El jueves 30 de mayo, la página de inicio del sitio de The New York Times anunciaba la condena de Donald Trump por 34 delitos graves en el tipo de titular a gran escala y en letras negras que solemos asociar con periódicos antiguos y amarillentos anunciando el inicio de una guerra. «TRUMP, CULPABLE DE TODOS LOS CARGOS», leía el titular sobre una foto del expresidente luciendo cansado y hastiado en un espacio público abarrotado.
Más abajo en la página se encontraba el enlace a una historia que señalaba por qué este momento es histórico y el enlace a otra historia que explicaba con detalle cada uno de los 34 cargos [enlaces en inglés]. Alineadas en la página de inicio, el titular de la primera historia y el resumen en viñetas de la segunda formaban una extraña yuxtaposición: «Donald Trump se ha convertido en el primer presidente de Estados Unidos probado como delincuente», decía, y debajo, una lista con viñetas: «11 cargos relacionados con facturas, 12 cargos relacionados con libros contables, 11 cargos relacionados con cheques». Espera, ¿facturas? No suena exactamente como el crimen del siglo.
Y eso pone de relieve el problema central con las respuestas más comunes a este veredicto en nuestro discurso político: entre los antagonistas y los admiradores de Trump por igual, son muchos los que están llamando al mal bien y al bien mal (Isaías 5:20).
Dudo que se trate de un disimulo deliberado. Las reacciones más notorias que he observado no han sido calculadas, sino todo lo contrario. Especialmente más allá de las respuestas tipo parloteo, las respuestas han parecido más bien estallidos orgánicos de júbilo y schadenfreude [placer por el dolor ajeno], o bien, de indignación y resentimiento. Me parece que la mayoría de la gente cree sinceramente que sus reacciones son en defensa de la justicia. Pero incluso cuando se trate de una motivación inocente, se trata de una especie de confusión moral en ambos lados.
Empecemos por analizar a los adversarios de Trump, entre los que hubo gran regocijo cuando cayó el veredicto. Pero, ¿cuál es exactamente la naturaleza del delito? A diferencia de la acusación de Trump en Georgia, que me parece moral y legalmente convincente, los delitos de los que Trump ha sido declarado culpable en Nueva York son arcanos y éticamente poco intuitivos.
El caso que nos ocupa ha sido resumido por muchos como relativo a los pagos que Trump y sus asociados hicieron para ocultar sus aventuras con dos estrellas del porno. Eso es parte del asunto, pero ese no es el delito, ya que no es ilegal tener aventuras con estrellas del porno o pagar para mantener en secreto relaciones adúlteras.
Por lo que Trump ha sido realmente condenado, en resumen, es por violar una ley del Estado de Nueva York contra la falsificación de registros comerciales a fin de ocultar su violación intencionada de la ley federal de financiación de campañas (así como algunas otras leyes) que lo habrían obligado a revelar el proceso de pago que llevó a cabo en varios pasos para ocultar las historias de sus aventuras para que su campaña presidencial de 2016 no se viera perjudicada por el conocimiento público de su infidelidad.
Los cargos son considerados delitos graves y no delitos menores (como lo serían normalmente los cargos por falsificación de registros), porque se supone que la falsificación encubrió otro delito, un delito por el que Trump nunca recibió cargos, y mucho menos fue condenado.
Si eso te parece a la vez tortuosa y sorprendentemente mundano, no eres el único al sentir ese instinto. Cuando el fiscal del distrito de Manhattan, Alvin Bragg, hizo públicos los cargos por primera vez el año pasado, fueron recibidos con cejas levantadas casi universalmente entre la corriente dominante e incluso entre los comentaristas jurídicos de izquierdas.
Politico, que no es un periodicucho a favor de Trump, calificó todo el asunto como algo que llevaría a cualquiera a «rascarse la cabeza». Un comentarista de CNN, Fareed Zakaria, lo llamó «un caso en el que se juzga al hombre correcto por el crimen equivocado». Andrew Prokop, de Vox, argumentó detalladamente que, aunque Trump no es un «fiel seguidor del Estado de Derecho» (cierto), se trata de una acusación politizada: una expedición de pesca centrada «en un asunto oscuro o técnico» que utiliza una teoría jurídica novedosa y es encabezada por un electo opositor político del acusado.
Repito todo esto para decir: este veredicto no merece ser llamado «bueno». Tal vez sea técnicamente correcto desde el punto de vista jurídico —no tengo los conocimientos jurídicos para decirlo—, pero incluso si eso es cierto, esta condena parece ser el resultado de un caso motivado mucho más por la rivalidad política que por un interés real en la justicia y el Estado de derecho.
Aún no sabemos cuál será el castigo de Trump (la sentencia está prevista para el 11 de julio), pero en el improbable caso de que realmente sea encarcelado por este delito no violento, una respuesta de júbilo sería no solo indecorosa sino injusta (Proverbios 24:17, 1 Corintios 13:6).
Pasemos ahora a analizar a los partidarios de Trump. El expresidente ha negado las acusaciones de adulterio, así como sus esfuerzos por ocultarlo. Pero anteriormente admitió al menos uno de los pagos en múltiples ocasiones, y Rudy Giuliani también habló públicamente al respecto cuando era abogado de Trump. Y dado el público historial de Trump de comentarios (y sesiones fotográficas) en los que ha dado a conocer sus inclinaciones sexuales, sus negaciones son, como mínimo, cuestionables.
Trump ha pasado décadas atrayendo naturalmente y diseñando deliberadamente una reputación como una «persona inmoral, impura o codiciosa» conocida por su lascivia, «obscenidad, manera de hablar imprudente» y «bromas groseras». No hace falta decirlo, todas las cosas que «son impropias del pueblo santo de Dios» (Efesios 5:3-5). ¿Alguien le cree cuando niega sus aventuras con estrellas del porno?
Francamente, dudo que incluso sus votantes más entusiastas se lo crean. Es evidente que no es un hombre que goce de buen carácter. No es el tipo de hombre sobre el que estas acusaciones parezcan inverosímiles. Tengo la suerte de conocer a muchos hombres así, y supongo que ustedes también. Si la misma acusación se hiciera contra ellos, mi respuesta sería de completa incredulidad. Me reiría. ¿Pero Trump? Sus palabras dicen «no», pero todo su carácter público dice «sí». Todo este asunto es de mal gusto y vergonzoso, y asociarnos con el mismo puede corromper también nuestro carácter (1 Corintios 15:33-34).
En resumen, puede ser justo decir que Trump es víctima de una cierta injusticia en este caso, como muchos en la derecha lo han señalado. Analizando las cuestiones legales, me inclino a estar de acuerdo. Pero eso no lo convierte en un héroe asediado al que merezca la pena seguir y defender. Al examinar a Trump a través de una lente moral, debería ser fácil decir que su vida no merece ser llamada «buena».
Como cristianos, por supuesto, confesamos que «no hay nadie que haga lo bueno; ¡no hay uno solo!», que «todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero por su gracia son justificados gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús efectuó» (Romanos 3:12, 23-24).
Viendo las tribulaciones de Trump —algunas indebidas, pero muchas forjadas por su propia mano—, esa confesión de fe debería movernos no tanto a la euforia o la indignación, ni al schadenfreude o al resentimiento. Debería movernos a la humildad al reconocer que necesitamos la misma redención. ¿De qué sirve que alguien consiga una gran victoria en los tribunales o incluso la presidencia, si pierde su alma?
Bonnie Kristian es directora editorial de ideas y libros en Christianity Today.