Una noche, cuando estaba en la escuela secundaria, fui a una fiesta con algunos compañeros. En medio del caos de gente bailando e interactuando, vi a unos chicos de aspecto rudo de pie en una esquina.
Muchos de ellos tenían la cabeza rapada. Llevaban botas Doc Martens y tirantes rojos o blancos. Era una banda local de cabezas rapadas (conocidos en inglés como skinheads) neonazis.
En ese momento, yo era un adolescente ansioso que no tenía muchos amigos. Sabía que estos hombres que estaban en la esquina eran poderosos y se llamaban hermanos entre sí. Más aún, me vieron y me invitaron a acercarme, diciendo: «Oye, hermano, ven aquí. Tómate una cerveza». Me emocioné de que notaran mi presencia y de que me hubieran elegido, así que acepté con entusiasmo su oferta.
Durante las semanas siguientes, me invitaron a reuniones, salidas informales y concentraciones en mi ciudad natal, Phoenix, Arizona. En algún momento me afeité la cabeza y me puse el uniforme de agujetas, tirantes y botas, y los skinheads se convirtieron en mi nueva familia.
La mayoría de las veces nos dedicábamos a ir de fiesta, emborracharnos y escuchar heavy metal. La mayoría de los treinta y tantos miembros del grupo tenían trabajos diurnos, excepto el tipo que tenía un tatuaje de una esvástica en un ojo y siempre se preguntaba por qué nadie lo contrataba.
A veces nos uníamos a peleas callejeras (o las iniciábamos nosotros), defendiendo ferozmente a los nuestros. Si veíamos a un hombre blanco caminando con una mujer negra, le gritábamos improperios y lo llamábamos traidor a la raza. En nuestras reuniones, coreábamos propaganda supremacista blanca con referencias a «Heil Hitler», proclamando que los blancos eran superiores a todos los demás y que todos los que no eran blancos debían «volver al lugar de donde habían venido».
Cuando llegábamos a las fiestas, los demás nos respetaban, incluso nos temían. Me sentaba en un rincón con mi grupo y sabía que nadie se iba a meter conmigo.
A cambio de esta sensación de seguridad, me uní a un movimiento que (ahora lo sé) se convirtió en una vil amenaza para los demás. Lo que comenzó como un antídoto contra mis propias inseguridades me llevó a deshumanizar a los demás y a participar en actos violentos contra las personas de color y sus comunidades.
Sin embargo, mi deseo de unirme a este grupo no comenzó leyendo Mein Kampf [Mi lucha]. Lo que me atrajo fueron las cosas que el grupo ofrecía: una sensación de fuerza y de pertenencia a algo más grande que yo mismo. La pertenencia, por muy imperfecta que fuera, era lo primero. La ideología vino después.
Años más tarde, otra invitación a pertenecer a un grupo me llevó a Jesús.
Fui criado por padres cristianos amorosos. A causa de las experiencias que tuve en la iglesia a la que asistía de niño, gran parte de lo que percibía como cristianismo era el mensaje de «No hagas estas cosas o Dios te castigará». La lista de cosas prohibidas incluía bailar, fumar, beber alcohol y ver películas para adultos.
Sin embargo, cuando entré en la escuela secundaria a principios de los años 90, me di cuenta de que muchas personas que asistían a las iglesias hacían hipócritamente las cosas que figuraban en la lista de vicios. Entonces empecé a sospechar que el cristianismo era todo un engaño.
Cuando visité la casa de un pastor y vi una copia en VHS de The Terminator, una película prohibida para mayores de 18 años, en mi mente adolescente decidí que esa era toda la prueba que necesitaba para demostrar que el cristianismo era un engaño. En ese momento renuncié a Dios y a su iglesia.
No obstante, durante mi época como neonazi, me invadió la misma sensación de desilusión. Al observar a mis compañeros cabezas rapadas, vi que no tenían verdadero gozo, estabilidad financiera ni fuerza real.
En cambio, huían de la ley, y estaban arruinando sus carreras y destruyendo a sus familias. La forma en que vivían sus vidas no coincidía con las promesas de su ideología. Después de unos años en el movimiento, empecé a sospechar que sus promesas de seguridad, pertenencia y propósito —que eran los elementos que yo había abrazado— eran en realidad promesas vacías.
En el año 2000, agentes federales comenzaron a detener a los cabezas rapadas en el área de Phoenix por vender éxtasis, lo que sumió a nuestro grupo en el caos. Muchos miembros se dispersaron y abandonaron el grupo. Entre eso y mi creciente insatisfacción, supe que era hora de irme también. Dejé de asistir a las reuniones, me compré un teléfono nuevo y me mudé a otra parte de la ciudad.

Tenía poco más de veinte años, estaba solo y ansiaba algo real. Sin saber cómo procesar todo esto, escondí profundamente mis inseguridades detrás de una actitud combativa hacia cualquier persona o cosa que pudiera amenazarme. Había dejado atrás el neonazismo, pero mi ira permanecía y se había convertido en armadura.
Tenía un buen trabajo y pasaba gran parte de mi tiempo libre tocando la batería, que había empezado a tocar en la escuela secundaria. Aunque todavía tenía la sensación de que Dios existía, me resistía a la religión en general y al cristianismo en particular. No quería tener nada que ver con lo que percibía como un movimiento hipócrita y santurrón.
Al mismo tiempo, sabía que no podía seguir viviendo aislado. A través de esa pequeña grieta en mi coraza, Dios comenzó a buscarme. Y lo hizo a través de una llamada telefónica que recibí de un lugar llamado Desert Springs Bible Church.
La señora que me llamó había visto mi número en la sección de músicos de los anuncios clasificados locales. Me preguntó si podía sustituir al baterista del equipo de alabanza el domingo siguiente. Pensé: «¿Por qué no? Supongo que debería hacer algo bueno».
Esperaba sentirme muy incómodo al volver a entrar en una iglesia después de tantos años, pero me sorprendió cómo el equipo de adoración me recibió sin juzgarme ni fingir. También me sorprendió lo natural que me sentí al estar allí. Un domingo se convirtió en dos, luego en tres, y pronto llegué a formar parte del grupo habitual.
Después de un tiempo, uno de los miembros de la banda, Seth, me invitó a cenar a su casa. Acepté, parcialmente esperando que se arrepintiera. Pero cuando llegué, él y su esposa, Jayme, me sirvieron la cena e incluso tenían una cerveza fría preparada. No era lo que esperaba. Pasamos la noche hablando y riendo.
Me invitaron a volver la semana siguiente y la siguiente, hasta que esas cenas se convirtieron en un ritual semanal. No había ningún plan, ninguna presión, solo una cálida hospitalidad.
Una noche, Seth dijo: «¿Qué tal si después de cenar hablamos de lo que te molesta del cristianismo?».
Acepté con gusto. Tenía mucha rabia dentro de mí, y estaba dispuesto a compartirla.
Él escuchó pacientemente mientras yo descargaba todas mis frustraciones: la hipocresía de los cristianos, los fracasos de los pastores y la fe superficial que había visto en otros. Pero para mi sorpresa, no se puso a la defensiva. Asintió con la cabeza y dijo: «Comparto algunas de tus preocupaciones. Creo que Jesús también las comparte».
A veces sacaba su Biblia y me pedía que leyera un pasaje de los Evangelios y me preguntaba: «¿Qué crees que diría Jesús sobre esto?».
En ese momento no lo sabía, pero él me estaba discipulando, conectándome con el Jesús vivo. Poco a poco, descubrí que mi corazón se había venido suavizando, y estaba listo para recibir el mensaje del Evangelio.
Mi ira y mi resentimiento persistían, pero comenzaron a desvanecerse a la luz de algo nuevo que amanecía en mi vida. Descubrí que me gustaba este Jesús y quería saber más de Él. Y cuanto más lo conocía, más quería seguirlo y ser parte de lo que estaba haciendo en el mundo.
Todo esto sucedió hace más de veinte años. Para mi sorpresa, cuatro años después de aquella primera cena con Seth, la iglesia me pidió que me uniera a su personal. Fui al seminario, recibí mi ordenación y ahora soy el pastor principal de la misma iglesia que me acogió cuando estaba perdido.
Yo, que antes era un racista rapado, ahora dirijo una congregación comprometida con la visión bíblica de una iglesia formada por personas de todas las razas y condiciones sociales.
Es importante destacar que, guiado por el Espíritu Santo, he batallado contra la intolerancia en mi propio corazón, confesando y arrepintiéndome tanto en público como en privado de las formas en que participé en actos racistas.
Dios, en su misericordia, también me ha dado amistades reales y profundas con hombres y mujeres de color, que me han perdonado, han sido mis mentores, y me han ayudado a ver pecados que yo no podría haber visto sin sus perspectivas (o, tal vez, pecados que no quería ver).
Esta transformación, lenta pero real, comenzó inesperadamente en una mesa. Seth y Jayme me abrazaron y me mostraron el amor de Jesús semana tras semana. Me honraron al tratarme como a un amigo y al mostrarme que podía reconsiderar mis creencias más arraigadas de manera segura, y explorar quién era realmente Jesús. En su mesa, dejé mi armadura y comencé a tomar mi cruz.
Jesús prepara muchas más mesas de las que vuelca. En las mesas que prepara por medio de su pueblo, incluso un neonazi quebrantado puede experimentar la gracia de Dios. Y yo le doy gracias a Dios por haberme permitido hacerlo.
Caleb Campbell es pastor de la iglesia Desert Springs Bible Church en Phoenix y autor de Disarming Leviathan: Loving Your Christian Nationalist Neighbor.