Culture

Lo que Dostoyevski me enseñó sobre enviar a los hijos a la universidad

Una carta del escritor ruso me ayudó a recordar el objetivo central de los padres cristianos.

A portrait of Dostoevsky with college students walking in the background.

Un retrato de Dostoyevski.

Christianity Today January 3, 2025
Ilustración de Elizabeth Kaye / Fuente de imágenes: Getty / Pexels / Wikimedia Commons

Dentro de unos meses, nuestro hijo mayor concluirá sus estudios de educación secundaria. Hemos pasado los últimos meses guiándolo a través del aparentemente interminable proceso de escritura y reescritura de ensayos de solicitud y ensayos suplementarios, seleccionando universidades y planificando visitas. El ajetreo de esta época a menudo oculta el hecho de que mi esposo y yo estamos a punto de enviar a nuestro hijo a un mundo caótico, con frecuencia hostil a las convicciones cristianas.

En medio del ruido, es fácil ignorar el pensamiento persistente de que tal vez no he hecho un buen trabajo como madre. Quizá debería haber hecho más por enseñarles a mis hijos los peligros de las ideologías seculares, o la importancia de la familia y la comunidad de la iglesia a fin de prepararlos para la confusión que se avecina.

Durante esta temporada, he estado leyendo una colección de correspondencia personal del escritor ruso Fiódor Dostoyevski. Hace poco, encontré una carta que me tocó una fibra sensible. En ella, Dostoyevski responde a una lectora, una mujer desconocida para él, quien le pide consejo sobre cuestiones de la crianza de los hijos. Más concretamente, se pregunta cómo puede enseñarle a su hijo de ocho años lo que es bueno y correcto en medio de tiempos confusos.

En la época de su correspondencia (1878), el Imperio ruso estaba experimentando cambios culturales monumentales. Habían pasado menos de dos décadas desde la abolición de la servidumbre feudal. La acelerada liberalización había dado lugar a movimientos anarquistas, socialistas y nacionalistas. Estas ideologías radicales contribuyeron a la rápida erosión de los valores establecidos y los modos de vida tradicionales. En este contexto, es perfectamente comprensible que la madre sintiera que era su deber enseñar a su hijo la diferencia entre el bien y el mal, puesto que la sociedad ya no cumplía esa función.

En su respuesta, Dostoyevski no ofrece ninguna sugerencia práctica o prescriptiva. Tampoco ofrece un comentario a tono personal. (De hecho, sabemos muy poco de Dostoyevski como padre, aunque se sabe que tuvo cuatro hijos). Más bien, escribe a partir de su fascinación de toda la vida por la vida humana tanto en lo individual como en lo social, representada en novelas como Los hermanos Karamazov y Los demonios.

Al igual que la madre anónima de las cartas de Dostoyevski, yo también quiero inculcar la verdad en mis hijos a fin de fortalecerlos, ya que sin duda se enfrentarán al latigazo de ideas y movimientos, a la información y desinformación, por no hablar de los peligros que ellos mismos se autoprovoquen. El peso común de la responsabilidad parental en una cultura marcada por rápidos cambios hizo que me sintiera instantáneamente con esta correspondiente, aunque nos separen el tiempo y el espacio.

Gran parte de la literatura cristiana contemporánea sobre la crianza de los hijos tiene como objetivo formar el carácter del niño u optimizar su entorno para garantizar un resultado deseado, ya sea un niño resistente y emocionalmente sano, o un adulto piadoso y fiel a Dios. Este enfoque pretende ofrecer recomendaciones prácticas para padres cansados.

El escritor ruso ofrece un punto de vista muy diferente. Quizá sabía que las sugerencias prescriptivas suelen ser insuficientes porque no funcionan para todo el mundo. En lugar de sugerir cambios en sus técnicas de crianza, el gran escritor dirige su mirada hacia el alma de la madre.

Dostoyevski no solo era un gran escritor, sino también un lector atento. En la carta de la madre, percibe las intenciones de una mujer que se toma en serio la crianza de sus hijos y se preocupa sinceramente por la verdad y la bondad. Es una buena madre y él la felicita. También reconoce su ansiedad por el estado del mundo y su deseo de proteger a su hijo del caos de la modernidad. Los peligros son reales y Dostoyevski nunca les resta importancia.

También logra percibir sus tendencias obsesivas. La madre ha sacado sus mejores intuiciones a la luz, pero corriendo el riesgo de extralimitarse, le dice Dostoyevski, y le advierte que la crianza sin moderación es siempre opresiva. Algunas de las lecciones que ella quisiera impartirle a su hijo, él tendrá que aprenderlas de primera mano. Tal vez, sugiere Dostoyevski, ha exagerado su responsabilidad como madre y se ha propuesto una tarea demasiado grande.

¿Cuál es su deber materno? Dostoyevski explica que la mera enseñanza de «la diferencia entre lo bueno y lo malo» no es suficiente para la formación de un niño. Todo el conocimiento abstracto del mundo será inútil si su hijo le pregunta por qué debe respetarla, amarla y honrarla como madre.

Dostoyevski sugiere que lo único que puede hacer como madre es ser buena (y eso es más que suficiente). Como verdadero escritor, la anima a enseñar con el ejemplo, no solo a decir con palabras. «Sé buena y deja que tu hijo se dé cuenta de que eres buena», escribe. «Así cumplirás plenamente tu deber para con tu hijo, porque así le darás la convicción inmediata de que las personas deben ser buenas».

¿Cómo define Dostoyevski la bondad? Enumera algunas cualidades: el amor a la verdad, la rectitud, la bondad de corazón, la ausencia de falsa vergüenza y el constante rechazo al engaño. Cada rasgo conecta con el primero: el amor a la verdad. Para Dostoyevski, la verdad nunca es abstracta; no es un conjunto de proposiciones o doctrinas a las que uno simplemente asiente sin un cambio de conducta. Para él, el amor a la verdad es el compromiso personal con la bondad moral en la vida cotidiana y la oposición a cualquier forma de mentira, ya sea engañarnos a nosotros mismos o engañar a los demás.

Resulta crucial entender que la verdad nunca es personal o individual. Es necesario comprometerse con las virtudes morales divinamente ordenadas. El único consejo práctico que Dostoyevski le da a la madre es que su hijo «conozca el Evangelio» y «le enseñe a creer en Dios». No hay nada mejor que el Salvador, le dice el gran escritor. Para Dostoyevski, esto es absolutamente necesario: nadie puede crecer para ser bueno sin Cristo.

En su respuesta a la carta de la madre, Dostoyevski le dice que el recuerdo de un padre que encarna todas las «buenas cualidades» que ha nombrado antes «tarde o temprano hará una nueva criatura de [su] hijo», incluso si ese padre comete errores ocasionales. Educar a un hijo en la verdad es como injertar una rama en un buen árbol.

Cuando un padre ama la verdad y encarna la bondad a diario, el hijo naturalmente amará a ese padre. Y cuando el niño ama a sus buenos padres, de hecho ama el bien que tales padres encarnan. Según Dostoyevski, solo así puede un padre enseñar a su hijo a amar el bien.

Su respuesta me tranquilizó y me aterrorizó a la vez. Por un lado, Dostoyevski da respuestas sencillas a una serie de preguntas muy complejas. No necesito dominar elaborados sistemas filosóficos y teorías sociales para enseñarles a mis hijos el significado del bien y del mal. Según Dostoyevski, las personas tienen un anhelo natural por la verdad, y este anhelo viene en nuestra ayuda en la labor de ser padres.

Ahí radica la parte aterradora, ya que la labor de crianza comienza con mi propio yo: mi amor por la verdad, mi propia rectitud, la bondad de mi  corazón, la ausencia en mi vida de falsa vergüenza y mi constante rechazo al engaño. Si quiero enseñarles a mis hijos a amar lo que es bueno, tengo que encarnar el amor a la verdad y a la bondad, y vivirlo en mi vida diaria. 

La respuesta de Dostoyevski revela una intuición profundamente cristiana con respecto a que siempre debemos empezar por nosotros mismos, y no mirar a los males que podamos encontrar en los demás o en la sociedad. Este es el espíritu mismo del Evangelio de Jesucristo: «¡Les digo que no! De la misma manera, todos ustedes perecerán a menos que se arrepientan» (Lucas 13:3).

Ser padres no es fácil. En mi caso, la maternidad ha sido una revelación inesperada. Descubrí algo en mí que no sabía que tenía. El vínculo que sentí con cada uno de mis hijos desde el principio fue tan profundo que, por primera vez, sentí que comenzaba a comprender a Dios. Experimentar un amor así no fue nada menos que un regalo milagroso.

La maternidad es sin duda un don, pero no me fue dado solo en beneficio de mi alma, sino también por el bien de mis hijos. A medida que mis hijos crecen, me pregunto: ¿Qué es exactamente ese bien? ¿Qué quiero conseguir al criar a mis hijos? ¿El bienestar físico y emocional de mis hijos? Sí, pero seguramente no es suficiente. ¿Su salvación? Eso está fuera de mi alcance. ¿Su éxito en el mundo? Es un objetivo demasiado limitado.

A medida que mis hijos han pasado de la primera infancia a la adolescencia, mi propósito como madre se ha cristalizado en una breve oración: «Señor, si les he enseñado a amar, he hecho bien». Fiódor Dostoyevski me recordó que tal empeño comienza con un examen honesto de mi propio corazón y de mi propia mente.

Vika Pechersky es editora de propuestas en Mere Orthodoxy.

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