Esta traducción fue publicada en colaboración con la Conferencia Nacional de Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).
Mientras conducía hacia el sur por la interestatal 65 un día caliente de verano, rumbo a Birmingham, no estaba seguro de lo que había al final de mi viaje de 376 millas. Había pasado diez años maravillosos en Louisville, Kentucky, enseñando en un seminario bautista donde tuve maravillosos estudiantes y colegas. Me encantó lo que hice y mi intención era permanecer allí hasta morir. Pero, una agitación interior profunda—la promoción inesperada de Dios, yo creía—me había puesto en este viaje a un futuro aún desconocido para mí.
Una de las grandes metáforas de la vida con Dios es la de un viaje. El viaje de Egipto a la Tierra Prometida. El viaje de Babilonia a Jerusalén. El viaje de los hombres sabios a Belén. Este tema resuena no solo a lo largo de las Sagradas Escritura sino también en toda la tradición cristiana. Por ejemplo, una de las palabras favoritas de Agustín de Hipona era peregrinatio, el latín para “peregrino,” que aparece casi 100 veces en su obra clásica La ciudad de Dios.
Dentro de la tradición evangélica, podríamos resonar más hondamente con la alegoría de John Bunyan, El progreso del peregrino, donde un personaje llamado Cristiano deja su ciudad natal, se despide de su familia y amigos, y viaja a un lugar donde nunca ha estado. En el camino, cristiano se enfrenta a peligros y demonios de la oscuridad. Pero él sigue caminando hasta que por fin llega a esa ciudad "con fundamentos cuyo arquitecto y constructor es Dios," que puede vislumbrarse pero nunca ocuparse sino hasta que la persona cruza el río de la muerte.
Mi propio viaje empezó en Chattanooga, Tennessee, en 1950. Mi padre era un alcohólico y murió en prisión cuando yo tenía 12 años de edad. Mi madre sufrió de la polio y batallaba para cuidar de mi hermana menor, Lynda y de mí. Por algunos años, Lynda vivió en una casa-hogar para niños, de ministerio cristiano, mientras que yo fui dado al cuidado de dos tías abuelas. Vivimos en una sección de la ciudad llamada “El medio acre del infierno.”
En los años 1950s, antes de la era de los derechos civiles, nuestro barrio ya estaba integrado, ya que los blancos y negros estaban simplemente demasiado pobres para vivir en otra parte. Yo sé lo que es ir a la cama con hambre e ir a la escuela vistiendo ropa harapienta.
Cada domingo, mis tías abuelas me llevaban a una pequeña iglesia bautista cerca del hogar. La adoración era expresiva, las oraciones fervientes, y el amor palpable. Allí aprendí Juan 3:16 y el coro “Cristo me ama, bien lo sé, su Palabra me hace ver.” La escuela dominical era una gran cosa, lo mismo que la predicación. En esa iglesia, me conecté por primera vez con una de las grandes historias de viaje de la biblia: el peregrinar de Abraham y Sara desde el viejo hogar hasta el nuevo, de un país viejo a uno diferente (Hebreos 11:8-16).
A nuestro pastor, el hermano Ollie Linkous, le encantaba predicar de Hebreos 11. Él podría decir las historias de los grandes héroes de la fe mencionados en ese capítulo: Abel, Noé, Jacob, Moisés, Rajab, Gedeón, David, Samuel, y todos los demás. Pero Abraham y Sara causaron una impresión especial en mí.
Con la Palabra de Dios—especialmente la historia de Abraham y Sara—habitando en mi corazón mientras crecía, mi mente empezó a llenarse con preguntas que le preocupaban a muchos jóvenes cristianos: ¿Cómo discierno la voluntad de Dios cuando enfrento una decisión importante en la vida? ¿Debo ir a esta escuela o aquella otra? ¿Me casaré con esta persona, o con alguien más, o permaneceré soltero? ¿Es este el trabajo apropiado para mí?
Algunos creyentes dicen que no debes preocuparte de tratar de discernir la voluntad de Dios. “Dios te dio una mente sana,” dicen ellos, “así que úsala y seguramente harás una decisión sabia.” Pero esa respuesta nunca me satisfizo. El Dios en ese escenario suena como el Dios distante del deísmo—distante del mundo y sin que sus manos lo toquen—más que el intrusivo Dios de la Biblia que interrumpe nuestras vidas.
Como cristiano joven, se me dio buen consejo sobre la dirección divina. “Busca consejo de amigos sabios y santos,” me dijeron. “pasa tiempo en oración y clama la promesa de Santiago 1:5 “si alguno de ustedes tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.” Y “sumérgete en las Sagradas Escrituras, porque la Palabra de Dios es ‘lámpara a mis pies, y lumbrera en mi camino.’” (Salmo 119:105).
He tratado de seguir estos consejos cuando enfrento situaciones difíciles. Y en dos ocasiones distintas, meditar intensamente sobre Hebreos 11:8-16, me ha ayudado en el proceso de tomar decisiones, formando mi vida significativamente.
De la certeza a la confianza
La primera situación ocurrió cuando batallaba para decidir a cuál seminario asistir. Como un muchacho predicador teñido en la lana bautista del sur, todos asumían que yo pudiera escoger uno de los seis seminarios de la denominación. Mi esposa, Denise, y yo visitamos uno y conocimos algunos de los profesores. Pero después de un proceso largo de discernimiento, decidimos cambiarnos a Boston, donde podía asistir a la escuela de divinidades de Harvard.
Innumerables personas me preguntaban, “¿Por qué vas a la liberal Harvard?” Denise y yo sentimos que Dios estaba guiándonos allí, pero no teníamos una verificación infalible por adelantado. La decisión fue difícil. Algunos amigos pensaron que probablemente perdería mi fe si estudiaba en tal escuela. (Esto había pasado a otros, así que su preocupación era legítima.) Otros previnieron que perderíamos toda oportunidad de ministerio por dejar nuestro capullo acogedor denominacional. En este contexto, Hebreos 11:8-16 se pegó en mi mente y mi corazón.
Mientras leía este texto a la luz de la narrativa de génesis (11-25), se hizo evidente que el viaje de Abraham y Sara se hizo en respuesta a un llamamiento: “Por la fe Abraham, al ser llamado, obedeció, saliendo para un lugar” (Hebreos 11:8 NBLH). No se nos dice exactamente como ese llamado vino a Abraham y Sara. Si fue como la zarza de Moisés, brillando con fuego sobrenatural, o como la visión psicodélica de Ezequiel, si susurró una voz a lo largo de un sendero de la montaña, o alguien pronunció sus nombres en el medio de la noche—no lo sabemos. Pero una cosa es segura: el llamado tuvo su origen fuera de ellos. Abraham y Sara no tomaron un examen de personalidad o de dones espirituales y luego decidieron convertirse en peregrinos. Ellos fueron convocados, y ellos lo supieron. También, nosotros, supimos que fuimos convocados.
Pero el viaje, siempre involucra desplazamiento—y usualmente incertidumbre. Me llamó la atención el número de negativas en este pasaje. “y salió sin saber adónde iba (v. 8 NBLH, énfasis mío). Cuando ellos murieron, no habían recibido lo que se les había prometido (v. 13). Vieron la ciudad celestial a la distancia, desde lejos, y por esa razón ellos reconocieron “que eran extranjeros y peregrinos (expatriados) sobre la tierra” (v. 13, NBLH). Sin saber, sin tener, sin recibir, sin poseer. El gran teólogo John Calvin una vez escribió, “no podemos imaginarnos ninguna certeza que no esté teñida de dudas, ni ninguna garantía que no sea asaltada por algo de ansiedad.”
Hay momentos que los seguidores de Cristo quieren cantar con todo el gusto del alma aquel maravilloso himno de Fanny Crosby: “bendita seguridad, Jesús es mío / ¡un anticipo de la gloria divina!” Pero otras veces, el gran himno de John Henry Newman es más apropiado: “guíame, dulce luz, en medio de la penumbra que me rodea, guíame hacia adelante. / La noche es obscura, y lejos de casa estoy; guíame hacia adelante.” Estoy seguro que ese fue el caso de Sara y Abraham. Eso fue lo que pasó ciertamente conmigo y Denise. Dos aspectos de su viaje parecían augurar nuestra propia peregrinación de fe.
El camino de la vulnerabilidad
Primero, su viaje fue un viaje de la certeza a la confianza. En Ur de los caldeos, Abraham y Sara fueron personas de substancia. Considere el número de animales y sirvientes que tenían. Ellos sabían quiénes eran y su lugar en la sociedad. Su sentido de identidad estaba formado, sin duda, por las riquezas, estatus, y privilegios adquiridos a lo largo de generaciones. Pero en el viaje, ellos no podían contar más con tales certidumbres. El peligro del camino requería la disciplina de confiar. Confiar—un tema principal en las Sagradas Escrituras—aparece 134 veces en la Biblia (version en inglés KJV) y básicamente significa “apoyarse en” o “aferrarse a.”
Abraham y Sara también hicieron un viaje de la seguridad a la vulnerabilidad. Ellos se convirtieron en nómadas. Como los Beduinos que todavía viven en el Medio Oriente, fueron habitantes de carpas, mudándose de un lugar a otro, sin ciudad amurallada para mantenerlos a salvo de los merodeadores que buscaban presa fácil.
Durante los siete años que Denise y yo pasamos en Boston—mil millas de distancia de nuestra casa y nuestra familia—aprendimos sobre la confianza y la vulnerabilidad de manera difícil. Nunca olvidaré aquel sentimiento de vacío en mi estómago cuando salí de clases un día para descubrir que habían robado mi carro. Nuestra casa y el edificio de la iglesia adyacente fueron allanadas en cinco ocasiones distintas, los pocos objetos de valor robados. Y la diferencia cultural era enorme: ¡imagínate tratar de encontrar atole de maíz sureño (grits) en una tienda de comestibles de Boston!
En Hebreos, el rol de honor de la fe empieza con Abel (11:4) y concluye con Jesucristo (12:2). Como Abraham y Sara, Jesús también fue un extranjero. Juan 1:14 describe la encarnación de esta manera: “El Verbo (La Palabra) se hizo carne, y habitó [literalmente tiró su tienda] entre nosotros, (NBLH). Aunque Jesús encontró respiro en la casa de sus amigos María, Marta, y Lázaro, su ministerio tomó lugar en el camino. Su vida fue una vida itinerante. Jesús dijo de sí mismo, "Las zorras tienen madrigueras (cuevas) y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza." (Mateo 8:20 NBLH). Al final de su vida, se encontró a sí mismo, como Dietrich Bonhoeffer lo puso, “desplazado del mundo y en una cruz.” Para seguir la vía de peregrinación de Jesús, para tomar nuestra propia cruz diariamente, debemos caminar en su camino de confianza y vulnerabilidad.
Convocado en un cementerio
Después de completar mis estudios en Harvard, me uní a la facultad del Seminario Teológico Bautista del Sur en Louisville. Nuestro tiempo allí fue de lo mejor en nuestras vidas. Amé enseñar y tuve cientos de maravillosos estudiantes. La carrera de escritor de Denise empezó a florecer. Y uno de nuestros beneficios de enseñar en el seminario era el privilegio de ser enterrados en el cercano cementerio Cave Hill. Amaba caminar a través del cementerio y a veces llevé a mis estudiantes en esos “viajes de campo” para estar cerca de los lugares de reposo de los fundadores del seminario y otros santos. Incluso elegí el lugar donde esperaba ser enterrado.
Y luego, un día, recibo una inesperada llamada del presidente de la universidad de Samford, Tom Corts. Él me dijo, “estamos pensando acerca de abrir una nueva escuela de divinidades aquí en Alabama, y queremos hablar contigo sobre ser el decano fundador.” Quedé perplejo. Yo nunca había sido un decano, y nunca había buscado ser uno. Yo era un erudito y un maestro. La administración del seminario era la última cosa que yo, o las personas cercanas a mí, pensarían que iba a hacer. Pero Corts fue persuasivo, Y estuve de acuerdo con tener una entrevista. Conocí al benefactor de la escuela, Ralph Waldo Beeson, y quedé impresionado con su visión sobre la educación teológica.
Frente a la decisión, consulté a amigos, y otra vez tuve una mezcla de consejos. Oré y decidí tomar un día entero en el Cave Hill. Caminé entre las lápidas que había llegado a conocer tan bien. Algunas de ellas eran elaborados monumentos que recordaban a aquellos que habían hecho obras atrevidas de fe. Pero una de mis lápidas favoritas era la del gran erudito del Nuevo Testamento A. T. Robertson. La suya tenía un solo verso escrito: “para mí, el vivir es Cristo y el morir ganancia” (Filipenses 1:21). Hebreos 11:4 dice de Abel que “por la fe, estando muerto, todavía habla” (NBLH). Había una especie de comunión de los santos en el cementerio aquel día, y supe que había venido allí por una cita especial.
Desde temprano en la mañana hasta la puesta del sol, caminé, oré, y leí pasajes de la Biblia una y otra vez. El primero fue el Salmos 119. En estrofas repetitivas, como las olas rompiendo contra la costa, el salmista exalta la Palabra de Dios. Este salmo es un himno a los justos juicios del Señor, a sus testimonios, estatutos, preceptos, promesas y mandamientos. La Ley de Dios, se nos dice, es una expresión de su inquebrantable amor y fidelidad. Ese día en el cementerio, mi sentido de vocación fue confirmada a medida que permití que este salmo me formara.
También leí y recité una vez más la historia de Abraham y Sara. Cuando ellos fueron llamados por Dios, obedecieron, sin saber a dónde iban, sin haber recibido las cosas prometidas, pero viendo desde lejos y confiando que Dios podía dirigirlos al fin a esa ciudad con fundaciones cuyo constructor y hacedor es Dios (Hebreos 11:10).
Mientras conducía de Louisville a Birmingham para empezar el trabajo de la escuela de divinidades en Beeson, el primero de enero de 1988, no podía decir que estaba libre de punzadas de duda. Pero estaba seguro de dos realidades: que la Palabra de Dios permanecería para siempre, porque sus promesas no pueden fallar, y que yo una vez había sido convocado por el mismo Dios que llamó a Abraham y a Sara para levantar las estacas de su tienda y salir a lo desconocido.
Más de 25 años después, aquellas convicciones todavía me sostienen.
Timothy George es el decano fundador de la escuela de divinidades Beeson de la universidad de Samford y el editor general de Reformation Commentary on Scripture (IVP academic).