En 2020, escribí dos palabras letales: una mala palabra en inglés que comienza con f, seguida de la palabra «Dios». Con eso, renuncié al cristianismo.
Mientras el mundo se desmoronaba por la pandemia, mi fe también lo hacía. Algunos lo llaman deconstrucción, pero para mí fue una demolición total.
No estaba examinando cuidadosamente cada una de las costuras de mi fe en comunidad; no, estaba cortando frenéticamente cada hilo hasta que mi fe dejara de existir. Saqué de mi vocabulario el término Dios porque estaba empapado de la opresión de mi pasado. No quería formar parte de esa religión, de ese control, de esa culpa.
Estaba enfadada.
Había comenzado a escuchar ideas, teorías y creencias que desafiaban el cristianismo tradicional: la sexualidad podía ser un espectro. El pecado original era debatible. La Biblia se contradice. Sin embargo, no fue liberador enterarme de que existían comunidades de fe que afirman la diversidad sexual y otros tipos de iglesias no tradicionales. Como alguien que había querido explorar su sexualidad pero había reprimido el deseo de hacerlo, sentí que el placer me había sido robado.
Las normas con las que no estaba de acuerdo pero que sentía que tenía que seguir empezaron a sentirse como un yugo difícil y una carga pesada.
Los deseos que había enterrado en lo más profundo de mí —experimentar, cuestionar, desafiar— chocaban violentamente con las doctrinas que había predicado en público y en privado durante la última década como escritora y líder de jóvenes. Ahora estaba atrapada entre el Dios de mi fe y la mujer que temía ser en realidad. ¿Y si no podía disfrutar de la vida y de Dios al mismo tiempo? ¿Y si ya no podía negarme a mí misma en nombre de Dios? ¿Qué pasaría si, en cambio, negara a Dios por elegirme a mí misma?
Me elegí a mí misma.
Durante los dos años siguientes, me embarqué en lo que solo puedo llamar una «gira por el mundo», una gira por todo lo que creía que el mundo podía ofrecerme: amor homosexual, poliamor, sexo, drogas y la adoración de otros dioses. Dije sí a todo lo que antes me había negado a mí misma. Y al decir sí, pensé que había encontrado la libertad.
Durante un tiempo, me sentí bien. La rebelión viene acompañada por un subidón, una emoción que surge de hacer todas las cosas que una vez temiste. Como ya no estaba restringida por la mirada amenazadora de Dios, me permití sumergirme en los placeres. Todos esos viernes por la noche que pasaba en el estudio de la Biblia en lugar de en las fiestas del campus ahora parecían una broma. Me había perdido la vida, o eso creía, y ahora estaba recuperando el tiempo perdido. Creía que estaba viviendo la mejor vida posible.
Pero pronto, ese subidón se desvaneció. La libertad que una vez me supo tan dulce se volvió amarga.
La relación que pensé que sería mi refugio seguro empezó a desmoronarse. La ansiedad entró como un huésped no invitado y se instaló en mi casa. Mi mente se convirtió en un campo de batalla de pensamientos precipitados, dudas y paranoia, sobre todo después de iniciarme en las drogas psicodélicas y alucinógenas, que creía que expandirían mi mente, pero que solo me dejaron a la deriva y desconectada de la realidad. Las drogas, el sexo, mi actitud desafiante… nada de eso me trajo la paz que buscaba.
En lugar de eso, me encontré flotando, no en aguas tranquilas, sino en una oscuridad vasta y vacía como el espacio exterior. No había nada sólido a lo que aferrarse. Desde fuera podía parecer que era libre, pero yo sabía la verdad: estaba perdida. Tenía miedo.
Y más aún, ya no quería vivir. La vida había perdido su sentido. Lo que una vez fue placentero se había convertido en algo sin propósito, y sin ese placer, no veía razón para existir. Había definido mi propósito por mi rebelión, y cuando la rebelión dejó de satisfacerme, no me quedó nada. Ni Dios, ni fe, ni amor, ni paz.
La idea del suicidio se convirtió en una compañera silenciosa, un susurro en el fondo de mi mente que se hacía más fuerte cada día. Parecía lógico, incluso racional, acabar con todo. Si la vida no tenía sentido, ¿para qué continuar? Sopesé mis opciones: una sobredosis de antidepresivos o meterme en un baño de agua tibia y simplemente dejarme llevar. Me preparé para desaparecer, para deslizarme hacia la inexistencia, porque vivir en esa confusión, en esa depresión, me parecía insoportable.
Pero cuando estaba a punto de acabar con todo, el miedo se apoderó de mí. Era el miedo a la separación eterna de todo lo bueno, de todo lo cálido, de todo lo real. Había rechazado al Dios de la Biblia, pero ahora, en mi más profunda desesperación, me encontré a mí misma clamándole.
Dios, ayúdame. Hacía años que no pronunciaba ese nombre, el mismo nombre que había intentado borrar de mi memoria. Pero era la única palabra que parecía encajar en aquel momento.
Y entonces, sonó el teléfono.
Era una amiga cristiana que me había seguido durante toda mi gira por el mundo. Llamó en ese preciso momento, como si lo hubiera sabido. Me preguntó si estaba bien, y me permití admitir la verdad por primera vez en mucho tiempo: no, no estaba bien.
Me desahogué con ella y le dije todo lo que llevaba dentro. Ella me escuchó, y su presencia al otro lado de la línea me sacó del abismo.
Cuando colgamos, me desplomé en el suelo, llorando. ¿Qué acababa de ocurrir? No debía estar viva. No quería estar viva. Pero lo estaba. Había clamado a Dios —al Dios al que había renunciado— y Él me había escuchado. En ese momento, apareció. El Dios que existe fuera del tiempo y del espacio llegó a mi oscuridad y me devolvió a la vida.
Poco después, mi hermana llegó a casa y me encontró tirada en el suelo, con la cara llena de lágrimas. Era la hermana que una vez me había atribuido el mérito de ayudarla a crecer en la fe y que me había visto alejarme de esa misma fe, mientras vivíamos bajo el mismo techo. Se arrodilló a mi lado y me preguntó: «¿Quieres rendirte?».
Era la invitación que había estado esperando toda mi vida, y ni siquiera me había dado cuenta. Le dije que sí.
Dije sí a entregar mi orgullo, mi dolor, mi confusión, mi frustración, mi rebelión y mi vacío. Oró por mí y mis lágrimas se convirtieron en sonrisas. Por primera vez, me sentí viva.
Al día siguiente, todo era diferente. Mi vida había cambiado en un instante. El Dios del que me había alejado, el Dios que creía haber rechazado, nunca me había abandonado. Estaba ahí, escuchando, esperando a que volviera a llamarle, quizá de una manera en que nunca lo había hecho antes.
Desde aquel día, no he dejado de hablar con Dios. Le digo todo: mis miedos, mis dudas, mis preguntas, mis placeres, mis debilidades, mis dolores, mis deseos. Todo lo que antes intentaba ocultar, ahora se lo cuento a Él. Ya no finjo. En lugar de eso, lo dejo entrar en cada parte de mí y, a cambio, Él me da paz.
La idea de negarse a uno mismo suena opresiva para el yo. Parece que decir sí a cada pensamiento y a cada sentimiento nos llevará a descubrir nuestro verdadero yo, pero eso solo conducirá a la decadencia del alma.
Estoy convencida de que yo no sé qué es lo mejor para mí. Creía que lo sabía, pero buscar la felicidad al margen de Dios me llevó a la total desilusión. Me di cuenta de que si no hay Dios, la vida no tiene sentido y que la muerte sería preferible.
Pero Dios se negó a dejarme morir en mi incredulidad. Y por eso, ahora sé que la única manera de encontrar la vida es perdiéndola (Mateo 16:25).
Caresse Dionne Spencer pasa sus días disfrutando de Dios, compartiendo su historia y dando vida a cosas viejas como propietaria de la tienda de ropa retro en internet Revival.