Este artículo ha sido adaptado del boletín de Russell Moore. Suscríbase aquí. [Enlaces en inglés].
Rara vez paso suficiente tiempo en la aplicación antes conocida como Twitter como para llegar a enfadarme por cualquier cosa; sin embargo, lo hice la semana pasada.
Una amiga mía publicó una petición de oración por su hijo, hospitalizado por esquizofrenia, con la que lleva luchando mucho tiempo. La mayoría de las respuestas fueron lo que cabría esperar: muestras de cariño y preocupación.
Una, sin embargo, fue la de un cristiano que le dijo a mi amiga que podía resolver el problema fácilmente: quitándole la televisión, la música y los videojuegos «seculares». Esa respuesta sería repulsiva en sí misma, pero entonces fui y miré algunos de los otros mensajes de esta persona.
En uno de ellos, de hace algún tiempo, advertía a la gente sobre pensar en asuntos como el Holocausto. Citaba a un famoso músico cristiano que fue a Auschwitz y perdió su fe en Cristo. Es mejor pensar en las cosas bellas y puras.
Incluso los amigos de Job tenían mejores consejos. Sí, muchas personas han perdido la fe —o nunca han llegado a tenerla— porque no podían conciliar la idea de un Dios bueno con las atrocidades y el sufrimiento que ven en el mundo. Pensemos, por ejemplo, en los escalofriantes argumentos que Dostoyevsky puso en boca de Iván Karamazov. Sin embargo, la ignorancia voluntaria ante el mal no es una respuesta cristiana a estas cuestiones.
Si esta postura no fuera más que las divagaciones de una persona cualquiera en internet, no le habría dado mucha importancia. Pero el sentimiento expresado en esa cuenta —aunque ahí fue expresado de manera cruda y grosera— es el que muchas personas adoptan sin darse cuenta: si me quedo quieto y no pienso en el mal que acecha en el mundo, entonces desaparecerá.
Hace unas semanas, unos amigos y yo hablábamos del Libro de Job, tras haber leído juntos la traducción de Robert Alter. Les mencioné algo que ya señalé en uno de los primeros números de mi boletín: cómo el libro de Job despertó la imaginación del joven Stephen King.
En 2020, King —quizás el escritor estadounidense más famoso de ficción de terror desde Lovecraft— dijo en una entrevista de la National Public Radio con Terri Gross que, tras haber crecido en una iglesia metodista, le fascinaba cómo gran parte de lo que ocurre en el libro de Job tiene lugar «tras bastidores». Usted y yo, como lectores, podemos ver la conversación entre Dios y el enemigo sobre la vida de Job, pero él no.
Esa lectura llevó a King a preguntarse si existe, de hecho, un mal fuera de nosotros o más allá de lo que creamos para nosotros mismos. «La Biblia intenta mostrar las dos cosas», dijo.
Como cristiano, yo diría que la Biblia intenta mostrar las dos cosas porque las dos cosas son reales. Hay un mal fuera de nosotros, y a veces vemos la repugnante enormidad de ese mal. Parece que lo sabemos intuitivamente, y por eso todas las culturas cuentan historias de terror e intentan idear formas de distraernos para que no veamos ese horror. También sabemos que hay mal dentro de nosotros, y por eso todas las culturas tienen categorías de culpa, vergüenza, injusticia o expiación.
Pero es más que esto. La Biblia habla de ambas maneras, aparentemente contradictorias, sobre el cosmos que nos rodea. «Dios miró todo lo que había hecho y consideró que era muy bueno», nos dice el Génesis (1:31, NVI). El apóstol Juan, en cambio, escribe que «sabemos que somos hijos de Dios y que el mundo entero está bajo el control del maligno» (1 Juan 5:19).
¿No parece que todos nosotros —incluso los que rechazan la idea de una revelación sobrenatural— sabemos intuitivamente que ambas realidades son ciertas, y que si negamos cualquiera de ellas, nos estamos mintiendo a nosotros mismos?
Algunos cristianos descartan el problema del mal haciendo tanto hincapié en los decretos de Dios que, como escuché decir a un pastor calvinista hace más de 25 años, «acaban empujando el mal hasta el corazón de Dios», contradiciendo directamente que el Dios que conocemos se revela en Jesucristo «lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14). Otros, deseando proteger a Dios de acusaciones de injusticia, intentan explicar el mal de formas que recuerdan terriblemente a los consejeros de Job, aquellas personas a quienes Dios mismo repudió.
En el debate de nuestro grupo sobre Job, uno del grupo —un sabio pensador judío— respondió a las críticas de quienes han escrito a lo largo de los siglos que el libro no ofrece una respuesta satisfactoria al problema del mal. Señaló que el libro de Job no trata el problema del mal: trata de los límites de la sabiduría humana. Dios no responde a las quejas de Job con un silogismo, sino con su presencia.
El mal es real. El sufrimiento es real. No podemos comprenderlo, y quizá por eso se le llama «el misterio de la maldad» (2 Tesalonicenses 2:7). La cuestión, sin embargo, es si el mal es normal, o si nuestros deseos e imaginaciones aciertan al indicarnos que esto no debería ser así.
El novelista John Updike escribió una vez: «Si Dios no existe, el mundo es un espectáculo de terror». Admitió que hay muchas pruebas de que el mundo es un espectáculo de terror: «deslizamientos de tierra, plagas, masacres, caídas de aviones y una incesante carnicería», por no hablar de la universalidad de la muerte.
Sin embargo, al final Updike se convenció no solo de los horrores del mundo, sino de la existencia de Dios:
Sin embargo, esta y todas las malas noticias merecen ser contadas porque nuestra expectativa general es buena: una visión instintiva de salud y paz subyace a nuestras historias de horror. La existencia en sí no se siente horrible; más bien se siente como un éxtasis, y solo tenemos que estar quietos para llegar a experimentarlo. El hábito y la costumbre han pintado el oro puro con una pintura opaca que, sin embargo, puede rascarse para revelar la base brillante. Según nuestra intuición, el mundo es bueno, lo que confirma la valoración de su Creador, tal como se relata en el primer capítulo del Génesis.
Lo que dice Updike es cierto. Por otro lado, la bondad última del mundo y de Dios no puede significar que ignoremos el mal. La tierra no es solo el lugar de los antiguos hábitats del Edén y Belén. También es el lugar del Gólgota.
El apóstol Pablo no nos dijo que la vida en Cristo implicaría una tranquila ignorancia de la crueldad y el horror del mundo. De hecho, nos dijo que la creación misma gime y que, por el Espíritu, nosotros también «gemimos interiormente, mientras aguardamos nuestra adopción como hijos, es decir, la redención de nuestro cuerpo» (Romanos 8:23). A veces se trata de «gemidos que no pueden expresarse con palabras» (Romanos 8:26). De hecho, lo que el Espíritu suscita es en sí mismo un grito: un grito que dice «¡Abba! ¡Padre!» (Romanos 8:15).
Jesús no niega que caminemos por el «valle de sombra de muerte», ni tampoco nos da una hoja de ruta y un calendario detallado para ese viaje. Simplemente nos dice que estará con nosotros.
No nos dice que en el mundo no hay nada que dé miedo. Más bien nos dice que lo que nos persigue, en última instancia, es bondad y misericordia (Salmo 23).
Normalmente no podemos ver eso en un mundo que, de hecho, a menudo parece una historia de terror. Pero, como dice Pablo, si parte de lo que significa ser transformados según la imagen de Cristo es esperar, «¿quién espera lo que ya ve?» (Romanos 8:24).
Vivimos en un mundo atormentado por el pecado, la muerte y el sufrimiento. Vivimos en un mundo que es un anuncio de una gloria demasiado grande para que podamos imaginarla. Ambas cosas son verdad. Si olvidamos cualquiera de las dos, nos habremos convertido en un pueblo de algo distinto a la Cruz; en un pueblo de alguien distinto a Cristo.
Russell Moore es el editor jefe de Christianity Today, donde dirige el Proyecto de Teología Pública.
Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.