China sufrirá “repercusiones” por sus abusos contra los derechos humanos, advirtió [todos los enlaces en este artículo redirigen a contenido en inglés] el presidente Biden en un evento de CNN en el ayuntamiento el mes pasado. Pero además de asegurar que habrá amonestaciones públicas, no dijo mucho más sobre a qué repercusiones se refiere.
Quizás la reticencia de Biden se debe a la dificultad de “hablar de las políticas públicas en relación a China en tan solo 10 minutos por televisión”, como bromeó en el ayuntamiento. O puede deberse al hecho de que Estados Unidos tiene muy pocas opciones realistas en cuanto a este tema. Sin embargo, hay una alternativa que Biden puede y debería procurar poner en marcha inmediatamente: dar la bienvenida a los uigures, a los hongkoneses y a otros que están llegando a los Estados Unidos como solicitantes de asilo y refugiados que huyen de la opresión de Beijing.
Sin duda Biden ha considerado esta opción. En una declaración por el Día Mundial del Refugiado el verano pasado, prometió “trabajar con nuestros aliados y socios para levantarnos frente al ataque que China ha infringido contra las libertades de Hong Kong, así como la opresión y las detenciones masivas de los uigures y otras minorías étnicas, y abrir un camino para que aquellos que son perseguidos encuentren un refugio seguro en los Estados Unidos y otros países”. Esto suena como si hubiera cierta apertura a imitar el programa del Reino Unido que ofrece ciudadanía a ciertos hongkoneses y que estima atraer a 300 mil personas desde la antigua colonia británica al Reino Unido en los próximos cinco años. Sin embargo, en el evento de CNN en el ayuntamiento, Biden mencionó la conversación sobre China claramente a partir del diálogo precedente sobre la admisión de refugiados. Había conversado con el presidente chino Xi Jinping sobre los uigures, según dijo Biden, lo cual “no [se trata] tanto sobre los refugiados”.
Pero puede ser, y los cristianos deberían esperar que Biden elija la opción del “refugio seguro” como una herramienta única para responder a los abusos de Beijing. Sería una decisión sabia tanto en términos de política práctica como de principios bíblicos.
La realidad política es esta: es fácil hablar de que habrá “repercusiones” por el autoritarismo general de China, por sus medidas enérgicas de represalia en Hong Kong y por el trato genocida del pueblo uigur, el cual incluye, según denuncias, abortos forzados, violaciones, reeducación, campos de concentración, y más. Pero es mucho más difícil definir el alcance de las repercusiones que impondría los EE. UU. considerando que tendrían que cumplir con tres criterios fundamentales: (1) que no causen daño a inocentes; (2) que no generen un riesgo inaceptable de conflicto de altos poderes que pueda extenderse al improbable, pero no imposible, riesgo de iniciar una guerra nuclear; y (3) que efectivamente sirvan para cambiar el comportamiento del gobierno chino.
Consideremos las opciones de siempre. La presión diplomática y las amonestaciones que Biden mencionó son buenas, pero seguramente producirían pocos cambios. Eso no se debe a que la diplomacia sea inefectiva, sino al hecho de que para Beijing, el autoritarismo es uno de los intereses nacionales centrales. Las sanciones generalmente cumplen con el segundo criterio mencionado, pero a menudo causan gran daño a los civiles que no tienen influencia sobre las acciones de su gobierno. Además, la efectividad de las sanciones para cambiar el comportamiento de sus objetivos es sorprendentemente baja. Un estudio importante reveló que, de 85 sanciones aplicadas a regímenes, solo cuatro fueron exitosas y concluyó que “no garantizan el cumplimiento de objetivos cruciales en la política internacional”. Intensificar las sanciones económicas al máximo posible o amenazar con repercusiones militares solo significaría dar inicio a una guerra catastrófica entre las dos fuerzas militares más poderosas del mundo. La guerra no reduciría el sufrimiento ni tampoco aplacaría a Beijing.
Ofrecer refugio a los que huyen de la violencia de Beijing es una opción muy diferente. Es una repercusión sin confrontación. No perjudica a inocentes ni amenaza con empezar una guerra. Si el éxodo de ciudadanos fuera lo suficientemente grande, en especial si son de la comunidad financiera de Hong Kong, con el tiempo podría persuadir a Beijing para que intente apaciguar el deseo de sus ciudadanos de huir. Lo más probable es que Estados Unidos no pueda coercer la política interna de China; sin embargo, nosotros sí podemos brindar a los hongkoneses, uigures y otras víctimas del gobierno chino un refugio si así lo quieren. (Incluso podríamos hacer esto en un contexto político relativamente calmo. Un proyecto de ley sobre una versión reducida de esta idea que estuvo cerca de ser aprobada el año pasado recibió amplio apoyo bipartidista.)
Hay una gran riqueza de principios bíblicos que respaldan la idea de recibir a los oprimidos y perseguidos para que puedan reconstruir una vida nueva con libertad, seguridad y paz. Darles refugio a los uigures y hongkoneses es una forma de “mostrar amor por los extranjeros” (Deuteronomio 10:19), de invitar al forastero y de cuidar “aun al más pequeño”, de “atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones” (Santiago 1:27), y de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Si Washington gobernara como Beijing, ¡probablemente nosotros también querríamos tener un lugar al cual huir!
A los lectores regulares de CT les resultarán conocidos estos argumentos bíblicos. Pero existe otra concordancia que pienso que no proviene tanto de los mandatos acerca de la hospitalidad, sino de nuestro llamamiento general como cristianos a seguir a Jesús con amor abnegado (Efesios 5:1-2).
Existen buenas razones para pensar que recibir a los refugiados de China podría traer beneficios a los Estados Unidos, incluso beneficios económicos. Sin embargo, ubicar refugiados puede ser difícil y costoso. Nos puede parecer que esta propuesta nos exige tomar parte en algo que “no es nuestro problema”. Pero en la medida en que nos da la oportunidad de imitar a Cristo al poner los intereses de otros por sobre los nuestros y al convertir sus problemas en nuestros (Filipenses 2:3-4), podemos destilar la misma esencia del amor de Cristo. Como leemos en Primera de Juan 3:16, “Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos”.
También tenemos el ejemplo del buen samaritano. Nuestra atención al leer esta parábola (Lucas 10:30-37) tiende a estar en que debemos cruzar las fronteras de la enemistad nacional, pero el samaritano también ayudó a solucionar un problema que él no había causado, ni le había perjudicado y que no podía, en un sentido amplio, esperar resolver. No podía hacer nada para que el peligroso camino de Jerusalén a Jericó fuera más seguro. No podía asegurarse de que nadie más fuera asaltado y golpeado allí en el futuro. Pero sí podía hacer algo para ayudar al hombre herido que encontró en el camino, y lo hizo aunque esto le implicó un costo personal.
Nosotros podemos hacer lo mismo en esta situación. No existe un camino despejado hacia el fin de los abusos del gobierno chino, y mucho menos sucederá por orden de los EE. UU. Pero Washington sí puede abrir las puertas del país a los hongkoneses, uigures y a otros que son perseguidos en China, y la Iglesia estadounidense puede estar preparada para recibirlos y servirles cuando lleguen.
Bonnie Kristian es columnista en Christianity Today.
Traducción por Sofía Castillo
Edición en español por Livia Giselle Seidel