofrecer, sin importar que fuera una adolescente, y me brindó un espacio.

Uno de mis pasajes favoritos durante esa temporada era la exhortación de Pablo a Timoteo: «No permitas que nadie menosprecie tu juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y pureza» (1 Timoteo 4:12, NBLA). Yo era joven, pero la edad no era un factor que me descalificara en la misión de Dios.

He amado y he sido amada por muchas iglesias en mis casi cinco décadas de vida, y New Life no es la excepción. Éramos un grupo heterogéneo de personas comunes y corrientes que se reunían para encontrarse con un Dios extraordinario. El hecho de reunirnos semana tras semana nos unió como una familia. El fruto de nuestra vida juntos no tenía nada que ver con cambiar la imagen de la iglesia, establecer una visión a cinco años o elaborar una declaración de misión (aunque también lo intentamos). Se trataba más bien de nuestro hábito de reunirnos.

El edificio era antiguo. Los sermones no eran especialmente interesantes. La música era común. (Según recuerdo, cantábamos con pistas pregrabadas en el teclado eléctrico con la ayuda de teclados, guitarra y un par de vocalistas). No ejercíamos ninguna influencia política. Simplemente seguíamos asistiendo y buscando conectar con otras personas que seguían a Jesús.

Así debe ser. Seguidores comunes de Jesús reuniéndose para adorar a un Dios extraordinario, amándose unos a otros lo mejor que podían y esperando el regreso de Cristo, tal como Pablo nos exhorta:

Así pues, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino que son conciudadanos de los santos y son de la familia de Dios. Están edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular, en quien todo el edificio, bien ajustado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor. En Cristo también ustedes son juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu (Efesios 2:19-22).

Puede que nosotros (y el edificio de nuestra iglesia) no fuéramos gran cosa a la vista, pero juntos nos convertimos en un templo sagrado para la presencia de Dios. En una época en la que las iglesias aparecen tan a menudo en las noticias por motivos equivocados, vale la pena recordar las innumerables congregaciones comunes y corrientes, como la iglesia de mi juventud, que experimentan una transformación radical de forma gradual.

Semana tras semana resistimos la tentación de dividirnos en facciones y excluir a aquellos que no tienen poder alguno ni nada que ofrecer. Lo hacemos reuniéndonos para adorar y escuchar la Palabra mientras esperamos juntos el regreso de Cristo. No renunciemos a este hábito. El mundo depende de ello.

Carmen Joy Imes es autora y profesora asociada de Antiguo Testamento en la Universidad de Biola. Su último libro es Becoming God’s Family: Why the Church Still Matters.

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