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Tolkien: el hombre detrás del mito

Como no estaba de acuerdo con su mundo, creó otro.

Tolkien
Christianity Today September 22, 2025
AP

Este artículo fue publicado originalmente en inglés en diciembre de 2012.

El 3 de enero de 2003, J. R. R. Tolkien habría celebrado su cumpleaños número 111, lo cual habría sido una ocasión muy especial: el mismo cumpleaños en el cual Bilbo se marchó de la Comarca hacia Rivendell.

¿Qué habría pensado este venerable catedrático de Oxford sobre su lugar en la cultura occidental a la edad de 111 años, casi medio siglo después de que se publicara su trilogía?

Habría visto razones suficientes para estresarse: marcas espeluznantes del ideal moderno científico secular. En Oriente, campos de exterminio, gulags y campos de concentración. En Occidente, materialismo, capitalismo corporativo invasivo, y burocracias medianamente tiránicas. Como conservador antimoderno, cuando caía en cuenta de la situación mundial, Tolkien a menudo caía en la desesperanza, especialmente hacia el final de su vida.

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«El espíritu de maldad en los lugares importantes ahora es tan poderoso, y sus encarnaciones tienen tantas cabezas», escribió en 1969, «que no parece que haya nada más que hacer en lo personal que negarse a adorar a cualquiera de las cabezas de la hidra». El mundo, pensaba Tolkien, no parecía mucho mejor que una nueva Torre de Babel: «solo ruido y confusión».

No obstante, este cristiano devoto también veía señales de una esperanza inmensa, y sabía bien que Pablo la había colocado en el segundo lugar de honor entre las virtudes. Karol Wojtyla, papa, poeta, dramaturgo y filósofo, había dicho a la amada Iglesia católica romana de Tolkien: «No teman», citando a Cristo. Animados por este mensaje, millones de personas entre 1989 y 1991 derrumbaron pacíficamente los misantrópicos regímenes marxistas y leninistas. 

En el 111.° cumpleaños de Tolkien a él también le hubiera sorprendido especialmente descubrir que durante cincuenta años, su mito —un mito que él sintió que había «registrado» más que inventado— había afectado e impactado radicalmente a personas en todo el mundo. En él encontraron profundidad, inspiración y guía; no mero entretenimiento, ni escapismo, como sus detractores aseguraban. En El señor de los anillos encontraron modelos de virtud cristiana, heroísmo verdadero y la Verdad atemporal.

De hecho, desde que la trilogía se publicó por primera vez a mediados de la década de 1950, la popularidad de Tolkien ha avanzado, a veces más, a veces menos, pero nunca ha disminuido. En el cambio de siglo, todas las encuestas declararon El señor de los anillos como el libro del siglo XX, con un número de lectores, según una estimación, de más de ciento cincuenta millones de personas en todo el mundo. También vería a académicos y a prestigiosas escuelas etiquetándolo como «el autor del siglo». 

De África a la campiña inglesa

John Ronald Reuel Tolkien nació en Bloemfontein, Sudáfrica, el 3 de enero de 1892. Un banco británico había trasladado allí a su padre, Arthur Tolkien, con la intención de controlar los fraudes desenfrenados en el comercio de diamantes.

«Mis padres venían de Birmingham, Inglaterra. Yo nací [en Sudáfrica] por accidente. Pero tuvo sus efectos: mis primeros recuerdos son de África, pero era algo extraño para mí, y cuando volví a casa, sentí por la campiña inglesa… tanto un sentimiento nativo como… un gran asombro personal». Su Tierra Media refleja lo que él llamó su «asombro y deleite por la tierra», especialmente su gran amor por los árboles.

Dos años después, su madre Mabel dio a luz a su único hermano, Hilary Arthur. Para 1895, Mabel regresó a Inglaterra con los dos niños debido a la salud de Ronald. Arthur, el padre, tuvo que permanecer en Sudáfrica, donde murió un año después. Tras la inesperada muerte de su padre, Tolkien desarrolló un apego especial por su madre. Ella educó en casa a los dos niños durante sus primeros años.

Incluso desde sus primeros años, Tolkien comenzó a amar los idiomas. Se inventaba lenguas propias, algo que su madre veía como una pérdida de tiempo. «De niño siempre inventaba lenguajes. Pero eso era hacer travesuras», recordó Tolkien años después con ironía. «Los niños pobres debían concentrarse en conseguir becas. Cuando se suponía que yo tenía que estar estudiando latín y griego, estudiaba galés e inglés. Cuando tenía que concentrarme en el inglés, comencé a estudiar finés». 

Por medio de la puerta de los idiomas, Tolkien entró al mundo de los mitos. «La semilla [del mito] es lingüística, por supuesto. Yo soy un lingüista y todo es lingüística: por eso me esmero tanto con los nombres». Una lengua, creía él, no podía permanecer en lo abstracto. Debía alzarse dentro de una historia y una cultura: o, a falta de ella, de una mitología. Pronto crearía para sus propias lenguas un mundo de lo más elaborado.

Hijo de la persecución

En el año 1900, para consternación y asombro de su familia, Mabel se confirmó en la Iglesia católica romana. Su familia desaprobó rotundamente su decisión —ya que ellos solían ser protestantes nominales—, y le retiraron el acceso al dinero familiar. 

Cuatro años más tarde, Mabel murió de diabetes: algo que se podría haber tratado de haber tenido el dinero suficiente. 

De adulto, Tolkien recordaba a su madre como «una mujer dotada de una gran belleza y mucho humor, golpeada por Dios con el duelo y el sufrimiento, quien murió joven (a los 34 años) de una enfermedad empeorada por la persecución de su fe».

Sería imposible estimar cuánto influyó su muerte en Tolkien. Él tenía apenas trece años cuando murió, y ella había servido, en realidad, como su única figura parental hasta ese momento. Lo había influido en todo aspecto, y Ronald buscó honrar su memoria durante el resto de su vida. Tal parece que lo hizo especialmente a través de su devoción religiosa. «Yo fui testigo (comprendiéndolo a medias) de los heroicos sufrimientos y la muerte prematura de mi madre en la extrema pobreza, [aquella mujer] que me llevó a la iglesia», reflexionaba en 1963. 

Mabel dejó a Ronald y a Hilary al cuidado del padre Francis Morgan, un sacerdote católico de la congregación del oratorio John Henry Cardinal Newman de Birmingham. Mitad galés, mitad angloespañol, Morgan es descrito por el biógrafo de Tolkien como «un hombre muy escandaloso, ruidoso y cariñoso, que al principio avergonzaba a los niños pequeños, pero que después se volvía enormemente adorable cuando se le llegaba a conocer». Ronald sufrió en ocasiones con el padre Morgan, especialmente cuando empezó a salir con su futura esposa Edith; no obstante, lo consideraba como su propio padre. De hecho, Tolkien atribuye al padre Morgan el haber solidificado en él la fe a la que lo introdujo su madre. «De él aprendí lo que era la caridad y el perdón», escribió Tolkien en 1965.

En el oratorio, Tolkien absorbió la presencia persistente y profunda de Newman, el fundador. Newman había sido un devoto seguidor de San Agustín, otra importante influencia para Tolkien. En su libro ‘Apologia’, Newman registra haber sido profundamente influenciado por la doctrina católica de la guerra entre la ciudad de Dios y los poderes de la oscuridad. Él creía que esta batalla se intensificaría porque el liberalismo del siglo XIX estaba a punto de marcar el comienzo de una «Ciudad del Hombre» secular y moderna.

«Una confederación del mal, que reúne a sus huestes de todas partes del mundo, que se organiza y toma sus medidas, que enclaustra a la Iglesia de Cristo como en una red, [está] preparando el camino para una apostasía general», temía Newman en 1838. Tolkien tuvo una visión en la que su mundo era devastado por las fuerzas que Newman había creído inminentes. 

El despertar de la guerra

Después de una carrera muy exitosa en el Exeter College de Oxford, Tolkien se convirtió en oficial del ejército británico. Experimentó de primera mano los horrores de la batalla mecanizada de la Primera Guerra Mundial. Era miembro del 11.° regimiento de infantería de los fusileros de Lancashire, uno de los regimientos más condecorados de la guerra, y también una unidad que sufrió bajas devastadoras.

Fue en las trincheras donde Tolkien concibió por primera vez la mitología de la Tierra Media. Su hijo Christopher encontró más tarde algunas de las primeras líneas de los versos de los «Siete nombres de Gondolin», según relató años más tarde, «garabateados en el reverso de un papel que establecía la cadena de responsabilidad en un batallón». 

Comenzó a escribir durante su baja médica en 1916 y 1917, «en los refugios del ejército, llenos de gente y del ruido de los gramófonos». Como admitió Tolkien en su famoso ensayo académico «Sobre los cuentos de hadas»: «el verdadero gusto por los cuentos de hadas se despertó en mí por la filología en el umbral de la edad adulta, y se precipitó a la vida [a causa de] la guerra».

En medio de la suciedad por la que se encontró rodeado en el norte de Francia, Tolkien anhelaba la belleza. El pasaje de Frodo a través de la ciénaga de los muertos en Las dos torres, dijo el autor, hacía eco consciente de «las millas y millas de tierra agitada y torturada» que había visto en los campos de batalla:

Mil veces más horripilante era el paisaje que el lento amanecer develaba a los ojos entornados de los viajeros (…). Nada vivía aquí, ni siquiera esa vegetación leprosa que se alimenta de la podredumbre. Cenizas y lodos viscosos de un blanco y un gris malsanos ahogaban las bocas jadeantes de las ciénagas, como si las entrañas de los montes hubiesen vomitado una inmundicia sobre las tierras circundantes. Altos túmulos de roca triturada y pulverizada, grandes conos de tierra calcina y manchada de veneno, que se sucedían en hileras interminables, como obscenas sepulturas de un cementerio infinito, asomaban lentamente a la luz indecisa.

Un padre cariñoso y el ‘grande’ de Oxford

En 1916, Tolkien comenzó su propia familia cuando se casó con Edith Bratt, una mujer a la que amó apasionadamente y que le sirvió de inspiración para la hermosa doncella elfa Lúthien. Tuvieron cuatro hijos: John (1917-2003); Michael (1920-1984); Christopher (n. 1924[-2020]); y Priscilla (n. 1929[-2022]). Priscilla recordaría más tarde:

Él siempre estaba allí, a la hora de la comida y a la hora del té. A los niños se nos permitía entrar y salir corriendo de su estudio en cualquier momento, siempre que él no estuviera dando clases. Se involucraba mucho en la vida familiar y, puesto que a menudo estábamos en apuros, él tenía que escribir y trabajar hasta bien entrada la noche para ganar más dinero.

Los recuerdos de Priscilla son típicos. Michael, el hijo de Tolkien, dijo una vez de su padre: «Tomaba mis comentarios infantiles y mis preguntas completamente en serio». Y Simon, el nieto de Tolkien, recuerda a su abuelo como alguien «increíblemente amable», con una voz profunda, una risa que «parecía llena y sus ojos… brillantes y llenos de vida».

De hecho, había pocos niños a los que Tolkien pareciera no amar. La última vez que su amigo George Sayer se encontró con él, estaba con varios niños «jugando a los trenes: “Yo soy Thomas, la locomotora. Puf. Puf. Puf”».

Sus hijos también sirvieron como primera audiencia de partes importantes de su mitología. El Hobbit, que Tolkien leyó al menos en parte a sus hijos, «fue arrastrado en contra de mi voluntad», como él dijo, para que formara parte de su Legendarium.

Tolkien forjó una carrera académica completa: primero en la Universidad de Leeds, desde 1920 hasta 1925, y después en Oxford, desde 1925 y hasta su jubilación en 1959. Los estudiantes de Oxford lo recordaban como uno de los «grandes», tanto en conocimiento como en personalidad. Pocos, sin embargo, quedaron impresionados por sus habilidades como expositor. Muchas de sus clases eran tan apagadas e incoherentes, de hecho, que uno de sus antiguos alumnos lo recordaba como si tuviera un «problema del habla». El mismo Tolkien era el primero en admitir sus limitaciones como expositor.

La excepción a la mala exposición de Tolkien era su recital de Beowulf, gran parte del cual había memorizado. Cuando hablaba sobre ese viejo relato inglés, se convertía en un bardo, y su aula se convertía en un salón de banquetes medieval. Un estudiante escribió sobre su representación:

Entraba con gracia y ligereza… con su toga ondeante, su cabello claro brillante, y leía Beowulf en voz alta. Nosotros no conocíamos la lengua en la que leía, sin embargo, la representación de Tolkien hacía que tomara sentido esa lengua desconocida, y que los terrores y peligros que él narraba —cómo, no lo sé— nos pusieran los pelos de punta. Leía como no he escuchado nunca a nadie más. El aula estaba a rebosar: era en las aulas de exámenes, y él era joven entonces para su posición, mucho antes de que El Hobbit o la trilogía lo hubieran hecho famoso.

En The Atlantic Monthly el poeta W. H. Auden confesó: «No recuerdo una sola palabra de lo que dijo, pero en cierto punto recitó, y con maestría, un largo pasaje de Beowulf. Era fascinante».

Y, no obstante, este era el hombre que también amaba a los hermanos Marx y las bromas infantiles. Una vez apareció en una fiesta formal para catedráticos de Oxford vestido «con una alfombra de piel de oveja de Islandia» y la cara pintada de blanco. En una conferencia de la década de 1930 Tolkien le dijo a su audiencia que los duendes existían de verdad: entonces, para demostrarlo, sacó del bolsillo de su viejo abrigo de tweed un zapato verde de diez centímetros.

Del mito al Mesías

Tolkien publicó varios artículos críticos durante su carrera académica, además de varias traducciones del anglosajón y del inglés medio, así como los ensayos «Beowulf: los monstruos y los críticos» (1936) y «Sobre los cuentos de hadas» (1939).

En este último ensayo Tolkien describe cómo el peligroso reino de las hadas revela una verdad y una belleza más allá de toda comprensión: lo verdadero y lo bello llevan a uno al Bueno y al Único. De hecho, Tolkien veía el evangelio detrás de todos los cuentos de hadas, dándoles forma.

Tolkien comenzó a escribir —él prefería llamarlo «registrar»— su mitología en 1916. Incluso al momento de su muerte, no había conseguido terminarlo, y su hijo Christopher pasó gran parte de su vida adulta editando y completando lo que su padre no pudo terminar durante su vida. Las dos historias más famosas de Tolkien, El Hobbit (1938) y El señor de los anillos (1954-1956) son profundas manifestaciones de una mitología mayor a la cual el autor se refería como su Legendarium. Desde la muerte de su padre, Christopher ha completado El Silmarillion (1977), Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media (1980) y los doce volúmenes de Historia de la Tierra Media (1983-1996), cada uno de los cuales es indispensable para comprender el mito en su conjunto.

Una fama de doble filo

A mediados de la década de 1960 Tolkien había alcanzado un estatus de ícono popular. En los primeros diez meses desde la publicación de El señor de los anillos en tapa blanda en los Estados Unidos, las tiendas vendieron más de 250 000 copias.

La década de 1960 trajo para Tolkien, no solo fama, sino también un cambio cultural que invadió incluso el gran baluarte del tradicionalismo: la Iglesia católica romana. En una misa inspirada por el Concilio Vaticano II, Tolkien se encontró con que las innovaciones eran más de lo que él podía soportar. Defraudado por los cambios del idioma de la misa y la informalidad del ritual, se levantó de su asiento, se abrió paso con dificultad hasta el pasillo, hizo tres reverencias y se escabulló.

Para disgusto del conservador Tolkien, a mediados y finales de la década de 1960, la contracultura y la izquierda política abrazaron su mitología. Temeroso de que esos lectores pudieran crear una especie de «nuevo paganismo» sobre su Legendarium, Tolkien pasó la mayor parte de la última década de su vida clarificando sus posiciones teológicas y filosóficas en la obra que se convirtió en El Silmarillion.

La carga de las complejidades filosóficas y teológicas de la mitología, el deterioro de la salud de su esposa a mediados de los 1960 —que resultó en su muerte en 1971— y el avance de su propia edad resultaron ser una carga muy pesada para Tolkien, quien murió antes de terminar El Silmarillion. Aun así, durante los últimos años de su vida, le llovieron los elogios. En 1972, Oxford galardonó a Tolkien como doctor honoris causa y la reina lo nombró «Comandante de la Orden», un rango por debajo del de caballero. 

El 2 de septiembre de 1973 Tolkien dejó la ciudad del hombre y se convirtió en residente permanente de la ciudad de Dios.

Hasta sus últimos días, los críticos continuaron describiendo sus obras como triviales y escapistas. Pero Tolkien estaba satisfecho de saber que por fin podría exponer su caso ante un tribunal mayor.

«El único crítico literario justo», concluyó él, «es Cristo, quien admira más que ningún hombre los dones que él mismo ha entregado».

Bradley Birzer preside la cátedra Russell Amos Kirk en estudios americanos y es profesor de historia en la universidad Hillsdale College en Michigan. También es autor de J. R. R. Tolkien’s Sanctifying Myth: Understanding Middle Earth.

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