En 1991, siendo niña, entregué mi vida a Jesucristo. No fue una decisión fácil, pues nací y crecí en una devota familia sij. El sijismo es una de las religiones más jóvenes del mundo, fundada en el año 1469 d. C. en el estado de Punjab, al norte de la India.
Nací en un hospital militar de Meerut, en el estado de Uttar Pradesh, y era la menor de cuatro hermanos. El servicio militar de mi padre en el ejército indio nos obligaba a mudarnos con frecuencia.
Como era muy inteligente en el jardín de niños, me pasaron al siguiente grado para estudiar junto con mi hermana Anu, que es 16 meses mayor que yo. Hasta los 17 años, estudié en escuelas católicas en todas las ciudades a las que mi padre fue enviado. Sin embargo, nunca conocí a Jesús como algo más que uno de los muchos dioses representados en las diversas religiones de mi país.
Como familia, asistíamos al templo sij todos los domingos y participábamos del langar, la comida comunitaria que comparten todos los que visitan el templo. Hubo etapas en mi vida en las que íbamos a los templos sij e hindú todas las noches, lo que dejó una huella profunda y duradera en mi joven mente.
Una prueba y una promesa
Un año antes de tener un encuentro con Cristo, mi padre fue enviado a Roorkee, que ahora está en el estado de Uttarakhand, donde tuve que batallar para adaptarme a una nueva escuela, un nuevo uniforme y nuevos amigos. En mi lucha, recurrí a todos los dioses que había adorado durante mi infancia. A menudo terminaba en el baño, donde en mi soledad rezaba con lágrimas a Gurú Nanak, Alá, Rama, Jesús y Sai Baba, suplicándoles ayuda. Después de esforzarme mucho durante ese año, apenas aprobé mis exámenes finales. Avergonzada por mi desempeño, pensé en suicidarme.
Mientras todavía estaba planeando cómo terminar con mi vida, mi padre decidió que mi hermana mayor, Anu, y yo debíamos continuar nuestros estudios en la ciudad occidental de Ahmednagar, donde habíamos vivido antes y donde mi hermano ya estaba cursando sus estudios universitarios. Pensó que esto facilitaría la transición académica y, con suerte, mejoraría nuestros resultados.
Entonces, Anu y yo fuimos admitidas como estudiantes de 12.º grado y nos mudamos a un albergue de niñas (nuestro hermano vivía en el albergue de niños). Allí, una estudiante de último año llamada Anita compartió el evangelio con nosotros. Mi hermana aceptó a Cristo, después de haber sido sanada milagrosamente de una dolencia que había padecido durante mucho tiempo. Pero yo me opuse a Anita y al mensaje que intentaba transmitir, y hablaba mal de ella con todos mis conocidos.
Después de tres meses en esta ciudad y colegio, mi madre decidió venir a vivir con nosotros. Alquiló una casa y dejamos el albergue para ir a vivir con ella. Me alegré de dejar atrás a Anita y su mensaje.
Sin embargo, unos meses después, mientras me preparaba para los exámenes que se aproximaban, el miedo y el fracaso del año anterior se apoderaron de mi corazón. Busqué a Anita y le pregunté si su Jesús podría ayudarme en mis exámenes. Ella dijo que sí, pero tuve que prometerle que no haría trampa, lo cual fue difícil para mí porque solía hacer trampa. Sin embargo, hice la promesa.
Dispuesta a poner a prueba a este Dios de Anita, me embarqué en un viaje de descubrimiento. Tomé prestada la Biblia que Anita le había regalado a Anu y todos los días caminaba unos 500 metros desde nuestra casa alquilada para sentarme a la sombra de una gran piedra. Durante los siguientes 40 días, estudié allí mis libros de texto y la Biblia desde la mañana hasta el atardecer.
Al principio, cada vez que abría la Biblia en una página cualquiera, no lograba entender lo que leía. Pero un día, mientras reflexionaba sobre la posición de Jesús entre todos los dioses que había conocido, abrí la Biblia como de costumbre. Poco después, noté que un versículo de esa página estaba ligeramente ampliado, mientras que el resto de la página parecía oscuro. Mis ojos se sintieron instintivamente atraídos hacia ese versículo ampliado: «—Yo soy el camino, la verdad y la vida —contestó Jesús. Nadie llega al Padre sino por mí» (Juan 14:6).
Me quedé atónita, no solo por la presentación visual del versículo, sino también por el profundo desafío que suponía para mi sistema de creencias politeístas. Cerré los ojos y los abrí de nuevo para comprobar si las palabras seguían apareciendo más grandes. Y así fue.
A partir de ese día, la Biblia cobró vida para mí. Comencé a hablar con Dios varias veces al día y cada vez que abría la Biblia al azar, encontraba un versículo especialmente magnificado para mí. Esa era la manera en que Dios se comunicaba conmigo.
Finalmente, me presenté a los exámenes y, como prometí, no hice trampa. Cuando se conocieron los resultados, quedé en tercer lugar en el colegio. Pero en lugar de regocijarme por el triunfo, me sentí avergonzada de haber explotado a un Dios todopoderoso para mi propio progreso. Le confesé al Señor: «Aunque comencé a seguirte por ambición egoísta, hoy te digo que, de ahora en adelante, ya sea que apruebe o repruebe, te seguiré».
Un día, el Señor me dijo: «He escrito tu nombre en el Libro de la Vida. ¿Sabes qué nombre es?». Siempre me había avergonzado de que mi nombre fuera Surinder, un nombre sij unisex. Pero Dios quiso que mi nombre quedara registrado entre los nombres de su pueblo. Esto me ayudó a reconciliarme no solo con mi propia identidad, sino también con el Dios que me amaba tal como era.
Sin embargo, aún necesitaba aprender nuevos hábitos de abnegación. Dios me dijo: «Perdona a todos los que te han hecho daño». Fue difícil, porque algunas heridas eran profundas; sin embargo, al recordar lo que Jesús había hecho por mí, obedecí. El siguiente paso fue aún más desafiante: «Ahora ve y pide perdón a todos aquellos a quienes tú has hecho daño y devuelve todas las cosas que tienes en tu posesión que no te pertenecen».
Me quedé estupefacta. ¿Cómo podía humillarme al pedir perdón? Pero si quería seguir a Jesús, Dios me dijo en términos muy claros que tenía que tomar mi cruz. «La obediencia es necesaria», recuerdo haber oído en voz baja y tranquila. «No te preocupes por el resultado».
Horas de silencio
Para mi sorpresa, el resultado no fue el que esperaba. De hecho, esa confesión me produjo una profunda paz y alegría, y una mayor conciencia de la presencia del Señor en mi vida.
Emocionada por mi nueva fe, decidí compartir el evangelio con mi madre, pero ella me desairó diciendo que no había alcanzado la edad para hablar de Dios o de la religión. Dijo que más bien debía divertirme, comer bien y ser feliz.
Poco después, nos mudamos a una nueva ciudad con mi padre tras su último traslado, y toda la familia se reunió. Nos despedimos entre lágrimas de Anita, a quien nunca volví a ver. Como Anu y yo solo teníamos una Biblia para las dos, decidimos dividirla en dos partes y, de vez en cuando, intercambiábamos las partes. El poco tiempo que pasamos con Anita nos preparó para afrontar la tensa situación con nuestros familiares, quienes querían acabar con nuestra nueva fe. Cuando estaba triste, cantaba los pocos himnos y coros que había aprendido de Anita.
No teníamos ninguna iglesia a la que asistir ni comunión con otros creyentes, así que dependíamos completamente de nuestra Biblia y de la iluminación del Espíritu Santo. Al carecer de privacidad en casa y dado que teníamos prohibido orar abiertamente, recurrimos a pasar horas a solas con la Biblia, encerradas en el baño. Fue durante esas horas de tranquilidad que el Señor me guió versículo por versículo, enseñándome a leer la Biblia, meditar en ella y aprender de ella.
Esa instrucción incluyó un llamado al arrepentimiento. Recuerdo que protesté: «No he cometido ningún pecado. Solo soy una niña de 17 años». Pero el Espíritu Santo repitió episodios de toda mi vida, que se remontaban a cuando tenía solo 3 años. ¡Resultó que tenía mucho de qué arrepentirme! Como resultado, mis sesiones de crecimiento espiritual en el baño se hicieron más largas: a veces duraban más de la mitad del día.
Mi familia no desistió de sus intentos de reconvertirnos. Algunos parientes nos agredieron físicamente, nos llevaron a un psiquiatra para comprobar nuestra cordura y llamaron a evangelistas sijs para que intentaran convencernos de nuestra supuesta locura; incluso llamaron a sacerdotes católicos romanos para que nos hicieran cambiar de opinión. Todas estas intervenciones tenían un único objetivo: demostrar la superioridad de la fe sij de mi familia.
Hubo periodos en los que dudé de mi elección de seguir a este «Dios de los cristianos», pero el Señor me tranquilizaba con palabras de las Escrituras, que me mantenían con los pies en la tierra y me ayudaban a perseverar. Cada vez que surgían dudas, ciertos versículos seguían resonando en mis oídos, como «Nadie que mire atrás después de poner la mano en el arado es apto para el reino de Dios» (Lucas 9:62), o «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí» (Mateo 10:37).
Las promesas de Dios para mi futuro eran mi única ancla. Recuerdo que encontré seguridad en Mateo 19:29, que dice: «Y todo el que por mi causa haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o terrenos recibirá cien veces más y heredará la vida eterna».
Como último recurso, mi familia me separó de Anu y me envió al estado natal de mi padre, Punjab, para que me quedara con unos parientes, pensando que el entorno de alguna manera quebrantaría mi fe y me haría entrar en razón. Pero incluso entonces, el Señor reivindicó su nombre mediante muchas señales y maravillas.
Mientras estuve exiliada en Punjab, mis padres llevaron a Anu a un brujo con la esperanza de expulsar al Espíritu Santo de su interior. El brujo la colocó dentro de un círculo hecho de limón y chile, le echó cenizas en la cabeza y cantó mantras sobre ella durante casi una hora. Pero fue en vano. Se volvió hacia mis padres y les dijo: “El que está dentro de ella es mucho más poderoso que el [espíritu] que está dentro de mí”. Estaban asombrados y sin palabras.
Mientras tanto, en Punjab, todo el pueblo sabía que cuando yo oraba a mi Dios, podrían pasar milagros. Por ejemplo, en julio de 1993, Punjab fue testigo de una lluvia torrencial que duró varios días seguidos, matando a cientos de personas y afectando a la mitad de la población del estado. Mis tías vinieron y me preguntaron si podía orar para que dejara de llover. Les dije que lo haría, pero solo cuando el Señor me guiara a hacerlo.
Pronto no había comida en la casa, ni lugar para sentarse o dormir, ya que todo el techo tenía goteras y partes de la casa se habían derrumbado. Un día, después de que tuvimos que despedir a mis primos y dejarlos ir con hambre, corrí a una habitación llena de agua de lluvia y comencé a orar entre lágrimas. Cuando terminé, salí y vi que la lluvia había parado. A partir de ese día, mis tías cambiaron su opinión sobre mí. De vez en cuando, me preguntaban sobre Jesús o me pedían cantar un coro cristiano.
Asombro y gratitud
Siete años después de mi conversión, por fin supe de una iglesia. Para entonces, mi padre había fallecido en un accidente. Mi madre nos permitió a Anu y a mí asistir a los servicios religiosos todos los domingos, con la esperanza de que así encontráramos marido.
A pesar de la intensa presión familiar para que me casara, esperé en el Señor. Le dije a Dios que, como mi Padre celestial, era su responsabilidad casarme y que yo no buscaría a alguien por mi cuenta. A su tiempo y a su manera, trajo un esposo cristiano a mi vida a través de mi hermana mayor, que no era creyente. Por fuera, tal vez parecía que esto sucedió a través del tipo de matrimonio arreglado que era común en nuestra cultura; sin embargo, creo que Dios fue quien hizo los arreglos.
Tiempo después, el Señor me llamó al ministerio de tiempo completo. Durante los siguientes 22 años, este llamado me llevó a muchas ciudades en los cinco continentes, donde he hablado de mi experiencia y he enseñado a otros lo que Dios me ha enseñado de su Palabra. He tenido el privilegio de hablar con líderes de ministerios de mujeres y esposas de pastores tanto en entornos urbanos como rurales, abordando cuestiones clave que enfrentan en la vida diaria.
Como he sufrido la persecución en carne propia, me identifico mucho con los cristianos perseguidos y por eso defiendo su causa. Además de colaborar con la policía a favor de las víctimas, cuento sus historias al mundo para generar conciencia y promover la oración.
Cuando veo al Señor usándome para enseñar, predicar y aconsejar a mujeres casadas, parejas y niños, me lleno de asombro y gratitud por todas las maneras en que me ha bendecido. Mi oración es que Él me permita caminar en sus caminos más perfectos hasta que finalmente lo vea cara a cara: mi Redentor, mi Salvador y mi Padre.
Surinder Kaur es editora para el sur de Asia de Christianity Today.