En esta época del año, somos rodeados constantemente con imágenes que quieren llamar nuestra atención para presentarnos la idea de unas vacaciones perfectamente tranquilas y de todos los regalos en los que encontraremos satisfacción verdadera. Imagina, por un momento, amar algo que nunca has visto. Incluso sin comprender del todo aquello que amas, hay un dolor y una esperanza de plenitud, de realización, de ser hechos completos. Pero, ¿qué hay de amar a alguien a quien nunca has visto?
Las madres saben bien lo que esto significa, porque sienten a sus bebés moverse en su vientre antes de ver su rostro. Tal vez esto es lo que María sintió durante nueve largos meses mientras su vientre crecía, tratando de dar sentido al hecho de que esas pequeñas pataditas y golpecitos eran los primeros movimientos del Hijo del Altísimo.
Durante 2000 años, Dios había revelado su presencia en las diversas formas de humo, fuego, maná y nube en la cima de una montaña. Era imposible —y estaba prohibido— intentar hacer cualquier imagen o representación de Él. Era invisible, incapaz de ser reducido a una imagen e incapaz de ser comprendido por nuestros ojos humanos.
La verdadera adoración siempre mantiene una tensión entre la inmanencia y la trascendencia de Dios. ¿Dónde podemos concebir esa adoración si no en su encarnación? Dios, en su gracia, hizo visible lo invisible y eligió habitar entre su pueblo como uno de nosotros. Pero el primogénito de los muertos no solo vino en nuestra frágil forma humana, sino que lo hizo en la más débil: como un recién nacido. Dios se convirtió en una criatura indefensa que necesitaba las necesidades humanas más básicas: ser alimentado, limpiado y vestido. Es difícil imaginar la plenitud de Dios en un recién nacido de poco más de dos kilos. Este niño fue el Verbo al principio de la creación, presente antes de que comenzara el tiempo y preeminente en todas las cosas. En Él —ese bebé que no podía sostener su propia cabeza— todas las cosas cobran sentido. Jesús en el pesebre es una imagen que quizá nos resulte inesperada, pero el Dios de la humildad, el servicio y la reconciliación es el Dios que necesitamos.
Sin embargo, a medida que la historia avanza, la imagen se hace más clara. Fue en un cuerpo débil y diminuto que Dios se complació en habitar. No era su obligación ni un inconveniente revelarse así a nosotros, sino su puro deleite. Incluso ahora, sigue siendo el puro placer de Dios —su gozo— revelarse, dar de sí mismo incluso cuando no necesita hacerlo, y gobernar como un Rey humilde, para nuestro bien y nuestro gozo. Él se complace en reconciliarnos, en restaurar la misma creación que hizo en su comienzo edénico y, sí, en levantar el velo y abrirnos el camino para un día llegar a verlo cara a cara.
Él es la imagen del Dios que necesitamos: un Dios que ejemplifica la humildad, el servicio y el deleite de la reconciliación. Él mantiene unidas todas las cosas, desde la creación hasta el pesebre; desde la cruz hasta la nueva creación.
Caroline Greb es esposa, madre, ama de casa, artista plástica y subdirectora de Ekstasis Magazine.