Para muchos, abrir un calendario nuevo puede ser el momento más emocionante del año. Hacemos una lista de propósitos exageradamente optimistas con la esperanza de que la temporada que tenemos por delante venga acompañada de más salud, éxito y felicidad que la anterior.
Esto puede adquirir un tono claramente espiritual para los cristianos, ya que a menudo empezamos nuevos planes de lectura de la Biblia y devocionales que, en muchos casos, vienen acompañados de la convicción tácita de que llegar a ser más fieles a Dios, en última instancia, nos llenará de más paz y gozo.
Pero, ¿qué sucede cuando (a veces apenas transcurridas un par de semanas de enero) comenzamos a desanimarnos, a sentirnos insatisfechos y desmotivados? ¿Qué sucede cuando empezamos a sentir que ya estamos fracasando en nuestro intento de tener un «Feliz Año Nuevo»?
Conozco bien este sentimiento de decepción. Al igual que la mayoría de las personas, mi vida ha tenido sus altibajos. He sufrido algunas pérdidas: la muerte repentina de mi única hermana, una temporada de infertilidad, y algunos problemas de salud. Todavía siento un profundo dolor por estas experiencias y hay muchos días en los que ando por la vida como si estuviera de luto.
No obstante, dentro de todo, puedo decir que la balanza se ha inclinado hacia la bendición para mí. Hasta el día de hoy, he tenido una buena vida desde cualquier punto de vista razonable y me siento cómoda, segura y tranquila. En el gran esquema de la historia, he disfrutado de una prosperidad y libertad sin precedentes. Técnicamente hablando, tengo todo lo que necesito y mucho de lo que deseo.
Sin embargo, también he conocido una profunda infelicidad. De hecho, a lo largo de los años he notado que se apoderaba de mí un cierto tipo de melancolía, como un lento goteo de descontento y desilusión, casi como si hubiera estado esperando que la vida me dé algo que aún no me ha llegado. En pocas palabras, siento que la vida me ha defraudado de alguna manera.
Entiendo lo desagradable y deprimente que puede sonar esto. He trabajado en ayuda humanitaria y servicios sociales, y he visto las verdaderas privaciones de primera mano. ¿De qué podría quejarse una persona como yo, con todo el amor y las comodidades materiales que he disfrutado? ¿Por qué mi vida tan bendecida no se siente como una bendición? ¿Y por qué mi búsqueda de la santidad no se siente siempre como felicidad?
Creo que si le preguntáramos a la gente de nuestro tiempo por qué practica la religión o la espiritualidad, muchos dirían que es porque les hace sentir mejor. Para muchos, la fe crea una sensación de balance emocional y les trae paz.
Sin embargo, he llegado a creer que este buen sentimiento no puede ser la razón por la que elegimos seguir a Jesús. Estoy de acuerdo en que, a menudo, cosas como la alegría y la valentía son el resultado de tener una profunda relación con Dios. Los estudios confirman que los hábitos religiosos tienen, de hecho, un impacto positivo en la salud mental de una persona. Pero la vida con Dios no siempre garantiza una felicidad perfecta e ininterrumpida.
Todas las iglesias a las que he asistido rechazan el evangelio de la prosperidad. En mi crianza, me enseñaron que no había que temer a la adversidad, que la pobreza y la enfermedad no eran pruebas de mi propio fracaso ni tampoco de la falta de favor por parte de Dios. Jamás creí merecer ninguna clase de opulencia y sabía que Dios seguía siendo bueno aun cuando mis circunstancias no lo eran.
Pero a pesar de mi teología del sufrimiento bien fundamentada, algunos elementos de los valores del evangelio de la prosperidad me resultaban vagamente familiares. Si bien no creía que Dios fuera una máquina expendedora de abundancia material, sí esperaba que Dios me hiciera feliz; es decir, que si lo seguía de forma correcta, Él me bendeciría tanto en lo práctico como en lo espiritual.
Yo sabía que Dios podía decidir no concederme peticiones relacionadas a cosas físicas como la salud y la riqueza, pero inconscientemente suponía que al menos me otorgaría bienes intangibles tales como satisfacción en el trabajo, sentido de valor en el ministerio, una comunión íntima y llena de gozo con Él, además de un sentido de propósito y consuelo en las etapas de sufrimiento. Suponía que si creía en todas las cosas correctas, me sentiría bien.
Pero me he dado cuenta de que esto es, en esencia, un evangelio de la prosperidad emocional, una interpretación sacrosanta de la ideología de la «buena vida» que se ha infiltrado inconscientemente en nuestra teología popular. Sus principios son bien conocidos por muchos de nosotros: descubre la voluntad de Dios para tu vida, acércate a Él y encontrarás satisfacción. Toma decisiones centradas en Él, y entonces la paz será la norma y el dolor una anomalía.
Yo había vivido a la sombra de una ecuación cósmica, en la fórmula de si esto, entonces aquello. Da esto y recibirás aquello; siembra esto y cosecharás aquello. Causa y efecto. Mi capital incluía mi sabiduría teológica, mi buen comportamiento y mis decisiones correctas. Y el rendimiento de mi inversión sería, cuando menos, una alegría profunda y duradera.
Los sentimientos negativos como el dolor y la tristeza, por otro lado, eran marginados en las comunidades religiosas y se afirmaba que no tenían lugar en ellas. Hoy en día, las emociones difíciles muchas veces siguen siendo vistas como opuestas a la santidad: el miedo, la ira o la ansiedad son consideradas como el resultado de una falta de confianza en Dios o de un desprecio por las disciplinas espirituales. En consecuencia, acabamos sintiendo una clara necesidad de probar nuestra santidad al demostrar que somos felices.
No alcanzan las palabras para describir hasta qué punto la corriente del Nuevo Pensamiento (precursora filosófica de El poder del pensamiento positivo) y el evangelio de la prosperidad han dado forma a esta ideología religiosa que está presente en libros cristianos, canciones, sermones, decoración de paredes e incluso púlpitos con frases breves como: Dios me ha bendecido demasiado como para estar estresado; Dios no me dará más de lo que pueda manejar; Todo sucede por una razón; Debería soltarlo todo y dejar que Dios obre; Ora más, preocúpate menos; Cree, no temas.
No es ninguna sorpresa, entonces, que sintamos que hemos fracasado espiritualmente cuando ninguna faceta de nuestra vida nos proporciona sistemáticamente los resultados psicológicos que esperamos. Cuando hemos tomado todas las decisiones correctas y hemos creído todas las cosas correctas, incluso podemos sentir que Dios nos ha defraudado al no otorgarnos su favor y abundancia.
Muchos de nosotros hemos comprimido nuestras vidas en una estrecha comprensión de lo que significa ser bendecidos, plagados de expectativas inalcanzables de felicidad perfecta y satisfacción emocional. Sin embargo, esta búsqueda constante de la felicidad puede ser agotadora. La felicidad puede ser un tirano que exige toda nuestra atención y lealtad. Además, cuando se convierte en un ídolo, puede acabar con nuestras relaciones, nuestros ministerios y nuestras familias, ninguno de los cuales ha sido diseñado para proporcionarnos una satisfacción plena.
La fe no es euforia ni el medio para obtener un fin terapéutico, y Dios tampoco es un mecanismo mediante el cual alcanzamos la autorrealización. La verdadera religión no es un método de trascendencia personal o emocional, ni tampoco es una manta de seguridad ni un bálsamo tranquilizador, y si ponemos nuestra esperanza en estas cosas, siempre nos sentiremos decepcionados.
Aceptar y soportar esta verdad es difícil, pero ha hecho de este mundo un hogar mejor para mí.
Entonces, ¿de qué sirve la presencia de Dios en nuestra vida si no siempre se siente como prosperidad emocional? ¿Por qué decir «sí» a la fe en Jesús?
La fe, tal como la entiendo ahora, es simplemente la respuesta del corazón al reconocer lo que es verdadero. Implica decir sí a lo que sabemos que es correcto, bueno y santo. Nuestra relación con Dios no es transaccional; es decir, no es un intercambio divino de bienes y servicios. El cristianismo es más parecido a una senda o un camino. Es una manera de andar y una forma de ser, y no se limita a un modo de pensar o de sentir. La presencia de Dios es buena porque ilumina este camino y ayuda a que el mundo tenga sentido.
Dios nos llama a cosas difíciles en esta vida. Y hay un propósito en nuestro dolor, pero no en un sentido utilitario, como si el sufrimiento fuera el optimizador espiritual definitivo. La mayoría de nosotros ya estamos familiarizados con la frase «A Dios le preocupa más tu santidad que tu felicidad», pero ¿y si nuestra infelicidad fuera importante en sí misma?
Creo que la infelicidad puede iluminar nuestras vidas porque nos ofrece una sabiduría y una claridad únicas. A veces, la infelicidad es la forma que el corazón tiene de decirnos que algo va mal o que hay que corregirlo. Otras veces, sin embargo, es la forma que Dios usa para recordarnos lo que es verdadero y bueno; es decir, cómo deberían ser las cosas.
Desde que salimos del Edén, la maldición del pecado nos ha separado del propósito original de nuestra creación. Tenemos la noción de la eternidad en el corazón (Eclesiastés 3:11) y, sin embargo, nuestras fuerzas son limitadas, no conocemos todas las respuestas y nuestra carne es mortal. Nuestras almas anhelan lo que debería ser, mientras que nuestros cuerpos viven en la dura realidad de lo que es.
La tristeza forma parte de la condición humana. La intranquilidad y el desasosiego son una reacción apropiada, incluso justa, ante lo que está quebrantado. Si sufres a causa de la decepción, la ansiedad o la frustración, no es porque seas espiritualmente inmaduro, sino porque vivimos en el tiempo después de la Caída. La existencia siempre se sentirá como una frase incompleta; como un hambre que no podrá saciarse completamente sino hasta que Cristo vuelva en gloria e inaugure su nueva creación.
Ya sea por nuestro pecado, nuestra fragilidad o nuestras aspiraciones no realizadas, siempre será difícil, si no imposible, alcanzar la felicidad duradera en esta vida. Ninguna decisión o plan de Año Nuevo puede cambiar eso. Y ya sea que tu dolor se sienta como una roca gigantesca o como una piedra en el zapato, es tan sagrado como cualquier momento de felicidad que puedas experimentar. Incluso puede servir como lamento por la condición herida del mundo.
Amigos, esta es la santidad de nuestra infelicidad.
Desde que tengo uso de razón, he sido una fiel discípula del evangelio de la prosperidad emocional. Había abrazado el mito de que mi vida tenía que sentirse bien, que tenía que ser gratificante y significativa para poder decir que tenía una vida bendecida. Pero me he dado cuenta de que el simple hecho de existir como hija amada de Dios —de poder verlo y seguir viva, de luchar con Él y saber que siempre está conmigo— es en sí mismo el mayor regalo de todos.
Nuestros actos de justicia no son una moneda de cambio para obtener bendiciones, y Dios no es un medio para alcanzar un fin egoísta: Él es el fin en sí mismo. Él es el Camino, y Él nos basta.
Adaptado de Holy Unhappiness por Amanda Held Opelt. (Copyright 2023) Usado y traducido con permiso de Worthy Books, una división de Hachette Book Group, Inc.
Amanda Held Opelt es conferencista, compositora y autora del libro A Hole in the World: Finding Hope in Rituals of Grief and Healing.