Elisabeth Elliot fue una de las evangélicas más extraordinarias y controvertidas de la época posterior a la Segunda Guerra Mundial. Cualquiera que esté mínimamente vinculado a la comunidad misionera estadounidense conoce la conmovedora y trágica historia de Elisabeth y su primer marido, Jim Elliot, asesinado en Ecuador por miembros de la tribu Waorani en 1956.
Y lo que es aún más sorprendente, Elisabeth Elliot y Rachel Saint (cuyo hermano Nate también murió en el ataque) se fueron a vivir entre los waorani en 1958. Antes de regresar a Estados Unidos, Elliot se había convertido en una de las evangélicas más conocidas de los Estados Unidos. La cobertura de la muerte de Jim Elliot y de la perseverancia de su viuda en el campo misionero apareció en importantes medios nacionales como la revista Life.
Elisabeth Elliot: A Life, el libro recién publicado de Lucy S. R. Austen, es una biografía digna de su tema, que profundiza en la vasta correspondencia y otros escritos de Elliot para presentar un retrato excepcionalmente detallado, y a veces conflictivo. Alrededor de tres cuartas partes del libro cubren la historia de Elliot hasta 1963, cuando regresó de Sudamérica a los Estados Unidos. Para entonces, Elliot ya era una autora de superventas, cuyos libros ya clásicos Through Gates of Splendor (1957) [publicado en español como Portales de esplendor] y Shadow of the Almighty: The Life and Testament of Jim Elliot (1958) [publicado en español como La sombra del Todopoderoso: La vida y el testamento de Jim Elliot] se convirtieron rápidamente en lectura habitual entre los evangélicos.
Los biógrafos de figuras como Elliot siempre tienen dificultades para encontrar el tono adecuado. Algunos autores cristianos optan por un enfoque hagiográfico, presentando a sus personajes bajo una luz de santidad e inspiración. En los últimos años, un número creciente de autores iconoclastas —especialmente académicos— se han ido al otro extremo, vilipendiando a figuras evangélicas que un día fueron veneradas, y tachándolas de irredimibles por su complicidad en diversos pecados.
Austen se sitúa felizmente en el juicioso punto medio de este espectro. La suya es una postura de simpatía crítica. A veces es evidente que su tema le resulta frustrante. Austen habla sin reservas, especialmente de Jim Elliot, a quien muestra tanto como un valiente misionero, como un pretendiente vacilante (en el mejor de los casos) en su ridículamente prolongado noviazgo con Elisabeth. Para Austen, su problema radicaba en la forma en que la cultura evangélica de la posguerra dio a los jóvenes una visión ingenua del discernimiento de la voluntad de Dios.
Gran parte del libro relata cómo Elliot, a través de repetidas y en gran medida inexplicables crisis de sufrimiento, creció en sabiduría sobre lo que significa seguir verdaderamente al Señor. Nos aferramos a Dios por su carácter y por lo que logró por medio de la muerte y resurrección de Cristo, no por la paz o la prosperidad que podamos obtener en este mundo.
Desde este punto de vista, la vida de Elliot refuta las creencias cristianas comunes que dicen que si obedecemos, todo irá bien. Por el contrario, Elliot concluye que Dios «nunca ha prometido resolver nuestros problemas. No ha prometido responder a nuestras preguntas». Y sin embargo, Elliot nos recuerda que solo Dios tiene palabras de vida eterna. ¿Adónde más podemos ir?
Elisabeth (Howard) Elliot nació en 1926 en el seno de una familia de misioneros estadounidenses que servían en Bélgica. Por su parte, Jim Elliot y su familia eran miembros acérrimos de la iglesia de los Hermanos de Plymouth [Plymouth Brethren]. Los Hermanos, un movimiento protestante primitivista que se remonta a la década de 1820 en Irlanda e Inglaterra, dejaron una profunda huella en la piedad de Elisabeth y Jim.
La iglesia manifestaba una combinación especial de santidad, iniciativa laica, celo misionero y apocalipticismo. Uno de los fundadores de los Hermanos fue John Nelson Darby, uno de los primeros exponentes clave de los calendarios proféticos del premilenialismo dispensacional. Los Hermanos también produjeron al sumamente influyente pionero del cuidado de huérfanos y de las «misiones de fe», George Müller, quien argumentaba que los misioneros nunca debían solicitar ayuda financiera, sino confiar en que Dios proveería meticulosamente para todas las necesidades.
Elisabeth Howard parecía destinada a una carrera misionera, incluso antes de conocer a Jim Elliot en Wheaton College. Su relación sentimental fue intensa y a menudo desconcertante, de un modo que puede resultar familiar a los graduados de universidades cristianas. Llegaron a niveles de intimidad emocional y afecto físico cada vez más profundos, pero, durante años, Jim se mantuvo firme en decir que no había recibido el visto bueno de Dios para proponerle matrimonio. Austen parece considerar este tipo de piedad exasperante e hiperindividualista.
Durante su noviazgo, la toma de decisiones de Elisabeth y, sobre todo, de Jim, parece regirse principalmente por los sentimientos y los textos de prueba. En un pasaje típico, Elisabeth escribió que nadie podía decirle «a otro lo que Dios quiere que haga». Al discernir la voluntad de Dios, Dios haría que «las circunstancias, el testimonio de la Palabra y tu propia paz mental coincidieran». Jim enmascaraba su indecisión sobre Elisabeth con sentimientos piadosos sobre esperar en el Señor. A veces se autocondenaba por su excesiva emotividad. En una exclamación reveladora, escribió que no entendía qué había en «amarla que me convierte tanto en una condenada mujer». En su opinión, los hombres no debían dejarse llevar por sentimientos románticos.
A veces, los Elliot parecen piezas de museo de la cultura evangélica de la posguerra. Sin embargo, Dios utilizó a estos jóvenes para hacer cosas extraordinarias en Ecuador. Su valor y celo excepcionales los convirtieron quizá en los misioneros ejemplares más inspiradores del siglo XX.
Sospecho que nuestra incomodidad con las biografías de cristianos con defectos tiene que ver con nuestra visión exaltada de las personas que Dios usa en el ministerio. En la versión de Austen, los Elliot no eran más que cristianos comunes y corrientes, afectados por la inconstancia, la arrogancia cultural y el pecado. Pero también sugiere que si Dios está detrás de todo lo bueno que surge de las misiones y el ministerio, entonces no deberíamos escandalizarnos al descubrir defectos obvios en nuestros héroes de la fe. Quizá sean más parecidos a nosotros de lo que imaginamos. Si Dios pudo usarlos, quizá también pueda usarnos a nosotros.
La propia Elliot se sintió cada vez más contrariada por las expectativas estereotipadas que los evangélicos estadounidenses tenían de los misioneros. Cuando regresó de Sudamérica, se lanzó al «ruedo de las conferencias», una vocación (junto con la escritura) que ocupaba la mayor parte de su tiempo. Todo el público sabía que la muerte de Jim y de los «mártires de Auca» había sido trágica, pero muchos parecían esperar que Elisabeth resumiera su experiencia en una historia perfectamente alineada en la que Dios finalmente hizo que todas las cosas fueran para bien. Querían oír que su profunda pérdida tenía sentido y que encajaba perfectamente en el gran designio de Dios.
Esta expectativa era quizá previsible. Pero el público de Elliot no vivió lo que ella: no tuvo que enfrentarse a su soledad, a sus desgarradores sueños recurrentes sobre el regreso de Jim, ni a una hija pequeña que perdía poco a poco el recuerdo de su padre muerto. ¿Cómo podía explicar Elliot al público estadounidense que le costaba aceptar la muerte de Jim? Del mismo modo, ¿cómo podría explicar que dejó de trabajar con los Waorani en parte por diferencias irreconciliables con Rachel Saint? Como señala Austen, ella y Saint fueron dos de las misioneras «por las que más se oró en la historia». Y, sin embargo, simplemente no consiguieron llevarse bien.
La perspectiva de Elliot sobre las misiones y la vida cristiana normal se volvió más compleja tras su regreso a Estados Unidos. Su experiencia de pérdida se hizo aún más dolorosa con la muerte de su segundo marido, Addison Leitch, a causa de cáncer. Amigos y familiares oraron por la sanación de Leitch, o al menos por su paz. Ella escribió con franqueza que no consiguieron ni lo uno ni lo otro. Él murió en agonía cuatro años después de su boda.
Por aquel entonces, Elliot (que conservó el apellido de Jim) empezó a escribir y hablar sobre los roles de género en el matrimonio y la Iglesia. Se convirtió en defensora del complementarismo (la idea de que Dios ha asignado a hombres y mujeres funciones diferentes pero complementarias).
El complementarismo moderno se cristalizó en oposición al emergente feminismo cristiano de los años sesenta y setenta. Austen no ofrece muchos antecedentes sobre por qué Elliot se convirtió en una destacada complementaria, aparte quizá de su trasfondo confesional y su lectura de C. S. Lewis, a quien a veces citaba al respecto. El realismo nada sentimental de Elliot también alimentó su dura crítica contra todo lo que ella consideraba «cristianismo mundano». Para ella, el feminismo significaba transigir con los valores del mundo, y lo tachaba de infiel e insensato.
Sus posturas sobre la sumisión de la mujer en el matrimonio, el liderazgo masculino en las iglesias y la pureza sexual antes del matrimonio convirtieron a Elliot en una figura infame en los círculos cristianos progresistas. Lo más controvertido fue que Elliot habló con regularidad en eventos patrocinados por el Institute in Basic Life Principles [Instituto de Principios Básicos de la Vida] de Bill Gothard, que era popular entre los complementarios y los cristianos que educaban en casa. Cuando Elliot comenzó su relación con Gothard a mediados de los noventa, ya existían acusaciones públicas de larga data sobre el abuso de poder y el acoso sexual en serie de Gothard a sus empleadas. (La junta directiva de Gothard confirmó muchas de estas acusaciones en 2014).
Elliot, como muchas mujeres conservadoras prominentes, también manifestó ciertas contradicciones en medio de su defensa del complementarismo. Aunque insistía en que solo los hombres calificados podían servir como pastores, enseñaba a audiencias eclesiásticas que normalmente incluían a hombres adultos. Junto con su segundo marido, se unió a la Iglesia Episcopal, una de las denominaciones más inflexibles en cuanto a la ordenación de pastoras. Elliot también basó su argumento a favor de la sumisión de la mujer en la doctrina de la «subordinación funcional eterna», o la idea de que el Hijo de Dios existe eternamente en una relación de subordinación al Padre, una postura que incluso muchos teólogos complementarios rechazan por considerarla poco ortodoxa.
Al final, Austen retrata a Elliot como una persona compleja y llena de defectos, pero a quien Dios utilizó de forma poderosa, especialmente en la causa de las misiones. «Para Elisabeth Elliot», concluye Austen, «el fundamento de la vida era la confianza en el amor de Dios». No se trataba de un simple lugar común rodeado de un halo de piedad. Era una firme convicción nacida de repetidas experiencias de sufrimiento similares a las de Job. Podemos esperar que su historia siga inspirando el discipulado radical y el servicio misionero, a la vez que fomenta la confianza en que, en palabras de Austen, «todas las cosas en el cielo y en la tierra quedarán finalmente arregladas».
Thomas S. Kidd es profesor investigador de Historia de la Iglesia en el Midwestern Baptist Theological Seminary. Su libro más reciente es Thomas Jefferson: A Biography of Spirit and Flesh.
Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.