La voz resonaba desde el púlpito del gran santuario bautista mientras el predicador afirmaba hablar en nombre del Todopoderoso. «Miren», le decía a la multitud con una voz que proyectaba una confianza injustificada, «si tienen algún problema con mi mensaje, entonces tienen un problema con Dios mismo. Yo simplemente estoy repitiendo sus palabras».
Yo tenía nueve años y estaba sentada exactamente en la cuarta fila del santuario, y recuerdo haberme sentido increíblemente pequeña y frágil al escuchar unas palabras tan importantes. Evocaban la imagen de una deidad severa, alguien que se mostraría impaciente ante mis inquietos movimientos en el rígido banco de madera. Este dios haría un gesto de desaprobación ante mi deseo de bailar por los pasillos y sacudiría la cabeza con desdén al ver mis manos manchadas de tinta color negro azulado tras haber dibujado en el boletín de la iglesia.
Pasé la mayor parte de mi infancia en el seno del fundamentalismo cristiano, suponiendo que Dios era como los predicadores que gritaban furiosos todos los domingos, con el pelo canoso, trajes que no les ajustaban adecuadamente y voces temblorosas que expresaban un profundo dolor por nuestra situación infernal. En el mejor de los casos, el dios que llegué a conocer ahí era distante y severo. En el peor, era terriblemente caprichoso y propenso a la violencia.
A los 15 años, cuando comencé a enfrentar un trastorno alimenticio grave, tenía dudas profundas y rechazaba las respuestas insatisfactorias que recibía sobre la supuesta esperanza que Cristo ofrecía. No obstante, las preguntas no eran bien recibidas en un sistema religioso que se basaba en respuestas rígidas y absolutas a los problemas del mundo.
Mi experiencia me llevó por el camino de lo que muchos hoy llamarían «deconstrucción», aunque en ese momento la palabra aún no era popular. En mi vida, la deconstrucción consistió en un compromiso con encontrar algo que pudiera satisfacer aquello que ansiaba: una mejor respuesta para el sufrimiento y el dolor de este mundo.
Como tantos otros que también se hacían preguntas en ese tiempo, leí libros como Blue Like Jazz (Tal como el jazz) y Velvet Elvis, y seguí religiosamente el blog de Rachel Held Evans. Durante el tiempo que trabajé en un ministerio universitario metodista, encontré un respiro en un sistema de creencias que no pretendía tener todas las respuestas y que me permitió mostrar interés y cuidado por quienes vivían en los márgenes de la sociedad. Pero, en última instancia, este nuevo sistema de fe no fue suficiente. Amplió mi compasión por la humanidad, pero no satisfizo mis anhelos más profundos.
Mi pastor actual dice que Dios no siente ansiedad al mirar nuestros caminos, lo que nos permite no sentir ansiedad con respecto a quienes nos rodean. Menciono esto a manera de advertencia, porque la siguiente parte de mi historia es lo que muchos temen para sus seres queridos que están pasando por un proceso de deconstrucción de la fe.
El día que empecé la escuela de posgrado, supe sin lugar a duda que mi sistema de creencias ya no incluía a Jesús. Me senté en mi auto en la entrada de mi nuevo hogar en Nashville y lloré, sabiendo a cuántas personas estaba decepcionando. Quería creer, aunque fuera solo por ellos, pero no podía. Mi deconstrucción se había convertido en desconversión.
Mientras procesaba el duelo por una fe a la que había renunciado, comencé a asistir a una sinagoga los viernes por la noche y los servicios de sabbat. Encontré consuelo en una liturgia hebrea que apenas podía entender mientras buscaba un Dios de cuya existencia no estaba del todo segura. En el transcurso del año siguiente, estudié con un rabino y comencé a observar las festividades judías. Al poco tiempo, me había convertido por completo al judaísmo reformista, donde permanecí durante tres años completos antes de que Jesús irrumpiera en mi vida.
Mi amiga Anne, una cristiana fiel, tranquila y sin ansiedad, me llamó un miércoles por la tarde cualquiera. Sin darse cuenta, despertó algo dentro de mí en cuanto a la persona de Jesús. No hubo nada trascendental en nuestra videollamada mientras esperaba en el estacionamiento de un Starbucks. Anne no intentó convertirme y yo no mencioné a Jesús. En cambio, compartió respetuosamente sus creencias y habló de cómo Jesús había actuado en su propia vida.
Este tipo de intercambio no era nada inusual. Por lo general, sonreía cortésmente mientras yo me guardaba mis diferencias. Sin embargo, cuando colgué la llamada en esta ocasión, me di cuenta de que estaba llorando. Mientras me secaba las lágrimas saladas que corrían por mi rostro, no podía explicar racionalmente lo que estaba sucediendo. Parecía que mis propias células estaban respondiendo a algo tan profundo que había pasado por alto mi armadura intelectual.
Pasé los siguientes tres días investigando y leyendo sobre Jesús, tratando de entender por qué de repente no podía quitármelo de encima. Pasé incontables horas recorriendo las estanterías de la biblioteca en busca de historias como la mía: historias de dolor y búsqueda de Dios; historias de gente que hubiera vagado por el desierto de diversos sistemas de creencias para encontrar algo parecido a la paz. Seguía esperando que estos libros me dijeran qué hacer cuando Jesús irrumpe en la vida de alguien sin previo aviso. Esperaba que esta insistente atracción fuera simplemente una casualidad, o un anhelo que pudiera satisfacer leyendo suficientes libros o escuchando suficientes pódcasts. Pero no se detenía. La resolución que ansiaba era una persona, y esa persona me perseguía.
Sinceramente, estaba enojada. «¡Creo que ya he resuelto este tema!», gritaba sin dirigirme a nadie en particular, jugando con mi dije de la estrella de David. Pero, inexplicablemente, la atracción seguía ahí.
Hace unos años, un viernes de diciembre por la noche me senté al interior de un pequeño armario de mi apartamento de Alabama, abrazando mis piernas contra el pecho. Y allí, me encontré con el Dios viviente. No fue la luz cegadora y agresiva que Pablo encontró en el camino a Damasco. Tampoco fue un argumento teológico embriagador para convencerme de que Jesús es Dios. En cambio, fue un conocimiento silencioso pero insistente, un levantamiento del velo para ver que Jesús era el mismo Dios que me había estado buscando a lo largo de los años. Vino con ternura, como un pastor compasivo que recoge a una oveja herida y maltratada, y la sostiene cerca de su corazón.
La riqueza y la profundidad de la comprensión teológica llegaron después. Pasaron muchos meses antes de que comenzara a comprender la belleza de la gran historia de la obra de Dios para hacer nuevas todas las cosas. Pero en el momento en que me encontré con Jesús en mi armario, me di cuenta de que necesitaba abrazarlo, y de que mi vida estaba totalmente ligada a la suya.
Los siguientes seis meses fueron muy solitarios. No le conté a nadie que había tenido un encuentro con Jesús porque sabía que la respuesta sería mixta. Me escapaba de mi apartamento compartido todos los domingos por la mañana para asistir a los servicios de la iglesia. La mayoría de las semanas corría al baño en medio de los servicios y sufría ataques de pánico cuando una palabra o frase me recordaba las voces de los pastores de mi infancia.
Encontrarme con el Dios bíblico no hizo mi vida más fácil. De hecho, me costó perder muchas comunidades y amistades. Pero cuanto más contemplaba a la persona de Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad y no una imagen en un vitral, más sabía que valía la pena vender todo lo que poseía para seguirlo.
Siempre he buscado una fe sólida, algo que pudiera enfrentarse a los poderes del mal en este mundo y que no se tambaleara ni se derrumbara. Quería una historia mejor que pudiera realmente responder al clamor de la humanidad por justicia con una voz clara y fuerte. Quería buenas noticias que fueran buenas noticias, no un moralismo insulso ni una esperanza frágil.
En Jesús, finalmente encontré la respuesta que había buscado durante años (más bien, debería decir que Él me encontró a mí). En Él, he aprendido que Dios no es una deidad de reacciones impulsivas ni que causa miedo. Tampoco es una deidad insulsa que no tiene nada que decir sobre el mal en el mundo, como lo reflejaban las narraciones que escuché en los espacios de deconstrucción. En cambio, Él ama tanto a su pueblo que se niega a abandonarlo a una destrucción inevitable, entregándose a Sí mismo para darnos la vida.
Si Dios pudo perseguirme durante décadas, y pudo reunirse conmigo con paciencia en momentos de aparente impiedad y, en última instancia, resucitar mi corazón en un pequeño armario, entonces puedo confiar en que Él estará vivo en los viajes espirituales de otros que parecen estar muy lejos de Él. Si Dios puede hacerme ver a Jesús en un momento repentino de conversión, entonces tal vez mi vista y mi imaginación simplemente están limitadas cuando caigo en la desesperanza. Mi historia grita acerca de la obra de redención de Dios a largo plazo que simplemente estuvo fuera de vista durante tanto tiempo.
Considero que Jesús es la respuesta, y la más hermosa que existe. Pero si tú aún no puedes afirmar esa belleza, confío en que Dios no siente ansiedad por tu situación. Porque si Él no está ansioso, no tengo por qué estarlo yo.
Lindsay Holifield es una escritora y artista que vive en Birmingham, Alabama.