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Testimony

Yo era la oveja perdida que Jesús buscaba

En la universidad era una conocida líder LGBT y no quería tener nada que ver con el cristianismo. Entonces, Dios comenzó a obrar en mi vida.

Christianity Today August 21, 2025
Fotografía de Ben Rollins para Christianity Today

Durante la mayor parte de mi adolescencia en Tennessee, el dolor me llevó a evitar a Dios.

Asistía a los servicios dominicales por insistencia de mi madre y, de manera similar, iba a los servicios diarios de la capilla de mi escuela cristiana por obligación. Cantaba himnos y repetía largas oraciones, pero no tenía oídos para escuchar la verdad detrás de la liturgia.

Mi verdad, en ese momento, era que no conocía a ningún padre amoroso, ni terrenal ni de otro tipo, y me decía a mí misma que estaba muy bien así. A los 12 años, me pareció que ese anhelo reprimido me había sido negado para siempre cuando mi padre murió repentinamente. Luego, en algún espacio de mi alma, hice un voto subconsciente de que no necesitaría nunca el afecto de ningún hombre.

Mis primeras concepciones sobre el género también se vieron distorsionadas por un abuso sexual que sufrí en la infancia. Ambas teníamos diez años. Mi abusadora no tenía ni idea del devastador trauma que dejaría en mi vida; al contrario, me susurraba alegremente que había aprendido «eso» de su mejor amiga. Ignorante de la legitimidad del abuso sexual entre niños, pasé años bromeando e incluso presumiendo de ello, disfrazando mi fragilidad como rebeldía.

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Cuando «salí del clóset» por primera vez ante unos amigos del sexto grado, expresé que sexualmente me sentía atraída por los chicos, pero que las chicas me atraían emocionalmente. Traducción: deseaba a los chicos, pero me sentía segura con las chicas. Mientras que mis enamoramientos del sexo masculino incluían a desconocidos y famosos, cada enamoramiento con el sexo femenino comenzaba con una amistad cercana. Y, curiosamente, todas las chicas eran de raza blanca. Después de una década de terapia, ahora veo que lo que pasaba por atracción sexual era en realidad una búsqueda desesperada de afirmación.

En séptimo grado, una situación relacionada con uno de estos enamoramientos avivados por el dolor me llevó a asistir voluntariamente a una conferencia cristiana para jóvenes en las montañas de Georgia. Allí, durante un momento de oración en soledad, percibí la presencia de Dios por primera vez. Me conmovió el encuentro, pero también sabía que me gustaban las chicas. Al carecer de una comprensión integral de la tentación, el pecado y la santificación, simplemente decidí que «me volvería heterosexual».

Por supuesto, este intento desesperado fracasó estrepitosamente, y su fracaso alimentó la identidad deformada que pronto abracé. Con la ayuda de internet, la televisión cada vez más progresista y otros compañeros que habían «salido del clóset», llegué a la conclusión de que mis deseos eran inmutables, fundamentales para mi ser y, sin duda, un asunto de todos los demás. Armada con la verdad de mi represión fallida, rechacé con fuerza y enfado a cualquiera que cuestionara mis nuevas creencias, incluida mi madre.

Lamentablemente, mis peores encuentros fueron con mis compañeros cristianos. Los susurros y los comentarios sarcásticos me atormentaban, y finalmente llegué a la conclusión de que el Dios cristiano no era para mí. Me gradué de la escuela secundaria como una agnóstica indiferente y huí a estudiar en Bowdoin College, un pequeño instituto de educación superior de artes liberales en Maine.

En un par de semanas, había cambiado mi papel de paria por el de luminaria. Me contrataron como directora estudiantil del Centro de Sexualidad, Mujeres y Género y me hice responsable de planificar eventos para fomentar la comunidad. Además de asumir este trabajo remunerado, me convertí en presidenta de la alianza queer-heterosexual de la escuela. Moderaba debates en grupo, planificaba fiestas queer y redactaba invitaciones. También defendía mis diversas ideologías en una columna quincenal en el periódico.

En el semestre de primavera de mi segundo año en la universidad, estaba en pleno apogeo. Era popular, sacaba notas sobresalientes y, en general, era feliz. Cuando conseguí unas prácticas de verano en el Innocence Project, una organización nacional sin ánimo de lucro que trabaja para liberar a personas condenadas injustamente, me emocioné mucho. No sabía que el gran plan para ese verano había sido orquestado por Dios.

Pasé la primera mitad del verano en Bowdoin, investigando la injusticia racial durante el día y saliendo de fiesta por la noche. Pero una noche, después de años de intimidad con personas del mismo sexo, tuve una revelación desconcertante en medio de un encuentro sexual: no quería hacer eso. A medida que pasaban los días y las semanas, esa sensación de desdén permanecía. Este cambio no fue tanto una transformación repentina, sino más bien una revelación: tal vez yo no era quien decía ser.

Dios hizo su siguiente movimiento a través de mi investigación. En una de las muchas noches que pasé revisando revistas académicas, encontré una referencia al Apocalipsis. Mi preparación académica superó mis prejuicios religiosos y recurrí a Google para encontrar la fuente original. Esa noche, por primera vez en mi vida, leí la Biblia por mi cuenta.

En la descripción del texto sobre una guerra cósmica, vi nuestro conflicto terrenal. Era el verano de 2016, cuando tuvieron lugar los asesinatos policiales televisados de Alton Sterling y Philando Castile. Cada matanza fue impactantemente brutal, al igual que las consecuencias políticas. Con esto en mente, me sacudió la visión del Apocalipsis 19 de un jinete sobrenatural retirando la paz de la tierra.

Durante los días siguientes, me incliné sobre mi computadora portátil, consumiendo ávidamente las Escrituras. A pesar de mis muchas dudas sobre el texto, me fascinaban sus afirmaciones.

Entonces Dios comenzó a despejar mis dudas con suavidad y amor.

Mientras caminaba hacia el almuerzo después de una ardua mañana de investigación, me volví hacia mi amigo y le dije: «Esperemos que al menos el almuerzo sea bueno».

El comedor de Bowdoin es considerado uno de los mejores de Estados Unidos y es conocido por su huerto ecológico, sus alimentos integrales y su compromiso con la sostenibilidad. Pero esa tarde en particular sirvieron mis tres platos favoritos: alitas de pollo, macarrones con queso y ensalada César. Las alitas de pollo solo se servían una vez al semestre y nunca en verano. Además, nunca había visto esos tres platos juntos: ni antes de ese almuerzo ni nunca después.

Más tarde, ese mismo día, se produjo un segundo momento inexplicable. En cuanto entré en mi habitación esa noche, la presencia palpable de Dios me envolvió. Inmediatamente, la extraña coincidencia de mi almuerzo favorito llegó a mi mente y, en ese momento sagrado, el Señor me demostró que me conocía, me amaba y deseaba que yo le respondiera de la misma forma. No era un detractor distante y disgustado como algunos de mis compañeros cristianos. Al contrario, el distanciamiento había sido mi elección, y Dios le estaba declarando la guerra.

A mediados del verano, me mudé a Nueva York para empezar a trabajar en la sede del Innocence Project. Por la soberanía de Dios, me alojé en casa de una amiga de mi familia que resultó trabajar en el ministerio. Cuando le mencioné que había estado leyendo las Escrituras en internet, me trajo varias traducciones impresas.

Cada semana me invitaba a su iglesia y cada semana yo rechazaba la invitación. Sabía que Dios era real, pero seguía atada a mis prejuicios anticristianos. Sin embargo, a medida que avanzaba en el libro de Mateo, mis excusas comenzaron a desmoronarse. Empecé a ver la diferencia entre el fruto podrido de los cristianos chismosos, y la paciencia y la bondad del Dios bíblico.

En mi último domingo en Nueva York, finalmente acepté asistir a la iglesia.

El sermón se centró en la parábola de Jesús sobre la oveja perdida: el pastor que deja a las noventa y nueve de su rebaño para buscar a la descarriada. Al final del sermón, el pastor dijo algo que cambió mi vida: «Dios me está diciendo que hay una oveja perdida en esta sala».

Inmediatamente sentí un calor que me recorrió todo el cuerpo. Me quedé lo más quieta posible, intentando que mi cuerpo permaneciera en calma. «Sé que estás aquí», continuó el pastor. «Por favor, ven al frente».

Me quedé sentada. Todos nos quedamos sentados. Esperaba que pasara el momento, pero el pastor insistió: «Esperaremos».

A medida que el silencio se prolongaba, me invadió una sensación de exposición inminente. No era tanto miedo como la conciencia de que Dios estaba dirigiendo la escena y que ese era el punto de inflexión que estaba escrito para mí. Como una niña nueva en la escuela presentada en contra de su voluntad, me habían llamado por mi nombre.

Algunos dirían que lo que sucedió a continuación fue el resultado de que el Espíritu Santo cayera sobre mí. Otros dirían que me rendí. Pero por lo que yo solo puedo describir como una misteriosa desconexión entre mi cabeza, mi corazón y mis piernas, me levanté.

Con lágrimas en los ojos, salí del pasillo y me dirigí hacia el frente de la sala. Antes de darme cuenta, estaba de pie debajo del púlpito, sollozando y temblando, abrumada por el peso de la verdad: el Salvador al que había estado evadiendo era quien más me amaba. Mi juego espiritual había terminado y mi antigua vida había llegado a su fin.

Con la misma dedicación que desafía toda lógica con la que el pastor persigue a esa oveja única e irremplazable, el Señor me tomó de la mano y me llevó de vuelta al rebaño. Y esta oveja descarriada, ahora encontrada, fue celebrada con valentía por el Pastor para que todos la vieran.

Aunque estaba ansiosa por compartir la historia de mi conversión, pasé meses evitando preguntas sobre si mi ética sexual había cambiado y cómo. Minimizé los evidentes cambios en mis actividades nocturnas e hice declaraciones vagas cuando renuncié tanto al centro para la diversidad sexual como a la alianza queer-heterosexual.

Me uní al club cristiano y comencé a asistir a una iglesia bautista fuera del campus, pero hice todo lo posible por conservar a mis amistades. Fui completamente honesta con algunos e indirecta con otros, pero con el tiempo, me alejé de la mayoría.

Aunque la verdad de la Palabra de Dios me sorprendió, mis nuevas convicciones eran inquebrantables. El colapso de mi identidad bisexual que tuvo lugar antes de mi conversión me había liberado para contemplar la belleza del diseño de Dios para la sexualidad sin que me picara los oídos. Pero sabía lo conservador que sonaba y estaba aterrorizada.

Cuando abordé mi conversión en mi columna del periódico, evité hacer una narración detallada y escribí más bien un ensayo poético lleno de referencias imprecisas al pecado y la oscuridad. Poco después, sentí que el Espíritu Santo me susurraba: «Sabes que al final tendrás que contar esta historia». No era una pregunta ni una orden: era simplemente la verdad que llegaba en paz.

Con el paso de los meses y los años, mi conciencia de esta verdad no hizo más que crecer. Me gradué, me fui a trabajar a una nueva ciudad y continuamente me encontré con personas (gays, heterosexuales y de otras orientaciones) que necesitaban una historia como la mía.

Dios ha usado esta historia para animar a algunos y desafiar a otros. Cada vez que la comparto, especialmente en medio de la oposición, el Señor exorciza mi corazón de su miedo y orgullo.

En referencia a Satanás, el acusador, la Palabra nos dice que el pueblo de Dios lo ha vencido «por medio de la sangre del Cordero y por el mensaje del cual dieron testimonio; no valoraron tanto su vida como para evitar la muerte» (Apocalipsis 12:11, NVI). Testimonios como el mío son prueba del poder ilimitado de Dios para traer libertad. También son una advertencia contra las ofertas inútiles y envenenadas de este mundo moribundo.

Para ser claros, el clímax de mi historia no es haber pasado de ser bisexual a heterosexual. Lo que Dios ha hecho es mucho más maravilloso: ha sustituido mi ceguera confusa por el don de la vista, y me ha dado la convicción inquebrantable de soy quién dice Él que soy.

Este es el tipo de historia que me hubiera gustado escuchar cuando era más joven: una historia de libertad encontrada no a través del esfuerzo y la resistencia humana, sino gracias a la búsqueda incansable del Pastor misericordioso.

Adira Polite es productora y presentadora del pódcast Then God Moved, que destaca historias cristianas de todo el mundo.

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