Mientras pintaba bajo las luces cambiantes del sur de Francia, el artista Paul Cézanne recurrió repetidamente a una composición sencilla: un bodegón con un cuenco de frutas. Observó que las frutas nunca eran iguales, que cada instante alteraba la escena que tenía ante sí. La manzana de la mañana comenzaba a marchitarse por la tarde. A medida que la luz del sol se desplazaba por la habitación a lo largo del día, las sombras del cuenco cambiaban.
En lugar de intentar capturar un momento fugaz, o tratar de representar una fruta imaginaria e incorruptible en un tiempo estático, Cézanne se esforzó por comprimir la plenitud del tiempo y el espacio en una sola imagen. Sus pinturas no reflejaban la apariencia, sino la esencia: la búsqueda de lo que se encuentra bajo la superficie. Reflejaba la fruta en constante cambio y luz, en maduración y transformación, cuya esencia es el eco visible de una realidad más profunda.
Del mismo modo, el amor de Dios se resiste a la reducción. Dios es amor —eterno, extravagante, infinito— y este amor se manifiesta en nosotros cuando permanecemos en Cristo. Se nos invita a crear con, en y a través de ese amor, un amor que crece en nosotros como otro tipo de fruto: el fruto del Espíritu.
El fruto del Espíritu no es un conjunto plural de virtudes entre las que podemos elegir. El fruto, como el de Cézanne, es un todo único, multifacético y orgánico. El Espíritu hace crecer en nosotros algo completamente hermoso: la restauración de nuestro anhelo de pertenecer y de llegar a ser, de ser amados y conocidos. De administrar bien y estar satisfechos. Y, en medio de todo ello, de ser renovados en nuestra humanidad redimida.
Como artista (Makoto) y abogada (Haejin), hemos tenido la oportunidad de reflexionar sobre cómo el fruto del Espíritu se relaciona con la belleza y la justicia, y cómo ambas interactúan entre sí.

En nuestros trabajos, hemos descubierto que la belleza y la justicia son el desbordamiento del amor de Dios: la respuesta fundamental de la iglesia para anunciar la nueva creación.
La belleza y la justicia nos enseñan a ser administradores del amor de Dios en el desierto, recuperando el significado por encima de la utilidad y aferrándonos a la esperanza en medio del sufrimiento más desolador. Son rebelión, ya que perturban nuestro mundo transaccional y ponen al descubierto las mentiras que lo sustentan. Proclaman que ser humano no es simplemente existir, sino llevar la imago Dei, es decir, la chispa única de Dios en cada uno de nosotros.
Al igual que Cézanne contemplaba la luz cambiante sobre la fruta, se nos invita a contemplar el fruto de la belleza y la justicia, el alimento esencial de la humanidad.
A una joven rescatada del tráfico de personas en el sur de Asia le preguntaron: «Ahora que eres libre, ¿qué quieres?». Tras un breve silencio, respondió: «Quiero volver a ser bella».
Su respuesta es a la vez desgarradora y sagrada. Desde muy joven, soportó un dolor y un sufrimiento tremendos. Sin embargo, no pidió venganza ni escape. En cambio, al desear la restauración, nombró la esencia misma de la justicia: el anhelo de la belleza.
Este anhelo es más profundo que la ambición. Es un recuerdo del Edén, un anhelo del Dios trino que creó el mundo por amor, formándonos a su imagen y llamándonos a participar en el llamado a participar en el florecimiento interdependiente de la creación. Es un recuerdo de haber sido llamados tov (en hebreo, «bueno y hermoso») por aquel que nos formó (Génesis 1:31). Es el anhelo de volver a ser plenamente humanos, brillando en amor luminoso, tal y como fuimos creados.
La injusticia que ha vivido esta joven proviene, como todas las injusticias, de la injusticia original, la que los seres humanos cometieron contra Dios en el Edén. Robamos del jardín de Dios lo que no era nuestro, a pesar de que ya se nos había dado en abundancia. Nuestro deseo de ser más poderosos, incluso llegar a ser como Dios, rompió nuestra intimidad con el dador de la vida, estropeando lo que Dios había hecho y llamado tov. Nuestra pecaminosidad destruyó todas las relaciones florecientes: con Dios, entre nosotros y con la creación.
Poco después, se produjo la segunda gran injusticia: Caín mató a su hermano Abel. A partir de ese momento, la violencia, la tiranía y la traición se arraigaron en la historia. La humanidad cayó en una espiral de corrupción y nuestros corazones se endurecieron por el deseo de controlar, poseer y destruir. La belleza se marchitó en el calor de tal injusticia y la sangre empapó la tierra.
Ahora vivimos en una era de aceleración, en la que la sacralidad de la humanidad ha quedado sepultada bajo datos, algoritmos y métricas. Nuestras almas, en lugar de ser cultivadas con riqueza, han sido explotadas en aras de la productividad y el beneficio. Somos útiles o invisibles; medidos, no contemplados. Vemos a los demás con una mentalidad de escasez que tiende a reducirlo todo a sistemas binarios, convirtiendo al «otro» en nuestro enemigo y al marginado en chivo expiatorio. En las ruinas destrozadas de la Caída, hemos perdido por completo nuestra capacidad de ver con claridad.
Jesús nos advirtió en el Evangelio de Juan que «el ladrón no viene más que a robar, matar y destruir» (Juan 10:10, NVI). En nuestros días, el ladrón parece haber alcanzado su objetivo. ¿Quién nos librará de este cuerpo de muerte?
Aplastado por la justicia santa, Jesucristo se convirtió para nosotros en el camino hacia la misericordia y la intimidad con Dios, y en la puerta de entrada a la nueva creación. Él tomó todo el peso de nuestro pecado en su cuerpo quebrantado, derramando su sangre sagrada y absorbiendo la ira que merecíamos. Sus heridas se hicieron radiantes con la belleza de la gracia divina, prismática y redentora.
El antídoto contra la decadencia de la humanidad es, por lo tanto, la unión espiritual con Jesús, en quien se encuentran la belleza y la justicia. Es «vivir por el Espíritu», llevando el fruto que se manifiesta en «los que son de Cristo Jesús» (Gálatas 5:16, 24). Es buscar la sanación en sus heridas (1 Pedro 2:24), para que nuestras cicatrices puedan mostrar la obra de arte de la gracia de Dios.
Desde que comenzamos la Academia Kintsugi en 2020, el arte japonés del kintsugi se ha vuelto omnipresente en la cultura cristiana popular. Muchos se han identificado con el concepto de la reparación de una vasija de cerámica rota con polvo de oro y urushi (laca), y con la manera en que esto representa el mensaje del evangelio.
Sin embargo, lo que no se puede captar en un taller de una tarde o en una rápida ilustración en un sermón es la cantidad de tiempo que requiere este arte. Antes de comenzar el trabajo de reparación, un maestro de kintsugi contempla primero los fragmentos de un plato roto, a veces durante muchos años, imaginando cómo podría volver a unir las piezas. Solo después de este periodo inicial de visualización comienza el trabajo, transformando las grietas en una representación del mundo sanado.
¿Y si, al igual que los maestros del kintsugi, lo más radical que podemos hacer hoy en día es ralentizar nuestro paso y contemplar las fracturas del mundo? ¿Y si la justicia no es simplemente dictar sentencias, sino crear, con paciencia, atención y belleza?
Debido al laborioso proceso que utilizo (Makoto) para crear mis pinturas, mi trabajo ha sido llamado un «arte lento». Tomo materiales pulverizados —conchas marinas, minerales y metales preciosos como el platino y el oro— y los mezclo manualmente con nikawa, un pegamento japonés elaborado a partir de pieles de animales, antes de aplicar estas pinturas personalizadas para crear capas prismáticas.
La atención que presto a mi oficio es también mi oración. Trabajo sabiendo que crear belleza es hacer eco del Creador, no para el espectáculo vacío de la atención momentánea, sino para algo que perdura y se contempla con amor. Esa belleza resuena más allá de lo superficial y lo transaccional: es un regalo que se expande generosamente por el mundo.
Elaine Scarry, en su libro On Beauty and Being Just, analiza cómo la belleza nos despierta para darnos cuenta de nuestros errores de percepción, engendrando la justicia al enseñarnos a ver correctamente. Decir «esto es bello» es afirmar que algo es digno de atención y cuidado. Y, al mismo tiempo, decir «esto es justo» es insistir en que lo que es bello debe ser protegido y cuidado.

El Salmo 33 nos dice: «El Señor ama la justicia y el derecho; llena está la tierra de su gran amor» (v. 5). La visión bíblica de la justicia es la labor amorosa de una nueva creación por parte de Dios. No es punitiva, sino restauradora. Un tazón roto —o una persona herida— no se tira, sino que se repara. Juntos, la belleza y la justicia recuperan los fragmentos de una vida y dicen: «No estás olvidado». Y su labor no está completa sino hasta que el alma puede decir sin vergüenza ni miedo: «Soy tov de nuevo».
La belleza y la justicia nacen de una imaginación santificada y se viven mientras se camina con el Espíritu y se vive en el Espíritu. Son el suelo en el que el fruto del Espíritu Santo echa raíces y crece, poniendo las cosas en orden a la luz de la gloria presente de la creación y de la gloria que aún está por revelarse.
En el lugar del exilio y la fractura, la belleza y la justicia nos dan el poder de imaginar lo que podría crecer en medio de la desolación: cómo podrían lucir los fragmentos cuando se unan.
Yo (Haejin) he visto el fruto del Espíritu crecer en abundancia en el lugar más inesperado: un burdel abandonado en la India. Cuando un pastor local y yo nos hicimos amigos, decidimos caminar en el Espíritu hacia ese lugar de violencia y vergüenza generacional.
Con la mirada imaginativa de la belleza, vimos más allá de la decadencia hacia un futuro tejido con justicia: un lugar de seguridad, gozo y nuevos comienzos para los niños nacidos en burdeles, y para sus madres. En 2018, el edificio se convirtió en el Sahasee Embers Center. A lo largo de los años, he visto a niños pequeños asustados convertirse en jóvenes llenos de vida. He sido testigo de cómo madres avergonzadas han comenzado a levantarse de nuevo. He experimentado cómo, al igual que en los bodegones de Cézanne, el amor de Dios que obra en cada individuo se resiste a toda reducción.
En nuestra reciente visita al centro, yo (Mako) impartí una clase de arte a los alumnos de secundaria. Repartí hojas de papel por la sala y comencé a leer el cuento de J. R. R. Tolkien «La hoja de Niggle». Mientras leía, dibujaba las líneas sinuosas de un árbol desnudo en un gran bloc de dibujo. Decía cómo, durante su vida, Niggle no pudo terminar un cuadro de un árbol, y cómo Dios incorporó generosamente la única hoja de Niggle, con «encanto propio», a la nueva creación.
Pedí a cada niño que pintara una hoja única, en el estilo que quisieran, y luego les invité a pegar sus hojas en el árbol que había dibujado. A medida que las ramas desnudas se iban llenando, los alumnos vieron lo hermoso que se volvía el árbol cuando todos trabajaban juntos para darle vida. El collage era un reflejo de cómo la belleza y la justicia estaban trayendo la sanación del reino a la vida de cada uno de ellos.
El Centro Sahasee Embers es solo uno de los lugares donde Dios, el único Artista y Defensor verdadero, está trabajando incluso en este mismo momento. Y nos invita a participar en su obra de resurrección, que consiste en imaginar, reparar y crear, dondequiera que nos llame.
Mientras caminamos en el Espíritu, que tengamos ojos para ver cómo Dios comienza a llenar las paredes de la galería de nuestras vidas: el collage hecho por los niños de un antiguo burdel; las líneas doradas de un recipiente restaurado; el retrato de la joven que ha vuelto a ser hermosa; las cicatrices del Hijo de Dios, a través del cual Dios está haciendo nuevas todas las cosas.
En el amor de Dios hay belleza eterna. En el amor de Dios, la justicia fluye en nuestras vidas. Y al contemplar ese amor, descubrimos que la belleza y la justicia no están divididas, sino entrelazadas, indivisibles, interdependientes, cantando en armonía en el lienzo de la creación.
Haejin Shim Fujimura es abogada principal de Shim & Associates, presidenta de Academy Kintsugi y directora ejecutiva de Embers International. Makoto Fujimura es un destacado artista contemporáneo y autor galardonado. Los Fujimura son coautores de Beauty x Justice: Creating a Life of Abundance and Courage, que se publicará en abril de 2026 (Brazos Press).