El tercer jueves de noviembre, la vida en Corea del Sur se paraliza. Este año, alrededor de 350 000 estudiantes de último año de educación secundaria y 200 000 repetidores de todo el país se sentarán a hacer el examen Suneung, una de las pruebas estandarizadas más difíciles del mundo y una puerta de acceso fundamental para los estudiantes que desean ingresar a la universidad en Corea del Sur.
El día del examen, las oficinas gubernamentales y las empresas retrasan su horario laboral para evitar la congestión del tráfico y asegurar que los estudiantes puedan llegar a los centros de examen a las 8 de la mañana. El ejército nacional, por su parte, suspende los entrenamientos militares para reducir la contaminación acústica. Los agentes de policía incluso han llevado en coche a algunos estudiantes a los que se les hacía tarde.
Las iglesias de Corea también se toman muy en serio el examen Suneung. Mi antigua iglesia en Seúl solía celebrar reuniones especiales de oración durante la semana en que se realizaba el examen.
En estos servicios matutinos, padres y abuelos se arrodillaban y oraban fervientemente para que Dios ayudara a sus hijos a obtener buenos resultados académicos.
Muchos cristianos coreanos consideran el examen Suneung como una de las pruebas más difíciles por las que pasan sus hijos, y oran para que salgan victoriosos. A sus ojos, el mundo necesita más cristianos exitosos que puedan influir en una sociedad incrédula desde posiciones de influencia. Para alcanzar esas posiciones, necesitan obtener buenas calificaciones y entrar en buenas universidades. Mi pastor le pedía a Dios que les diera a los estudiantes «la sabiduría de Daniel» (Daniel 1:20) y proclamaba que sus «pequeños comienzos» conducirían a la «grandeza» al final (Job 8:7).
Aunque yo aún no era madre cuando asistía a esa iglesia, sentía la necesidad de unirme a estas familias en sus fervientes intercesiones a Dios para que sus hijos adquirieran sabiduría y triunfaran en este mundo caído. Que los padres oraran por sus hijos de esta manera me parecía razonable e inspirador. Las buenas calificaciones podían glorificar a Dios, y los padres y abuelos de los chicos también podían disfrutar de la gloria de haber criado a un joven o una joven talentosos.
Pero ahora, como madre de cinco hijos de entre 3 y 12 años, estoy cada vez más convencida de que debo cambiar la forma en que oro por el éxito de mis hijos. A través de mis estudios en el seminario, me he dado cuenta de que las historias de héroes bíblicos como Daniel no tratan de sus victorias personales, sino de su dependencia de Dios en los momentos de sufrimiento. Estoy aprendiendo a resistir las presiones culturales que me llaman a buscar la gloria a través de los logros educativos de mis hijos, tanto en Corea del Sur como en Estados Unidos, donde vivo desde 2015.
Muchas madres cristianas que conozco, incluida yo misma, sentimos la necesidad de planificar el éxito educativo de nuestros hijos. Un reciente video de YouTube coreano ilustra bien este sentimiento. En el clip de diez minutos, la comediante Soo-ji Lee interpreta a la adinerada «mamá de Jamie», que lleva una costosa chaqueta Moncler y lleva a su hijo de cuatro años a Daechi, un barrio acomodado de Seúl conocido por su alta concentración de institutos especializados en la preparación de estudiantes para exámenes de ingreso.
La mamá de Jamie hace todo lo que hace una madre real de Daechi, como hablar del progreso de su hijo con su profesor de inglés y destacar con orgullo su recién descubierto talento para aprender chino. Está obsesionada con descubrir «momentos prodigiosos» que revelan los talentos ocultos de su hijo. Está decidida a no perderse ni el más mínimo atisbo de estos rasgos porque eso es lo que «se supone que deben hacer las madres», dice. Habla de los beneficios de estas actividades extracurriculares de cara a la próxima admisión de su hijo en la universidad.
El video de Lee se hizo viral en Corea del Sur, con más de ocho millones de visitas y reacciones encontradas. Algunos lo elogiaron por su crítica aguda y satírica del sistema educativo coreano, mientras que otros lo criticaron por alimentar el resentimiento hacia madres bienintencionadas. «Tú y yo no somos diferentes: todas somos como la mamá de Jamie», comentó una espectadora.
Me veo reflejada en la mamá de Jamie y en los padres y abuelos que oraban con tanta fuerza por los estudiantes que se presentaban al examen Suneung. Quiero que mis hijos tengan éxito en este mundo competitivo y que vivan libres de la ansiedad de un mañana incierto.
Una amiga matriculó a su hijo de cinco años en una «escuela alternativa de inglés» de Seúl, que ofrece cursos desde el jardín de infantes hasta el último grado de la educación secundaria, ofrece cursos de inglés avanzado a alumnos de secundaria y garantiza la admisión en universidades de la Ivy League. No podía permitirse enviar a su hijo al extranjero y sentía que esta escuela era la segunda mejor opción. «La decisión puso en peligro las finanzas de nuestra familia», admitió. «Pero, ya sabes, los padres tenemos que sacrificarnos para que nuestro hijo glorifique a Dios».
Al buscar lo mejor para nuestros hijos, empezamos a creer que es nuestro deber sagrado sacrificar tiempo, energía y dinero para que nuestros hijos puedan tener éxito y honrar a Dios a través de sus logros. Nos sentimos obligados a hacer lo que sea necesario para protegerlos del sufrimiento, con la esperanza de que glorifiquen a Dios como Daniel y sus amigos. Nos aferramos a promesas como «Pidan y se les dará» (Mateo 7:7, NVI).
Esto muestra cómo el evangelio de la prosperidad ha influido inevitablemente en la forma en que intercedemos por nuestros hijos. Nuestras oraciones retratan a Dios como un genio del que solo esperamos cosas favorables. También revelan un temor subyacente a que los fracasos académicos de nuestros hijos los conduzcan al sufrimiento —especialmente en el contexto surcoreano—.
Los resultados de los estudiantes en el examen Suneung están estrechamente relacionados con su potencial de ingresos en el futuro. La intensa presión académica para sobresalir en esta prueba nacional ha elevado el costo de la educación privada en áreas como Daechi, haciéndola cada vez más inasequible para las familias coreanas promedio. Como resultado, solo las personas que pueden pagar el alto costo de estas opciones educativas tienen más probabilidades de conseguir trabajos bien remunerados, lo que a su vez les permite invertir en la educación de sus propios hijos.
Mientras tanto, aquellos que no alcanzan el nivel académico necesario y no logran desarrollar carreras bien remuneradas a menudo sienten que no pueden permitirse casarse o tener hijos. Irónicamente, este afán por asegurar el éxito de las generaciones futuras ha contribuido a que el país tenga la tasa de natalidad más baja del mundo, con un 0.75.
En nuestra mentalidad impregnada por el evangelio de la prosperidad, podemos entablar negociaciones superficiales con Dios: «Si haces que mis hijos tengan éxito, te daré toda la gloria». Pero Dios no necesita que nuestros hijos tengan éxito para ser glorificado. Y no es el papel de una madre proteger a sus hijos de las dificultades y del sufrimiento.
Orar para que nuestros hijos reciban la «sabiduría de Daniel» para el examen Suneung —como hizo mi pastor en Corea del Sur— podría parecer una forma de utilizar al profeta bíblico como modelo para el éxito personal. Sin embargo, la vida de Daniel se entiende mejor como un testimonio de los propósitos soberanos de Dios. Dios levanta y derriba a los reyes del mundo, y restaura la esperanza a su pueblo exiliado a través de personas como Daniel, que permanecieron fieles en medio de la persecución.
Es revelador que el éxito terrenal de Daniel no estuvo exento de un profundo sufrimiento. Fue exiliado, arrancado de su país y posiblemente convertido en eunuco. Toda la gloria asociada con Daniel, aquel en quien moraba el espíritu del Dios santo (Daniel 5:14), pertenecía solo a Dios.
El versículo de Job 8, al que también se refirió mi pastor surcoreano en su oración sobre pasar de un comienzo humilde a la grandeza futura, tampoco trata de alcanzar el éxito en la vida.
En este capítulo, Bildad reprende a Job, instándole a arrepentirse para que Dios pueda restaurar su fortuna, a pesar de que Dios ya ha declarado justo a Job. Las palabras de Bildad reflejan una teología errónea que equipara el sufrimiento con el castigo divino y la obediencia con el éxito dado por Dios.
Más bien, el libro de Job destaca la inevitabilidad del sufrimiento en la vida de los justos, no como castigo por el pecado, sino como parte de una batalla espiritual más profunda instigada por el enemigo supremo, Satanás.
Estos pasajes del Antiguo Testamento nos enseñan que, aunque podamos sentir la tentación de proteger a nuestros hijos del sufrimiento y orar para que disfruten de una vida tranquila y exitosa, en realidad no debemos interponernos en el camino de Dios cuando Él decida guiarlos a lugares donde les enseñará la verdadera obediencia y perseverancia a través de las pruebas.
Reflexionar sobre las vidas de Daniel y Job de una manera más integral me ha ayudado a replantear mi forma de pensar sobre el éxito de mis hijos. Dios ha colocado a nuestra familia en el centro de Dallas, y es aquí donde mis hijos experimentan tanto la prosperidad como las dificultades. Aunque no tendrán que hacer el examen Suneung como los chicos coreanos, experimentarán sus propias pruebas difíciles, incluyendo exámenes estandarizados en cada curso y la presión inminente de la admisión a la universidad.
Ya no me siento culpable por no proporcionarles lo que el mundo considera las «mejores» oportunidades educativas. No necesito una chaqueta Moncler como la de la mamá de Jamie ni las buenas notas de mis hijos como símbolo de las bendiciones de Dios en mi vida. No tengo que satisfacer las demandas del mundo en cuanto a pruebas de éxito, ni para mí ni para mis hijos.
Lo que sí necesito es responder con fe al llamado de Dios en mi vida. En este mundo cada vez más turbulento, mi papel como madre es guiar a mis hijos para que crezcan espiritualmente, de modo que cuando enfrenten dificultades en la vida, no tengan miedo, sino que encuentren a su Ayudador siempre presente en medio de ellas.
Últimamente, he dejado de orar simplemente para que les vaya bien en la escuela. En cambio, le pido a Dios que profundice su fe al encontrarse con creyentes y no creyentes por igual. Oro esta sencilla oración: «Señor, te confío la vida de mis hijos. Oro para que lleguen a conocerte, porque solo eso les ayudará a mantenerse firmes en su fe cuando llegue el sufrimiento».
Ahrum Yoo es estudiante de doctorado en Antiguo Testamento en el Seminario Teológico de Dallas.