Entro en un casino de los Apalaches un viernes por la noche y todos mis sentidos se dilatan ante la avalancha de estímulos.
Fuera del casino, hacía fresco y el crepúsculo descendía sobre un tranquilo estacionamiento lleno de camionetas tipo pick-up, sedanes y una limusina. Venus apenas se veía en el cielo.
En el interior, tras subir por una escalera mecánica hasta un amplio vestíbulo, todo parece envuelto por un sonido similar al graznido de un águila o al silbido de un misil que se precipita hacia la tierra, mientras la voz de Olivia Rodrigo canta sobre mi cabeza en inglés: «Bueno, me alegro por ti, pareces feliz y saludable. Yo no, por si alguna vez te has preocupado por preguntar».
La sala es tan grande que parece que se pudiera medir en acres: pasillos y pasillos de juegos con cientos de personas jugando con patrones de zumbidos y números, clics y colores —colores aparentemente infinitos, todos ellos neón—, y cada individuo en cada máquina tiene un ritmo personal; cada uno totalmente absorto en el delimitado mundo del juego.
Las máquinas anuncian sus mundos con palabras que se suceden como los conjuros de las brujas en Macbeth: doble-doble, fénix, dragón, encrucijada del búfalo, fénix (otra vez), platinum, champagne, robo del tren, cash-cash-cash. Personas ligeramente ebrias se animan mutuamente en una mesa de blackjack, donde la apuesta mínima es de 25 dólares. En la mesa de al lado, un hombre con una camisa de puntos juega solo frente al crupier. Dos mesas más allá, una camarera vestida de negro sirve bebidas.
El casino nunca cierra. Un mes de este mismo año, recaudó 21 millones de dólares después de pagar las ganancias de los jugadores. Otro mes, ganó 19 millones. La gente de esta ciudad tiene un ingreso promedio de 44 700 dólares al año. El juego continúa sin cesar.
Atrás quedaron los días en que el juego era algo que ocurría en Las Vegas y se quedaba en Las Vegas. «Estados Unidos es ahora un gran casino», informó Business Insider en 2024. La mayoría de los estadounidenses viven a menos de una hora de las máquinas tragamonedas, las mesas de blackjack y los dados. Hay más de 1000 casinos en todo el país, y se prevé que este año y el próximo se abran más en varias áreas metropolitanas importantes, como Dallas-Fort Worth, Nueva York y Chicago.
El juego en Estados Unidos tampoco se limita a los casinos. Cuarenta y cinco estados tienen loterías gestionadas por el gobierno, lo que convierte a todas las gasolineras y tiendas de comestibles en lugares donde se puede apostar. En internet, se puede apostar por acontecimientos de la vida real, como si Estados Unidos entrará en recesión, el resultado del cónclave papal o el destino del matrimonio de Jay-Z y Beyoncé.
Luego están las apuestas deportivas. Estaban prohibidas por la ley federal de Estados Unidos hasta 2018, cuando la Corte Suprema dictaminó que los estados podían permitirlas si querían. Ahora están disponibles en 38 estados. Es el nuevo pasatiempo favorito del país. Olvídate del béisbol. Olvídate del fútbol americano, el baloncesto, el hockey, el fútbol, el golf, el tenis, las artes marciales mixtas, la NASCAR. La gente ahora ve los deportes no por el espectáculo, sino para apostar por los resultados. El dinero de las apuestas se ha multiplicado por más de diez en tan solo cinco años, pasando de 13 000 millones de dólares en 2019 a 148 000 millones en 2024.
Sin duda, hay cuestiones morales y de política pública que plantear sobre todo esto. Pero, al entrar en el casino a menos de una hora de donde vivo, me asalta la pregunta más básica acerca del deseo humano. ¿Qué quieren exactamente los estadounidenses cuando apuestan?
Sospecho que la respuesta es espiritual. Para mí, al menos, todo este juego suena como una oración descontrolada y mal dirigida.
Philip es un adicto al juego en recuperación que trabaja en una línea de ayuda para jugadores con problemas. Se puso en contacto con CT después de que informáramos [enlaces en inglés] sobre lo poco que están haciendo los evangélicos para hacer frente al crecimiento de las apuestas deportivas, con la esperanza de compartir su historia. Philip solía apostar en deportes desde su teléfono. Ganó durante un tiempo, pero luego perdió y perdió, siguió perdiendo y no pudo parar.
Todavía podría perder aún más. Se enfrenta a la posibilidad de años en prisión por haber malversado dinero de su empleador —más de 1.2 millones de dólares en cuatro meses— para seguir apostando. Al reflexionar sobre cómo la situación se salió de control, Philip cree que hubo una razón espiritual. Su adicción al juego era un anhelo mal encaminado.
«Recurrí a ello para darme algo, algo que llenara un vacío en mí», me dijo Philip. «Creo que toda adicción es una crisis espiritual. Es intentar obtener del mundo algo que solo Dios puede darte».
San Agustín estaría de acuerdo. El gran obispo africano dijo que este es precisamente el problema humano básico: buscamos lo eterno en lo transitorio. Queremos a Dios, pero no sabemos dónde buscarlo. Miramos a nuestro alrededor y vemos cosas, pero las cosas siempre están cambiando, son mutables, inquietas, y nosotros también lo somos. Miramos dentro de nosotros y vemos nuestro anhelo, nuestra lujuria y nuestro deseo. Pero ni siquiera nuestros deseos son estables. Creemos saber lo que queremos, pero luego, en un cambio de sombra, en un giro de carta, se nos escapa.
«Extiende la red de tus deseos insaciables, tú que codicias», predicó una vez Agustín. «Que todo lo que puedas ver sea tuyo; que todo lo que esté bajo el agua y no puedas ver sea tuyo. Cuando tengas todo esto, ¿qué tendrás en realidad si no tienes a Dios?».
Es fácil perderse en el anhelo. Los estadounidenses lo han estado haciendo mucho últimamente, extendiendo sus redes espirituales y atrapando todo tipo de cosas que no son Jesús. La identificación con la religión organizada está en declive en Estados Unidos, como lo ha estado desde que tengo uso de razón. Pero Estados Unidos no se ha convertido en una nación de secularistas y empiristas, que solo creen en lo que pueden ver, tocar y probar. En cambio, hay una efusión de esoterismo y reencantamiento.
Ilustración de Mark PerniceEl país está inundado de experimentos con conexiones cósmicas: conexión a tierra, cristales, yoga, chakras, canalización, astrología y más. La gente juega y prueba diferentes ideas sobre el significado último e intenta conectarse con el orden del universo para experimentar la plenitud personal. Persiguen rumores de ángeles, buscan a los exorcistas de TikTok, tienen revelaciones divinas con inteligencia artificial y piensan que tal vez los vampiros son reales.
El sociólogo Christian Smith llama a esta creciente experimentación espiritual occulture o cultura del ocultismo. Hoy en día, dice, «una serie de ideas paranormales, mágicas, ocultistas y de la Nueva Era» han entrado en la vida cotidiana. En la investigación para su libro más reciente, descubrió que casi la mitad de los estadounidenses cree que la reencarnación podría ser real. Alrededor del 20 % opina lo mismo sobre los hechizos mágicos y las maldiciones. Una cuarta parte de las personas de su estudio cree firmemente en los espíritus de la naturaleza o las energías espirituales, y casi el 40 % está convencido de que existe una fuerza universal como el karma, que recompensa el bien y el mal y mantiene el equilibrio. Casi la mitad dice estar abierta a la realidad de los amuletos de la suerte, los números de la suerte y los símbolos de la suerte.
Quiero incluir el juego en esta misma categoría cultural. Para muchos jugadores, jugar a las tragamonedas, comprar un número de lotería o apostar en competencias deportivas es un intento de encontrar lo inmutable en lo mutable, de aferrarse a algo que de alguna manera sea permanente en los patrones que cambian sin cesar.
Brian Koppelman ha hablado del juego en términos espirituales. Escribió la película sobre póquer Rounders, la película sobre el robo de un casino Ocean’s Thirteen y el programa de televisión sobre torneos de póquer Tilt. Es judío por cultura y ateo, pero también practica la meditación trascendental. Y cree que el juego es, en cierto sentido profundo, espiritual. «Para las personas no religiosas», dijo, «es como una forma de lidiar con Dios».
No se trata solo de ganar dinero. El estadístico Nate Silver dice que a los jugadores serios y exitosos les gusta ganar, por supuesto. Pero lo que les encanta es el riesgo. Pones tu dinero en un juego, subes las apuestas y, de repente, todo lo demás queda bloqueado: el juego es lo único que importa en el mundo.
Esta es también la experiencia de los jugadores que no ganan. La antropóloga Natasha Dow Schüll dijo que cuando empezó a estudiar a los jugadores adictos a las máquinas tragamonedas, supuso que estaban engañados y que de alguna manera les habían hecho creer que podían vencer a la probabilidad. Ellos le dijeron que no era así en absoluto.
Lo que los jugadores querían, más que nada, era estar en sintonía con el juego. El juego les permitía concentrarse y bloquear al mundo sus problemas, incluidos los propios (aun los problemas creados por el juego). Se fusionaban con el ritmo de la máquina tragamonedas y hacían lo que fuera necesario para permanecer concentrados.
«No me importa si toma monedas o paga monedas», le dijo alguien a Schüll. «El trato es que cuando pongo una nueva moneda… se me permite continuar».
Otro dijo: «Me siento conectado a la máquina cuando juego, como si fuera una extensión de mí mismo, como si físicamente no pudieras separarme de la máquina».
En el casino, saco mi teléfono para tomar notas y me doy cuenta de que soy el único. Nadie más tiene el teléfono en las manos. Todos están concentrados.
Miro hacia una mesa de blackjack donde todos los jugadores parecen estar perdiendo. Hacen sus apuestas: 25, 25, 25, 50 y 25 dólares. El crupier tiene un jota y un as, 21, y se lleva todo su dinero. Vuelven a intentarlo: 25, 25, 25, 50 y 25 dólares. Esta vez, el crupier se lleva las fichas de cuatro de los cinco, y todos vuelven a apostar, poniendo sus fichas: 25, 25, 50, 50, 25.
Ninguno tiene el teléfono boca abajo sobre la mesa para echarle un vistazo entre turnos. Nadie se lleva la mano al bolsillo, que yo vea. Están metidos en el juego. No hay distracciones.
Parece que están meditando. Todo a su alrededor cambia, se transforma, gira, sin detenerse. Solo el ruido del lugar es abrumador. Pero tú estás ahí sentado como si te hubieras aferrado a algo atemporal y como si nunca, jamás, quisieras apartar la mirada.
Me quedé sin dinero en mi tercer año en la Universidad de Hillsdale y tuve que abandonar mis estudios. Me mudé a Pensilvania, donde un amigo mío iba al seminario, y conseguí un trabajo en la tienda de una gasolinera.
Lo que hacía principalmente era vender billetes de lotería: rasca y gana, powerball y sorteos dos veces al día en los que la gente apostaba por adivinar un número de tres o cuatro dígitos. La gente me leía sus listas de números y yo los tecleaba en una máquina y los imprimía. A la gente le gustaba jugar al 222. Muchos apostaban también al 215 y al 610, que eran los códigos de área locales. Jugaban con fechas importantes (cumpleaños, aniversarios) y números que simplemente les gustaban.
A veces, al final de su lista habitual, los clientes añadían un número solo para ese día. Recuerdo una tarde de domingo en la que una mujer negra de mediana edad entró y me dio su lista, añadiendo: «Y dame el 828 y el 829».
«De acuerdo». Hice una pausa y luego pregunté: «¿Por qué esos números?».
«Es lo que predicó hoy el pastor», respondió. «De Romanos: “Todas las cosas ayudan”».
Luego dijo: «Uno más, dame el 3399».
«¿Por qué ese?».
«Una mujer de la iglesia tenía un vestido nuevo y le dijo a todo el mundo que lo había comprado en rebajas por 33.99».
Había otro cliente, un hombre blanco con nombre italiano que tenía un negocio de aire acondicionado. Compraba gasolina y apostaba al número de galones que compraba. Una vez me preguntó dónde vivía y, cuando le dije mi dirección, jugó ese número. Al día siguiente, el número salió en el sorteo, pero los dígitos estaban en un orden diferente, y dijo que se arrepentía de no haber jugado todas las combinaciones posibles.
Las personas que jugaban a la lotería en la gasolinera se movían por el mundo buscando números. Quizás pensaban que el universo hablaba en números y que, si se concentraban y escuchaban, si realmente escuchaban, podrían aprender a alinearse con su vibración.
A veces, la información les llegaba a través de los textos de los sermones —si bien no con el mismo significado que yo le habría dado—, otras veces, a través de conversaciones con vecinos, o en la matrícula aleatoria del carro que estaba frente a ellos cuando estaban atrapados en el tráfico. Cuando ganaban, era como si sintieran que el cosmos les decía que sí. Como si el patrón secreto los afirmara y los bendijera. No sé cómo interpretar esto, salvo como una especie de misticismo, experimentación espiritual o «cultura del ocultismo».
Hay momentos en la historia en los que el cristianismo deja de parecer plausible para ciertos grupos de personas. Amplios sectores de la población comienzan a dudar de la veracidad de la teología y, lo que es más grave, de la eficacia de las prácticas y disciplinas religiosas de la vida cristiana. Ir a la iglesia parece una pérdida de tiempo. La oración se siente vacía y rutinaria. Escuchar a los ministros parece inútil.
Muchos lo abandonan todo. Otros siguen adelante, impulsados por la tradición y la obligación, si no por una experiencia personal de transformación. Sin embargo, el profundo deseo de conectar con lo eterno en lo transitorio permanece en todos, por lo que la gente empieza a aferrarse a tecnologías espirituales alternativas.
Históricamente, el juego parece aumentar en épocas de creciente desconfianza hacia el cristianismo tradicional, la religión organizada y las autoridades religiosas. Cuando muchos estadounidenses son espirituales pero no religiosos, cada vez más personas se arriesgan con el azar.
El historiador Jackson Lears afirma que los protestantes blancos de Estados Unidos en el siglo XIX se volcaron en masa al juego cuando las ideas sobre la providencia divina comenzaron a perder su influencia en la imaginación popular. Cuando los ministros puritanos perdieron el poder político en Connecticut, por ejemplo, las ventas de billetes de lotería aumentaron. El joven P. T. Barnum, en su época anterior al circo, recordaba haber vendido billetes tan rápido como podía imprimirlos. Cuando los ministros recuperaron parte de su poder político unos años más tarde, una de las primeras cosas que hicieron fue cerrar las loterías, arruinando el floreciente negocio de Barnum.
Para esos puritanos, la lotería parecía una especie de herejía. No era solo una diversión frívola o un desperdicio de dinero, sino una afirmación teológica encubierta para adivinar un patrón detrás de los números, obteniendo de alguna manera un acceso secreto a la mente de Dios. Tal vez, decían los ministros, hubo un tiempo en que discernir la voluntad de Dios significaba echar suertes, pero eso era cosa del pasado. Ahora, si querías conocer la Providencia, debías buscar en las Escrituras y preguntarle a un ministro.
Pero cuando la gente no confiaba en esos ministros ni en su capacidad para explicar el orden del diseño divino, se interesaba mucho por los juegos de azar. Después de la Guerra Civil, el ministro unitario Octavius Brooks Frothingham se horrorizó al descubrir que las iglesias estaban vacías, pero los casinos llenos.
Entró en un establecimiento de juego y vio a un hombre jugar a la ruleta mientras sostenía una pequeña caja, con la parte inferior pintada mitad de rojo y mitad de negro. El hombre tenía una araña en la caja y observaba si la araña se iba al lado rojo o al lado negro. Así es como apostaba su dinero.
El hombre no habría escuchado a Frothingham ni a ningún otro ministro que le dijera cómo gastar su dinero o qué hacer con su vida. Pero confiaba en una araña. O en una baraja de cartas. O en un par de dados. Estaba jugando, pero no eran solo juegos, según Frothingham. La caja de dados era, para ese hombre, «la caja de dados del destino». A Frothingham le pareció una nueva espiritualidad.
El historiador Jonathan Ebel descubrió que una espiritualidad similar surgió entre los soldados estadounidenses que combatieron en la Primera Guerra Mundial. Las autoridades religiosas respetadas, los prominentes ministros protestantes de la nación, explicaban los horrores de la guerra en términos de violencia redentora y sacrificio heroico. Se trataba de una cruzada por la democracia y una guerra para acabar con todas las guerras. Por eso decían que cada muerte era sagrada, eficaz y significativa.
Pero muchos de los que vieron la muerte de cerca no podían resolver lo que sucedía en la batalla con esa teología. Nada de eso parecía tener sentido. Una persona moría, otra vivía, y era aleatorio. Así que recurrieron a una espiritualidad alternativa basada en la suerte.
Algunos soldados relataron experiencias sobrenaturales. Un chico de Massachusetts llamado Elmer Harden, por ejemplo, vio a un ser de otro mundo. Se lo describió a su madre como un hombre-ángel. «Supe que era [el dios] Azar», escribió, jurando que no había sido su imaginación ni un pensamiento fantasioso, sino la verdad tal y como él la había experimentado. Dijo que sobrevivió a la batalla solo gracias a este ser. «Mi fe en él… era completa», dijo Harden. «Él era mi Dios».
Según Ebel, ese tipo de experiencia sobrenatural era inusual, pero muchas personas tenían la sensación de poder detectar una fuerza divina en la aleatoriedad del campo de batalla. Al dejar de creer que el orden del universo podía descubrirse escuchando sermones, se volcaron en experiencias fortuitas, convencidos de que de alguna manera podrían descubrir su propia elección en medio del caos y la confusión.
Esa es la misma espiritualidad que vi en los jugadores de lotería de la gasolinera. Querían tocar a Dios, aunque no lo expresaran así. Querían estar en sintonía con la verdad inmutable que se esconde detrás de todas las cosas efímeras que podían ver. Y pensaban que podían hacerlo si elegían los números correctos.
En el casino, veo a un grupo de tres amigos de veintitantos años jugar al blackjack. Uno de ellos, un chico bajito y musculoso con una camiseta negra, gana una mano. Sus amigos le dan palmadas en la espalda y los hombros, y exclaman «¡Kyle!» en señal de felicitación. Luego juegan otra mano. Kyle apuesta una pila de cinco o seis fichas. Gana, duplicando sus 200 o 225 dólares con una mano de 20 frente a los 17 del crupier.
Los amigos de Kyle estallan en gritos y uno de ellos casi lo empuja de su taburete. Él solo sonríe. Es la sonrisa, creo, de alguien que siente que ha sido elegido. Ha encontrado su resonancia con el universo y sonríe como alguien seguro de que su elección ha quedado asegurada.
Dan odia esta idea. Es un jugador profesional que abandonó un programa de doctorado en teología para jugar al blackjack. Antes de eso, estaba en otro programa de posgrado estudiando filosofía moral, donde aprendió a jugar al póquer. Conozco a alguien que fue a la escuela con él. Le hice mi pregunta. ¿Tiene sentido considerar el juego como una forma de espiritualidad?
Dan hizo un sonido de queja. «No me gustan los casinos. Hay muchas vibras deprimentes y terribles. Si eso es espiritual, diría que no, gracias», dijo.
Dan pasa mucho tiempo en los casinos. Viaja por todo el país jugando al blackjack y ganando. Pero lo que más siente al apostar es tristeza. La reprime para seguir jugando. Para ser un jugador profesional, dijo, hay que controlar lo que uno siente.
Según Dan, algo que hace una gran diferencia entre ganar y perder es lo bueno que es un jugador al evitar «fugas». Una fuga es lo que él llama cualquier hábito que te hace perder dinero: beber demasiado, apostar de forma más impulsiva después de perder una mano, o dar dinero a un amigo para que juegue contigo y no te sientas tan solo.
«Tienes que ser un robot. Tienes que entrenarte emocionalmente para pensar: “Otro día más en las minas de sal”», dijo Dan. Cualquier cosa que sea demasiado humana es una vulnerabilidad.
De hecho, cuando Dan habla del blackjack, parece que se trata de un juego que consiste, por una parte, en contar cartas y, por otra, en contener la parte humana de uno mismo. Cada partida es un nuevo encuentro con un anhelo incipiente. El reto del juego es que, con la siguiente carta, o la siguiente, o la esperanza de la siguiente, el corazón humano puede aferrarse engañosamente a otra cosa efímera. Para ganar, Dan tiene que resistirse a ese tirón espiritual (y humano), mano tras mano.
Ilustración de Mark PernicePhilip, el adicto al juego en recuperación, no pudo resistirse a la forma en que el juego de su teléfono respondía a su deseo espiritual. Me contó que empezó apostando solo por su equipo de fútbol americano universitario, el Florida State, y que en ese momento pensaba que el juego mejoraba la experiencia de ver deportes, aumentando su concentración en ellos.
Luego, el juego le dio una sensación de afirmación, una sensación de recompensa que llegaba con cuando ganaba. Se sentía como un guiño del universo. Cada apuesta lo hacía querer apostar de nuevo. Pero entonces una apuesta de 1000 dólares se convertía en 2500, y 2500 se convertían en 45 000, y seguía apostando y apostando, hasta que pasaban tres o cuatro días y había perdido más de 220 000 dólares.
Dijo que asistía a una iglesia evangélica durante todo el tiempo que tuvo el problema con el juego, pero que en su mayoría solo lo hacía por costumbre. Le gustaban los pódcasts sobre el estoicismo. La idea del autocontrol le resultaba muy atractiva. Sin embargo, parecía incapaz de lograrlo. Apostaba en 100 partidos en un día, y el 80 % de sus pensamientos parecían girar en torno a las apuestas deportivas. La vergüenza de su falta de autocontrol estoico lo hacía sentir como si se estuviera ahogando.
Cuando lo detuvieron y lo arrestaron, la policía lo puso en vigilancia por riesgo de suicidio durante una semana. Está profundamente agradecido por ello. Cuando no podía apostar, Philip dijo que tenía miedo de estar solo con sus pensamientos. En su celda, empezó a orar.
«Era algo muy real. Era solo yo pidiéndole ayuda a Dios una y otra vez», dijo. «Al final, conseguí la fuerza suficiente para orar el Padrenuestro».
La iglesia de Philip lo apoyó y lo inscribió en un programa de tratamiento de adicciones mientras esperaba a que el tribunal decidiera su destino. Pasó seis meses en un grupo de recuperación para ludópatas y luego se unió a un grupo general de recuperación de adicciones en su iglesia. Allí hay personas que luchan contra las drogas, el alcohol o la pornografía.
Él habla sobre su adicción al juego y cómo, cuando se siente tentado, lo que le funciona es la oración.
«Cuando tengo esa compulsión por jugar, lo convierto todo en oración», dijo. «Probablemente oré entre 75 y 90 días antes de que empezara a funcionar. Entonces me di cuenta: Vaya, esto funciona».
Ahora empieza con el Padrenuestro y luego pasa a algo más largo, utilizando sus propias palabras. Hoy en día, ya sabe lo que quiere. No quiere algo místico, ni una estabilidad esquiva en la confusión de lo efímero. No está tratando de sincronizarse con un orden cósmico que se enfoca por un momento antes de desvanecerse. Él quiere a Jesús.
«La persona que conoce la verdad lo sabe, y quien conoce la verdad, conoce la eternidad», escribió Agustín en Confesiones. «Verdad eterna, amor verdadero y eternidad amada: tú eres mi Dios».
El casino es un torbellino de sonidos, luces, suertes y anhelos. «El anhelo de la gracia [divina] permanece en el corazón de la cultura del azar», escribe el historiador Lears. Persiste la esperanza de que tal vez tengamos suerte.
Sé que Dios puede responder incluso a las oraciones más descabelladas. Los israelitas en el desierto miraron una escultura de bronce de una serpiente y fueron sanados (Números 21:4-9). Gedeón le pidió a Dios que mojara un vellón de lana con rocío una noche y lo dejara seco otra (Jueces 6:36-40). Un eunuco etíope deseaba que alguien le explicara el libro del profeta Isaías (Hechos 8:31). San Agustín quería ser casto (pero no en el momento en que hizo la oración), y un amigo mío se convirtió después de que un inodoro atascado arrojara el cepillo de dientes de un niño.
«En nuestra debilidad el Espíritu acude a ayudarnos», escribió el apóstol Pablo. «No sabemos qué pedir, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que examina los corazones, sabe cuál es la intención del Espíritu» (Romanos 8:26-27).
En el casino, veo a un crupier de pie junto a una mesa vacía, barajando cartas, preparándose para su turno de trabajo. Lleva la tristeza como si fuera colonia. Por un momento, la imagen de su rostro cuando era niño pasa por mi mente. Señor, ten piedad de nosotros, pienso, que es lo que oro cuando no tengo palabras. Cristo, ten piedad de nosotros.
Un hombre con una gorra puesta al revés frente a una máquina automática de dados flexiona ligeramente los dedos de su mano derecha para lanzar los dados una y otra vez. Parpadea cada tres tiradas. Saco mi teléfono para escribir más notas. Señor, escucha nuestra oración.
Una mujer juega al juego del fénix, el pájaro que renace en la máquina entre llamas pixeladas y un sonido digital de gritos. Lleva un vestido de flores que parece hecho para la temporada de Pascua. En el mismo pasillo, en otras dos máquinas, veo a otras dos mujeres con vestidos de Pascua. Señor, escucha nuestra oración.
Afuera, las estrellas brillan. Ahora está oscuro. Una segunda limusina está aparcada junto a la primera, y un hombre en una camioneta Chevrolet está rascando un billete de lotería en su volante.
Hay tanto juego. Tanto deseo inquieto. Señor, escucha nuestra oración.
Daniel Silliman es editor jefe de noticias de CT.