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¿De qué le sirve a un cristiano proteger una institución, si pierde su alma?

La ambición debe tomar un lugar detrás de la conciencia.

Christianity Today July 28, 2023
Ilustración por Ūla Šveikauskaitė

El difunto pastor Eugene Peterson, en una carta a su hijo, también pastor, escribió que el problema principal para el líder cristiano es asumir la responsabilidad, no solo de los fines, sino también de los «medios y formas» por medio de los cuales guiamos a las personas a perseguir esos fines. «Las tres tentaciones a Jesús por parte del diablo tenían que ver con formas y medios», escribió. «Cada una de las metas del diablo fue una meta excelente. El diablo estableció una visión insuperable. Pero las formas y los medios eran incompatibles con los fines».

Losing Our Religion: An Altar Call for Evangelical America

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272 pages

$14.20

Como dijo Peterson, el discipulado al que Jesús nos llama es uno «dirigido tanto de forma personal como colectiva, en el cual tanto el interior como el exterior son continuos. Una vida en la que seamos cuidadosos y atentos tanto al cómo como al qué».

Peterson sugirió que esto se debe a que «si vamos a vivir la vida de Jesús, simplemente tenemos que hacerlo a la manera de Jesús; después de todo, Él es el Camino, así como la Verdad y la Vida». No hay cláusulas que permitan un escape de emergencia de vivir a la manera de la cruz.

Lo que parece ser popular en este momento no es tanto el evangelio de la prosperidad, sino más bien el evangelio de la depravación. En este evangelio de la depravación, los llamados en torno al carácter o las normas morales no son confrontados con apelaciones de «¡No culpable!», sino que son desestimadas con respuestas del tipo «¡Sean realistas!».

Sin embargo, este evangelio de la depravación trata de atraernos. No importa si lo adoptamos directamente, con regocijo ante la crueldad y la vulgaridad, o si nos lleva al tipo de cinismo que simplemente no espera que llegue algo mejor.

En ese camino se encuentra el nihilismo. De pronto te encontrarás en situaciones —o es posible que ya hayas estado en una de esas situaciones— en las que tienes la responsabilidad de hacer que una institución rinda cuentas. Quizás sea en algo tan simple como en tu carácter de votante. Quizás solo te encoges de hombros y brindas tu consentimiento a cualquier persona que tu partido apoye. Sin embargo, con el tiempo, eso te cambiará. Tal vez sea en tu carácter de miembro de una iglesia, o como parte de alguna denominación o ministerio cristiano.

No confundas talento con carácter, ni en ti mismo, ni en cualquier otra persona. No debes esperar que tus líderes no tengan pecado. Pecarán, pero hay una diferencia entre un ser humano que peca y se arrepiente, y un claro patrón de corrupción. Si se trata de esto último, tendrás que preguntarte cómo abordarlo. ¿Deberás permanecer donde estás y tratar de efectuar un cambio? ¿O será mejor que te marches y encuentres un nuevo lugar para vivir y servir? No sé. Gran parte de eso depende de factores que a menudo simplemente desconoces. Te sugiero que te preguntes dónde están tus vulnerabilidades.

¿Eres el tipo de persona que normalmente abandona una situación inmediatamente? Si es así, encuentra todas las razones por las que deberías quedarte y hacer cambios antes de irte. ¿Eres el tipo de persona que tiende a adaptarse a las situaciones, ya sea por obligación, lealtad o nostalgia? Si es así, considera seriamente irte.

La rendición de cuentas de nuestras instituciones es importante. Ellas son las que nos forman en lo que consideramos «normal». Cuando un comportamiento terrible comienza a sentirse normal para ti, no eres el único que está en peligro.

La conciencia es más que un indicador interno que dice: «Haz lo correcto». La conciencia es una forma de saber (así como la razón, la imaginación y la intuición) que está profundamente arraigada en la psique humana.

La conciencia nos alerta sobre el hecho de que vivimos en un cosmos moralmente estructurado, y que nuestras vidas van en una línea de tiempo que nos está llevando hacia un día en que vamos a dar cuentas (Romanos 2:15-16); un día en que nos sentaremos en el tribunal ante Aquel que soportó, por nosotros, su propio tribunal (Juan 19:13).

Lo que esto consigue es equipar a una persona para tener una visión a largo plazo del universo y de su propia vida. Con una visión a corto plazo (digamos, unos cien años), uno podría concluir fácilmente que la ambición es el motor de la vida. Uno podría concluir, como lo hacen el salmista y Job, que los despiadados prosperan y que, por lo tanto, el camino a la prosperidad es a través de la crueldad. La conciencia, cuando funciona bien, dirige a la persona hacia una perspectiva más amplia, hacia el día en que todo rendirá cuentas y la vida de uno realmente comenzará.

Todo empieza con ser en lugar de hacer. Eso es precisamente lo que enfatizan los movimientos evangélicos de todo tipo. «Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios, no por obras, para que nadie se jacte» (Efesios 2:8-9). A esto le sigue inmediatamente esto: «Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica» (v. 10).

La moralidad es importante, pero la moralidad está enraizada en la vida, no al revés. Si alguien está en Cristo, sus pecados le son perdonados. Estás crucificado con Cristo y resucitado con Él. No hay nada que puedas ganar por ti mismo. Es por eso por lo que, en el mejor de los casos, el cristianismo evangélico ha señalado la moralidad —o en un lenguaje bíblico, la santificación— como una manifestación de lo que ya somos en Cristo, no como una forma de ganar el favor de Dios.

La moralidad, entonces, se opone al moralismo o al legalismo. Como dijo Martín Lutero: «No nos volvemos justos haciendo obras justas, sino que, habiendo sido hechos justos, hacemos obras justas».

La moralidad debe ser algo definido fuera de la persona y fuera de la situación. La Cruz es un juicio definitivo contra el pecado definido de forma objetiva. Lo mismo sucede con el infierno. El pecado tiene que ver no solo con lo que alguien está haciendo (aunque ciertamente incluye eso), sino también con el tipo de persona en la que se está convirtiendo. Todos tenemos diferentes puntos de vulnerabilidad, por eso los unos tenemos que llevar las cargas de los otros. Observa en tu propia vida dónde están esos puntos débiles. ¿Cuál es la ambición que te impulsa? ¿Quiénes son las personas a las que quieres agradar?

Una conciencia que no funciona está orientada por las prioridades de la ambición, la seguridad y la pertenencia. Así fue como Poncio Pilato terminó crucificando a Jesús. No fue porque estuviera conspirando para ver muerto al Mesías, sino porque «quería satisfacer a la multitud» (Marcos 15:15). Mateo escribe que Pilato «vio que no conseguía nada, sino que más bien se estaba formando un tumulto», así que se lavó las manos para desligarse del asunto (Mateo 27:24). Así es como sucede. Pilato vio que lo que estaba en juego era lo que estaba ganando o perdiendo, ya fuera en ese momento o en el transcurso de su vida. Definió su misión en términos de ambición y seguridad más que en términos de conciencia. Fue así como su conciencia se ajustó a su ambición, y no al revés.

Te puede pasar lo mismo, no importa si trabajas en el departamento de frutas y vegetales de una tienda de comestibles, en una firma de contabilidad, en un gremio de guionistas o como misionero. El instinto será siempre silenciar la conciencia porque no puedes permitirte aquello que te pida hacer —o no hacer—. Ese camino conduce al desastre.

El problema no es que pronto te encontrarás haciendo cosas de maneras que nunca deseaste, sino que no notarás en absoluto cómo estarás haciendo las cosas. Ni siquiera notarás que estás buscando el visto bueno de cualquiera que sea la multitud a la que quieres pertenecer, o de cualquier objetivo que quieras lograr. Solo después de que sea demasiado tarde verás que ya no te reconoces a ti mismo.

Ese clamor por ambición y pertenencia conducirá no a una ausencia de conciencia, sino a una conciencia mal dirigida, que siente vergüenza por lo que no es vergonzoso y no siente nada por lo que sí lo es. La formación del carácter también funciona de adentro hacia afuera. Jesús dijo: «El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal, porque de lo que abunda en el corazón habla la boca» (Lucas 6:45).

Una conciencia tranquila no conduce, como a menudo imaginamos, a la paz interior. Al menos no de inmediato. Una conciencia tranquila es una conciencia que está viva y, por lo tanto, vibra ante las indicaciones de arrepentimiento y redirección, así como ante las súplicas de misericordia. Sin embargo, a la larga, una conciencia tranquila conduce a la paz porque expulsa el miedo.

Si tu ambición es tu estandarte, estarás esclavizado a cualquier cosa que pueda quitarte esa ambición. Si tu pertenencia a un grupo o tribu es tu estandarte, entonces estarás aterrorizado por cualquier amenaza de exilio. Pero si tu misión se alinea con tu conciencia, y tu conciencia se alinea con el evangelio, entonces no tendrás necesidad de vivir con un miedo paralizante, y tampoco tendrás necesidad de vivir en defensa propia.

Por eso Jesús les dijo a sus discípulos: «Así que no les tengan miedo; porque no hay nada encubierto que no llegue a revelarse, ni nada escondido que no llegue a conocerse. Lo que les digo en la oscuridad, díganlo ustedes a plena luz; lo que se le susurra al oído, proclámenlo desde las azoteas» (Mateo 10:26-27).

Si eres consciente de que está por venir un Día del Juicio, no necesitas llamar a tu propio día del juicio ahora. Y si alguien te pide algo a costa de tu integridad, recuerda que el precio será demasiado alto.

Russell Moore es el editor en jefe de CT. Adaptado de Losing Our Religion: An Altar Call for Evangelical America por Russell Moore. Copyright © 2023, de acuerdo con Sentinel, un sello de Penguin Random House LLC. Usado y traducido con permiso.

Traducción por Sergio Salazar.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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