Nací en Nairobi, Kenia. Tras mi nacimiento, mi familia se mudó a Inglaterra y se instaló en un verde y frondoso suburbio cerca de Londres.
Mi hermano mayor y yo fuimos a una buena escuela. En familias indias como la nuestra, la educación era vista como un símbolo de estatus y un camino hacia el éxito a largo plazo. Aunque la escuela no era cristiana, cantábamos himnos todas las mañanas, orábamos antes del almuerzo y orábamos nuevamente antes de regresar a casa. Cada Navidad, participaba en la obra de teatro que representaba el nacimiento de Cristo en la escuela.
En la década de 1970, las familias indias que se establecieron en el Reino Unido provenientes de África Oriental habían abandonado y perdido mucho; por tanto, no querían perder su lengua y su religión. Para mantener su identidad cultural, muchas familias se reunían en el templo hindú local cada fin de semana. Allí solía reunirme con casi todos los miembros de la comunidad para comer, orar y adorar.
En casa teníamos una habitación entera dedicada a las deidades hindúes en las que creíamos. Todas las mañanas bajaba a orar allí, y todas las noches mi familia pasaba media hora frente al altar que teníamos en casa antes de cenar.
En mis años de adolescencia, mi vida cambió radicalmente. Mis padres luchaban por aceptar su estilo de vida en el Reino Unido. Mi familia discutía constantemente sobre temas relacionados al estatus social y la riqueza, y esas peleas me mantenían preso de la ansiedad y el miedo.
Encontré consuelo y una sensación de pertenencia en el templo, donde logré hacer amigos y participar en actividades como teatro, oratoria y baile, o simplemente limpiar, servir y adorar frente a imágenes de varias deidades.
Nuestra denominación tenía un gurú llamado Guruji que afirmaba personificar a Dios mismo. Todo lo que decía y hacía era considerado divino. En 1988, cuando yo tenía 16 años, Guruji vino al templo de Londres y me vio dar un discurso sobre las antiguas escrituras hindúes.
Al terminar, fui a inclinarme a los pies de Guruji. Me dijo: «Tienes un gran don para la oratoria». Me invitó a convertirme en swami o sacerdote hindú y unirme a su movimiento. Mi corazón dio un vuelco instantáneamente, animado por una repentina oleada de propósito y poder.
A los 19 años, dejé mi hogar para ir a un monasterio en el noroeste de la India que albergaba a 200 personas de todo el mundo. El entrenamiento fue intenso. Todas las mañanas nos despertábamos a las 4:30 para darnos un baño de agua fría. Después de meditar durante una hora, asistíamos al culto colectivo. Luego, realizábamos tareas sencillas de limpieza o confección de guirnaldas para las imágenes. Más tarde, teníamos clases sobre las escrituras hindúes y otras religiones del mundo que continuaban hasta altas horas de la noche.
Fueron tiempos emocionantes. Sin embargo, después de mi primer mes de entrenamiento, un incidente sacudió mis cimientos. Yo estaba arriba en el templo, adorando con los otros sacerdotes. Sonaban las campanas y sonaban los tambores. En ese momento escuché claramente una pregunta que susurraba en mi oído izquierdo: ¿Has tomado la decisión correcta? ¿Estás en el lugar correcto?
Esto me dejó consternado y no pude pensar en otra cosa durante el resto del tiempo de la adoración. Me dije a mí mismo que eso era «maya», la fuerza maligna del engaño en el hinduismo, intentando alterar mi destino. Pero aun así, comencé a tener muchas preguntas y dudas.
Noté que estaba rodeado por swamis que habían adorado y estudiado durante décadas sin experimentar ningún cambio significativo en sus vidas. ¿Por qué, me preguntaba, después de todo este ayuno, lectura y meditación, seguían siendo propensos a la ira, los celos o el rencor? Y me parecía que yo tampoco estaba cambiando.
Unos años más tarde, fui ordenado como sacerdote hindú y comencé a usar las túnicas del sacrificio de color azafrán. Con la cabeza rapada y una apariencia de santidad, me embarqué en una peregrinación a lugares sagrados hindúes en toda la India. Me sumergí en el Ganges y otros ríos rebosantes de significado espiritual con la esperanza de limpiar mis pecados y obtener una sensación de renovación. Pero, de nuevo, nada en mi naturaleza interior cambió.
En 1997, Guruji me dijo que debía establecerme en el templo de Londres y desarrollar congregaciones en toda Europa. Inauguré templos en ciudades como París, Lisboa y Amberes, las cuales crecieron rápidamente. Mis discursos obtuvieron reconocimiento y Guruji quedó impresionado con mi trabajo. Los viajes frecuentes me hacían sentir como un ejecutivo corporativo de algo rango.
Sin embargo, en Roma me topé con algo tan auténtico que me hizo cuestionar mi vida de fama y éxito. Estaba sentado en la Capilla Sixtina debajo del cuadro del Juicio Final de Miguel Ángel. Ya estaba impresionado por el arte de la iglesia, pero las representaciones de Jesús fueron especialmente sorprendentes. Así comenzó una secreta fascinación por la persona de Jesús. Durante mis viajes, mis ojos encontraban casi instintivamente la cruz de Cristo.
Un Dios muy diferente comenzó a esculpirse en mi corazón: un Dios con más belleza y profundidad que Guruji o las imágenes que adoraba. No conocía su nombre, pero sabía que Él no era el dios del que yo estaba predicando.
Para 2005, mis discursos públicos habían dado un ligero giro teológico. Seguía hablando con base en las escrituras hinduistas, pero comencé a hablar de un «Dios mucho más amplio», que abarcaba a toda la humanidad. Sin embargo, todavía no sabía quién era ese Dios, y eso era frustrante.
En 2006, amplié mi búsqueda de la verdad y la satisfacción estudiando a varios grandes filósofos hindúes. Me sumergí en el Yoga y las técnicas de respiración. Desesperado, incluso busqué libros occidentales de autoayuda. Pero mi búsqueda no consiguió más que topar con pared.
Mientras tanto, toda esta inquietud espiritual estaba pasando factura a mi salud física. Para 2010, tomaba hasta 40 pastillas al día para tratar diversos dolores y trastornos. Ese año ingresé a la Clínica Mayo en Jacksonville, Florida, para una estadía de diez meses. Durante los fines de semana, viajaba a templos por todo Estados Unidos y seguía predicando sobre un Dios «más grande».
Después de mi recuperación, planeé una visita a la India para encontrarme con Guruji. Pero mis dudas sobre su divinidad se intensificaron después de que un swami de muy alto rango me informara que toda la doctrina había sido inventada para estructurar el movimiento. Mi corazón se hundió aún más cuando verifiqué esta afirmación con otras figuras destacadas.
Al aterrizar en Mumbai, me enteré de que Guruji estaba molesto por el cambio en mi teología. Quería limitar mi influencia enviándome a aldeas remotas de la India. Por primera vez me atreví a poner resistencia y se produjo un tenso debate. Finalmente, con un profundo suspiro, le dije a Guruji que quería dejar el sacerdocio.
El silencio congeló la habitación. Después de lo que pareció una eternidad, Guruji exclamó: «¡Bueno! ¡Vete! ¡A donde quieras ir, simplemente vete!».
No sabía adónde iría, ya que mis padres se habían mudado de Londres. Un amigo hindú me llevó a su hotel en el barrio de South Kensington de la ciudad. Decepcionado y herido, puse de lado todo concepto de Dios y comencé a buscar trabajo.
Semanas después, sin embargo, estaba paseando por una calle, perdido en mis pensamientos, cuando de repente vi una hermosa iglesia. Era un domingo por la mañana. Cuando entré por la puerta principal, la presencia de Dios cayó sobre mí como una manta reconfortante. En el mismo momento, escuché otro susurro inconfundible que decía: Estás en casa.
Subí las escaleras y me senté en un banco. Disfruté de la música de adoración y, extrañamente, el sermón tuvo sentido para mí. Salí de la iglesia con una emoción inexpresable. Ese día, mi corazón le dijo sí a Jesús y le entregué mi vida.
Sin embargo, rápidamente me di cuenta de que necesitaba someterme a una gran desintoxicación, tanto espiritual como emocional. Una de las lecciones más difíciles desde el principio fue aprender a descansar en el amor de Dios. Como sacerdote hindú, estaba acostumbrado a pensar que solo podía agradar a Dios mediante mi propio esfuerzo espiritual. La transición de tener una religión a tener una relación fue muy incómoda, pero maravillosamente gratificante.
Solo por la gracia de Dios he recorrido un largo camino en poco tiempo. Estoy agradecido de que Jesús me sanara de la vergüenza, la culpa, el resentimiento y la ira. Sobre todo, estoy agradecido de que haya seguido tocando la puerta de mi corazón, con paciencia, hasta que finalmente se abrió.
Rahil Patel es el autor de Found by Love: A Hindu Priest Encounters Jesus Christ. Es orador y tutor en el Centro de Apologética Cristiana de Oxford.