Hace años, impartí un estudio bíblico que sabía que sería polémico. Llevaba un par de años en el seminario y mi iglesia me pidió que me uniera a un equipo de maestras para el estudio bíblico semanal de mujeres. Estábamos estudiando Génesis y recibí la hoja de registro después de que todas las demás ya habían seleccionado sus temas, dejándome con una sola opción: Génesis 18-20. Junto a los capítulos enumerados en la hoja, simplemente decía: «Sodoma y Gomorra».
Aunque honestamente la tarea me asustó un poco, terminé enseñando una lección sobre hospitalidad a lo largo de los tres capítulos. Expliqué que Dios juzga a varias naciones en estos capítulos por su disposición (o falta de disposición) a recibir a los extranjeros. Utilicé todas las herramientas que recibí durante mis años en el seminario y tenía confianza en mi interpretación.
Pero unos días antes de que diera mi clase, nuestro gobernador promulgó una prohibición en contra de cualquier reasentamiento de refugiados en el estado, impidiendo que los refugiados (que ya habían sido cuidadosamente examinados) se establecieran ahí. Me pareció que había una aplicación clara del texto en nuestras circunstancias actuales y, aunque temía las críticas, decidí hacer la conexión.
Unas horas después de la clase, el pastor encargado de la iglesia me envió un mensaje de texto: «¿Qué dijiste en el estudio bíblico de esta mañana? Algunas de las mujeres vendrán a reunirse conmigo mañana para hablar de ello». Estaba aterrorizada y pasé el resto de la tarde preparando mi defensa.
Recientemente había comenzado a pasar mucho tiempo hablando de política en Twitter (ahora X) y había interactuado con muchos cristianos críticos del programa de reasentamiento de refugiados, algunos de los cuales habían presentado argumentos xenófobos o racistas para sustentar sus posturas. Mientras me preparaba para defender mi lección, esas eran las voces que moldeaban mi enfoque. Con pesar, volví al trabajo al día siguiente dispuesta a defenderme, convencida de la malevolencia de mis detractores, antes incluso de haber escuchado sus preocupaciones.
Mucho se ha escrito sobre los efectos corrosivos del internet en nuestra vida cívica: cómo las relaciones virtuales han reemplazado las conexiones en persona, cómo los algoritmos alimentan la polarización, y cómo la proliferación de fuentes impulsa la desinformación.
Sin embargo, me preocupa no solo cómo internet nos enseña a interactuar en las plataformas de redes sociales, sino también cómo esas interacciones agotadoras nos privan de los recursos que necesitamos para tener conversaciones difíciles en la vida real.
Esos hábitos de comunicación que hemos aprendido en internet no se quedan ahí. La forma en que aprendemos a hablar entre nosotros en el estrecho contexto de las plataformas de redes sociales impulsadas por algoritmos se refleja en nuestras mesas, en los bancos de la iglesia y en las aceras del barrio. Aprendemos a temer o detestar a cualquiera del bando contrario, aprendemos qué forma y tono deben adoptar las críticas, y aprendemos dónde se han trazado las líneas del frente de batalla.
Pero quizás lo más preocupante de todo eso es la forma en que agotamos nuestra energía en línea, dejándonos sin la fuerza y el ancho de banda emocional necesarios para discutir temas polémicos con las personas de la vida real.
Discutir con troles en redes, invertir nuestra energía en debates estériles y defendernos de ataques ad hominem en línea nos deja con pocos recursos emocionales y mentales para las conversaciones cara a cara. Se nos podría perdonar que, tras reiteradas interacciones en línea, lleguemos a la conclusión de que las personas del otro bando son simplemente malvadas o estúpidas. Es natural ponerse a la defensiva y agotarse después de enfrentarse a una avalancha de ataques crueles. Es razonable suponer lo peor de las personas cuando uno ha estado expuesto al lado oscuro de la humanidad una y otra vez.
Para tener debates saludables sobre política, necesitamos más que buenas propuestas de políticas públicas y plataformas partidarias. Necesitamos personas dispuestas a poner en práctica las Escrituras cuando dicen: «Todos deben estar listos para escuchar, pero no apresurarse para hablar ni para enojarse» (Santiago 1:19, NVI), que se deshagan del «enojo, ira, malicia, calumnia y lenguaje obsceno» (Colosenses 3:8), y que se nieguen a decir mentiras sobre sus oponentes mientras viven en paz y con mansedumbre (Tito 3:1-2).
Es una tarea que aparenta ser simple, pero que puede requerir que nos distanciemos deliberadamente de las mismas plataformas que agotan los recursos internos necesarios para resistir sus normas corruptas.
Al día siguiente del estudio bíblico, fui a la oficina del pastor con un argumento con diez puntos bien definidos. Sin embargo, no era necesario. Descubrí que las mujeres que se habían reunido con mi jefe, el pastor de misiones y extensiones, habían acudido a él con una pregunta: ¿Por qué no estamos haciendo más para servir a los refugiados?
Me había equivocado terriblemente con respecto a las mujeres a las que serví. Si bien más tarde descubrí profundas divisiones y desconfianza en esa comunidad, me equivoqué en este caso. Me equivoqué por muchas razones que configuran nuestra disfuncional vida política actual: juzgué a estas mujeres en función de su edad y raza, supuse lo peor de ellas, y me puse rápidamente a la defensiva cuando temí las críticas. Pero también me equivoqué de otra manera: estaba dedicando cada vez más tiempo a debatir sobre política en internet.
Si esa reunión en mi iglesia hubiera sido diferente, si esas mujeres hubieran venido con críticas con respecto a mi lección o preguntas sobre la idoneidad de mi aplicación, la verdad es que no habría abordado sus inquietudes con amabilidad y gracia. Mi activismo en internet me preparó para tratar sus inquietudes con condescendencia y dar por sentado que sus intenciones eran las peores.
Más que eso, me sentía agotada por las constantes críticas, ira y crueldad que había encontrado en internet. Estaba demasiado cansada para sentir compasión por sus preocupaciones, y demasiado abatida para permanecer abierta a la posibilidad de que pudieran tener algo que enseñarme.
Paso mucho tiempo hablando con pastores e iglesias sobre la vida política, y muchos de ellos me piden que vaya a dar una charla justo antes de una elección. Ellos han discernido sabiamente que las temporadas electorales son especialmente desafiantes y que necesitan ayuda para guiar a sus congregaciones hacia formas más saludables de convivencia. Sin embargo, me gustaría que más iglesias se preguntaran a sí mismas: ¿Qué debemos hacer ahora para que, cuando terminen las elecciones, podamos tener la capacidad de servir mejor a nuestro prójimo?
Las elecciones tienen efectos palpables sobre nuestros vecinos más vulnerables. Pero, independientemente de quién gane la presidencia y de qué partido esté en el poder, nuestros vecinos y nuestros barrios necesitan personas que puedan servirles, relacionarse con ellos y colaborar con ellos en las necesidades más importantes de nuestras comunidades.
Debemos recordar que somos criaturas finitas cuyos recursos terminarán por consumirse si los invertimos en conversaciones tensas y difíciles. Debemos discernir dónde podemos usar mejor esos recursos. Debemos considerar si la energía que gastamos tratando de persuadir a desconocidos en internet podría conservarse en beneficio de quienes viven cerca de nosotros.
Hay una variedad de formas tangibles de buscar el bien de nuestras comunidades: presentarse a una reunión de toma de decisiones del gobierno local, preparar una comida para compartir con los vecinos, o servir como voluntario en una escuela pública local o en un centro de atención al embarazo.
No todos tenemos que renunciar a las redes sociales, pero sí podemos considerar más seriamente su costo y usar nuestros limitados recursos de forma más meditada.
Kaitlyn Schiess es autora de The Ballot and the Bible: How Scripture Has Been Used and Abused in American Politics and Where We Go from Here.