Este artículo fue publicado en colaboración con la Conferencia Nacional de Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).
Meses antes de mi boda, mi prometido comenzó una empresa fabricadora de juguetes para crear trabajos en Honduras. Nos mudamos a Tegucigalpa como marido y mujer en el 2010, comenzando nuestra vida juntos en un país con el índice más alto de asesinatos.
Obviamente, pasamos por alto la etapa de la luna de miel. Además del impacto de un nuevo país, idioma, y cultura, enfrenté la violenta realidad de la vida en la capital de Honduras.
Los índices de robo, violación, y asesinato subieron a niveles inimaginables en Los Ángeles, donde vivíamos antes de nuestra mudanza.
Desde el 2010, la empresa tomó vuelo, y nos hemos acostumbrado en la vida de Centro América. Pero la transición nunca me fue fácil. Traté distintos trabajos y ministerios, incapaz de encontrar el perfecto para mí. Batallamos para concebir, y los doctores tanto en Honduras como en EE.UU. no podían adivinar por qué éramos infértiles.
El verano pasado, dejamos los tratamientos para darles a mi cuerpo y corazón un descanso. Y luego, en agosto, me embaracé.
Hace años decidimos que si alguna vez concebíamos, nos quedaríamos en Tegucigalpa para el parto. A pesar de la revuelta política y los temores de salud, incluso el brote de virus transmitidos por mosquitos portadores como el dengue y la chikunguña, creíamos que aquí es donde Dios nos había llamado. Cuando por primera vez escuchamos del virus zika propagarse a lo largo de Honduras y en otras partes de Centroamérica a principios del 2016—como a la mitad de mi embarazo—decidimos no titubear.
Sin embargo el zika rápidamente demostró ser diferente. Además de síntomas como fiebre, sarpullido, y artralgia, se cree que el virus representa graves amenazas para los niños aún no nacidos aunque los investigadores todavía están buscando esta conexión. Las mujeres embarazadas que contraen el zika peligran dar a luz bebés con microcefalia, un defecto que causa que la cabeza y el cerebro sean anormales. No hay inoculación para detener el virus, y los expertos no saben si el peligro está limitado a cierto período durante el embarazo o continúa después del nacimiento. Algunos funcionarios del país han aconsejado a las mujeres a que traten de demorar el embarazo hasta por dos años; muchos pacientes del zika aún no tienen síntomas o se dan cuenta que han sido infectados.
A principio del año, Chris y yo comenzamos a usar guantes largos, pantalones, calcetines, zapatos cerrados, y repelente para mosquitos cada vez que salíamos de la casa. Nuestro doctor midió la cabeza de nuestro hijo en cada ultrasonido.
Durante una sola semana en enero, vimos el número de casos del zika en Honduras subir de 300 a 1,000. Para febrero, eran mucho más que 3,500. Nuestras amistades y familia nos llamaban preocupados: ¿Vendrás a casa? ¿Qué tal si te infectas y tu hijo contrae daño cerebral?
Hace años, decidimos que Honduras sería donde criaríamos a nuestros hijos e invertiríamos en los empleados de la empresa de mi esposo. El partir a causa del zika no sería como cancelar unas vacaciones caribeñas o posponer un viaje misionero de dos semanas. Eso transformaría nuestras vidas.
Hemos pasado los últimos seis años desarrollando no tan sólo una empresa sino también una comunidad de gente para trabajar al lado y alcanzarlos con el evangelio. En los últimos meses, finalmente he encontrado ímpetu con un estudio bíblico para mujeres en la fábrica y tengo planes de comenzar a ofrecer alimentos y educación (o clases) a nuestros empleados. Me parece erróneo salir ahora, especialmente cuando conocemos a otras mujeres embarazadas que enfrentan los mismos riesgos, y que no pueden escoger el salir.
Sabemos lo que muchos hondureños se suponen sobre los norteamericanos: que todos somos ricos, que no estamos aquí por largo tiempo, que podemos irnos cuando nos sea de beneficio. Cuando nuestras amistades nos ruegan regresar a casa, nosotros a su vez pensamos en nuestro equipo y lo que nuestra salida indicaría. La última cosa que queremos demostrar es que nuestra fe depende de nuestras circunstancias.
Antes bien, estos seis años en Honduras me han enseñado lo contrario. En los Estados Unidos, absorbimos la creencia de que Dios nos posiciona para confort, y seguridad. Aquí, estoy aprendiendo que la voluntad de Dios a menudo choca con nuestras preferencias personales. Cuando me mudé a Tegucigalpa, Dios inmediatamente me ajustó a través de incomodidades e inconveniencias. Batallando para aprender español, navegando una nueva ciudad, y observando el crimen me enseñó más sobre quién es Dios y lo que Él quiere para mí y para nuestro matrimonio. Recuerdo esto cuando soy tentada a pensar que puedo controlar el destino de mi familia si opto por el camino seguro.
En estos días a menudo pienso en el misionero del siglo veinte William Borden. Antes de morir de meningitis cerebral a la edad de 25 años, dejó un futuro en la empresa de su familia para compartir el evangelio en la China. A pesar de las amenazas de su padre, nunca regresó a una vida de confort. Vivió bajo el dicho, “Sin reservas, sin retroceso, sin remordimientos.” Nosotros también queremos vivir sin remordimientos.
En cambio, habiendo esperado tanto por la bendición de ser padres, Chris y yo sentimos intensamente el peso de esa responsabilidad. El regresar a los Estados Unidos casi elimina la posibilidad de que yo me infecte con el virus del Zika. Sin embargo trae otros desafíos. Yo dejaría nuestra iglesia y comunidad. Tendría que buscar un nuevo médico y comenzar una nueva serie de clases de preparación para el parto. Aunque Chris me visitaría siempre que le fuere posible, yo iría sola a las citas del médico y a las clases de preparación para el parto. Tal movimiento sería especialmente muy estresante en la etapa en que cada libro de consejos para nuevas madres y otras madres dicen que uno se esté quieta y descanse.
He luchado con Dios sobre cuál opción es motivada por confianza y fidelidad. Finalmente, mi esposo y yo humildemente nos dimos cuenta de todas las cosas que no podemos controlar en nuestras vidas y en la de nuestro bebé. Basamos nuestra decisión en la más grande prioridad que Dios nos ha dado en este momento. Justo ahora, nuestro llamado a ser padres fieles sustituye nuestro llamado a Honduras.
Una vez más, estoy sacrificando la familiaridad y rutina—esta vez por el bien de nuestro bebé.
Confío en que Dios le concederá a nuestro hijo la oportunidad de una vida saludable. Al mismo tiempo, confío en que Dios dirija nuestro equipo en Honduras mientras estamos lejos. Confío en que ninguna de estas cosas depende de nosotros, sino en el Dios en quien se le pueden confiar todas las cosas. El entregarnos completamente significa que Dios puede pedir cualquier cosa de nosotros—ya sea el quedarnos ahí o el salir.
Una vez más, me encuentro preparando dos maletas para viajar a otro país por un tiempo indefinido. Más esta vez, regresar a “casa” a los Estados Unidos es en realidad salir de casa.
Cindy Haughey fue estudiante universitaria en Taylor University y tiene una maestría de Trinity Evangelical Divinity School. Además de trabajar en la empresa de juguetes Tegu, es escritora, oradora, y viajera del mundo.