Este artículo fue publicado como parte de una colaboración previa entre Christianity Today y la Conferencia Nacional de Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés). Esta es una versión editada de la publicación original.
Como una niña latina que creció en los Estados Unidos, recuerdo claramente la Navidad como una época en que mis abuelos, tías, tíos, primos y amigos cercanos se reunían en la casa de mi tía. A pesar de la situación económica de cada familia en particular, los problemas relacionales y el dolor que cargaban, teníamos una gran expectativa de lo que el día traería consigo. Al entrar a la casa, éramos recibidos con una línea de ensamblaje de ingredientes para hacer tamales, y el aroma a masa y a varias carnes cocinadas en la estufa impregnaban la atmósfera. Los miembros de la familia se saludaban con besos y abrazos. Algunos duraban más tiempo abrazados que otros, ya que esta era la única vez que se habían visto durante todo el año. Sonidos de melodías de salsa colombiana, cumbia y vallenato, acompañados de cantos apasionados envueltos en toda clase de conversaciones, marcaban el tono del resto de la tarde.
La comida era el común denominador que resaltaba la unidad entre la familia. En ese momento, no importaba si no había suficiente dinero para cubrir los pagos de la semana anterior o si había conflicto en algunos de los matrimonios. Lo importante era que nuestra familia estaba unida, de común acuerdo, trabajando por un objetivo. Estábamos decididos a preparar los tamales en preparación para la Nochebuena. Los tamales cerraban la brecha entre las generaciones, ya que miembros de la familia de todas las edades estaban presentes en la línea de montaje. Algunas mamás llevaban sobre sus caderas a sus bebés, mientras otros niños saboreaban deliciosas muestras de pollo que les habían dado sus abuelos y bisabuelos. Mi abuela encontraba su máxima satisfacción en compartir sus secretos para el tamal perfecto. Ese fue el legado que ella quería dejarnos.
Los tamales no solo eran un puente para las generaciones de nuestra familia, sino que eran la base de nuestra celebración navideña. Los tamales son el recuerdo vívido de la unidad de nuestra familia durante la época navideña. Del mismo modo, muchos de nosotros llevamos en lo profundo de nuestros corazones diversos recuerdos especiales de las tradiciones navideñas. Para algunos, puede ser caminar por decorados centros comerciales comprando regalos para nuestros seres queridos. Para otros, tal vez sea estar sentados alrededor de un árbol de Navidad disfrutando del delicioso olor de las galletas recién horneadas saboreando un delicioso chocolate caliente, o estar reunidos alrededor de la chimenea de leña para cantar villancicos.
Asimismo, es evidente cuando llega la temporada navideña a nuestras iglesias locales. Los pastores nos alientan y desafían apasionadamente al compartir las diferentes perspectivas sobre el relato bíblico del nacimiento de nuestro Señor y Salvador. Los ministerios de niños usan su creatividad para narrar historias sobre cómo no había lugar para Jesús en la posada y cómo nació en un pesebre desordenado. Los equipos de adoración eligen cuidadosamente conjuntos de canciones centrados en esta gloriosa celebración para mejorar la experiencia de la iglesia. Todas estas piezas se unen con el propósito de declarar que «¡Cristo ha venido!».
Debido a que esta es una declaración tan poderosa, merece un tiempo de reflexión personal. Cuando Cristo ha entrado en nuestras vidas, es casi imposible que no experimentemos algún tipo de cambio. Cuando miramos nuestra vida en su estado actual, ¿podemos decir genuinamente que Cristo ha venido? ¿Lo hemos invitado a entrar al caos de nuestros corazones? ¿O simplemente ha sido una parte superficial de nuestras festividades? Independientemente de la situación en que nos encontremos, Cristo ha venido a darnos una vida abundante (Juan 10:10). Él ha llegado a ser parte de nuestro desorden y a tratar con la parte más interna de nuestro ser. Él ha venido para reparar a los quebrantados de corazón (Salmo 147:3). Él ha venido para sanar a los enfermos y resucitar a los muertos (Mateo 10:8). Él ha venido a perdonarnos de todos nuestros pecados y limpiarnos de todo mal (1 Juan 1:9). Muchas veces, estas promesas, entre las miles de innumerables promesas de Dios, se escuchan con frecuencia en nuestras iglesias o las leemos en su Palabra. No obstante, pueden ser un sonido distante en nuestro entorno, en lugar de una fuerte resonancia en la vanguardia de nuestras vidas.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cómo podemos llegar a un lugar donde la declaración que anuncia que Cristo ha venido se convierta en una realidad en nuestras vidas? Primero, tenemos que hacer una pausa y evaluar nuestros corazones. ¿Tenemos problemas sin resolver que necesitan escuchar que Cristo ha venido? Cuando permitimos que Cristo escudriñe nuestros corazones, espiritualmente hablando, tenemos que estar listos para que salgan a la superficie los residuos del pasado.
Esto no siempre es tan sencillo como nos gustaría que fuera. Podemos frustrarnos fácilmente con la idea de que ya hemos intentado tratar con esa preocupación en particular y desestimamos su importancia. La exploración espiritual de nuestros corazones también puede detectar los problemas presentes y los temores que, sin saberlo, tenemos de nuestro futuro. En cualquier caso, estar abierto a la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas es la clave. Él destacará aquellos asuntos que necesitan nuestra atención. En segundo lugar, debemos estar dispuestos a actuar. Se requiere acción para vivir una vida abundante (Santiago 2:17). No es suficiente simplemente determinar que algo necesita nuestro cuidado. Tenemos que estar en sintonía con la voz del Espíritu Santo que nos dirá cómo proceder y ser obedientes a su dirección.
Mientras nos preparamos para celebrar el nacimiento de nuestro Salvador y disfrutar de unos deliciosos tamales, podemos recordar claramente que, dondequiera que nos encontremos «en la línea de montaje de la vida», Cristo ha venido a darnos esperanza y a caminar a la par de nosotros. Cristo ha venido a dejarnos su legado para que vivamos un pedacito del cielo mientras estamos aquí en la tierra. Que esta no sea la única época del año en que abrazamos que Cristo ha venido. Por el contrario, saboreemos su bondad todo el año (Salmo 34:8). Mi oración es que seamos intencionales en este tiempo de Navidad y que experimentemos que Cristo ha venido en todas las áreas de nuestras vidas. ¡Feliz Navidad! ¡Cristo ha venido!
Tanya Paniagua es ministra licenciada con las Asambleas de Dios y consejera pastoral en la iglesia 7th Street Church en Long Beach. Al momento de escribir este artículo, se preparaba para obtener un doctorado en Cuidado Comunitario y Consejería Pastoral. Está casada con Rudy Paniagua y tienen cuatro hijos.