Un día de marzo, Yowati Nthenga, el jefe de contabilidad del Hospital Misionero de Nkhoma, estaba sentado en su escritorio preguntándose de dónde sacaría el dinero para pagar las horas extra y las bonificaciones que se debían a los casi cuatrocientos empleados del hospital. Afortunadamente, ya había pagado los salarios, pero el personal contaba con esa prestación adicional que debería haberse entregado hace algunos días.
La oficina de Nthenga está junto a la puerta del hospital rural de 250 camas, que ofrece sus servicios a una región con una población de cerca de 460 000 personas en el centro de Malawi. Aquel día los pacientes llegaban en motocicleta, a pie y en minibuses: mujeres en trabajo de parto, ancianos con hipertensión, un niño con daño renal, etc. El hospital cuidó de ellos y les brindó los servicios necesarios; después, Nthenga y otros administradores tendrían que averiguar cómo pagarlo. Si los pacientes no pueden pagar las bajos costos subsidiados por el hospital —una consulta cuesta alrededor de 90 centavos de dólar estadounidense—, el personal de Nkhoma calcula una cantidad que los pacientes puedan pagar, o encuentran algún programa de caridad que cubra el costo. Su política es no negarle a nadie el tratamiento. Pero, al final, la atención se debe pagar de algún modo.
La Iglesia Presbiteriana de África Central, una denominación malauí, dirige el hospital. Puesto que es el único hospital que funciona en el distrito rural de Nkhoma, el gobierno malauí ayuda a financiar los salarios del personal. Sin embargo, el sistema de salud del condado recae en gran medida en recursos del extranjero, al igual que el hospital misionero. Y Nthenga ha observado cómo las donaciones del extranjero van a la baja.
Esto está ocurriendo en hospitales misioneros de toda África que atienden a poblaciones rurales y pobres. Las donaciones de las iglesias y organizaciones occidentales han disminuido, mientras que la necesidad de atención médica va creciendo conforme lo hace la población. La pandemia empeoró esta tendencia, dicen los administradores del hospital misionero, porque las iglesias de Estados Unidos se centraron en sus propias necesidades y las necesidades de sus comunidades inmediatas.
Mientras el mundo de las misiones médicas celebra [enlaces en inglés] que los hospitales misioneros están pasando cada vez más a ser dirigidos por iglesias africanas, con médicos y administradores africanos, muchos de estos hospitales enfrentan una paradoja: dejar de depender de médicos extranjeros ha sido el sueño durante mucho tiempo, pero alcanzar ese sueño a veces significa perder recursos que vienen del extranjero.
Nthenga está acostumbrado al estrés monetario: el hospital debe encontrar cerca de cuarenta mil dólares al mes en algún lado para cubrir los gastos de funcionamiento. El personal se reúne cada dos semanas para revisar los libros de cuentas y decidir qué pagos son prioridad.
Nthenga lleva doce años trabajando en Nkhoma, y de alguna manera los déficits mensuales siempre se solucionan. Los hospitales de la iglesia, históricamente, conseguían sus fondos de las denominaciones estadounidenses, pero ahora suelen buscar ayuda de organizaciones internacionales como Samaritan’s Purse y, en el caso de Nkhoma, African Mission Healthcare.
Aun así, los dos años de la pandemia han sido los más duros que él y otros administradores del Hospital de Nkhoma recuerdan. Los proveedores comenzaron a pedir dinero en efectivo por adelantado porque el hospital se retrasaba con sus pagos. El hospital ha estado trabajando en ideas para generar ingresos, pero hasta ahora ha estado funcionando en déficit.
«La realidad es que no podemos funcionar sin donantes», dice Nthenga.
Frank Dimmock ha trabajado con Nkhoma y en Malawi durante años y sirve como enlace entre el histórico hospital presbiteriano y la Iglesia Presbiteriana de EE. UU. (PCUSA, por sus siglas en inglés). Dice que las donaciones de la PCUSA para los gastos operativos del hospital se estancaron durante la pandemia, aunque unos cuantos presbiterios dieron cantidades importantes para que el hospital pudiera responder a la crisis de la COVID-19.
Los hospitales misioneros «están todos sufriendo, a menos que sus iglesias hermanas del extranjero sigan cubriéndolos», dice Dimmock. Pero el número de socios extranjeros disminuye. En 2011, él llevó a cabo una investigación con asociaciones médicas cristianas de toda África. Grupos desde Togo hasta Malawi informaron que las donaciones extranjeras estaban cayendo. Una asociación en Chad le dijo a Dimmock: «[Los europeos] nos piden que nos centremos en las oportunidades locales de recaudación de fondos».
Desde entonces, dice Dimmock, las iglesias extranjeras no mandan tantos misioneros —expatriados que a menudo traen con ellos visitantes y dinero— como solían.
Los hospitales misioneros son clave para el sistema de salud del África subsahariana, donde la mayor parte de la población es rural, pero las infraestructuras médicas se suelen concentrar en las ciudades capitales. Los hospitales religiosos como Nkhoma tienden a operar en áreas más remotas. En Malawi, el 70 por ciento del cuidado de la salud rural viene de clínicas y hospitales de la iglesia. Nkhoma también es un hospital universitario que forma a enfermeros, estudiantes de medicina, médicos de familia y cirujanos malauís.
Sin embargo, proporcionar personal capacitado y una infraestructura hospitalaria en lugares remotos es caro, y las poblaciones a las que atienden los hospitales misioneros no tienen el dinero para financiarlo. Una compilación de encuestas domiciliarias de catorce naciones africanas publicada en la revista médica The Lancet en 2015 mostraba que las instalaciones médicas religiosas tenían el mayor porcentaje de pacientes provenientes del quintil económico más bajo.
En Nkhoma, la economía de la población para la que trabaja el personal era evidente: algunos pacientes venían descalzos, y una madre trajo a su frágil bebé de tres meses con el pelo cobrizo y las lesiones cutáneas características de la malnutrición, así como a su hijo de tres años que pesaba menos que un niño de uno. El hospital rehabilitó a los niños durante once días y después les dio el alta. En un control médico tres semanas más tarde, el bebé al que se le veían los huesos había ganado un kilo de peso (dos libras), y estaba rollizo y saludable.
En los últimos años, los desafíos económicos se han agravado y han puesto a prueba el temple de Nkhoma.
Durante la pandemia, las hospitalizaciones de corta estancia descendieron un ochenta por ciento. Según el personal del hospital, los pacientes tenían miedo de contagiarse de coronavirus en el hospital, y debido a los confinamientos tampoco tenían dinero para los servicios.
El kwacha malauí también se devaluó durante la pandemia, haciendo que los suministros fueran aún más caros. El personal del hospital también esperaba que la guerra en Ucrania afectara a su balance, haciendo que fuera más difícil obtener productos.
El precio de las medicinas, la partida presupuestaria más cara después de los salarios, ha subido. Hubo escasez de sulfato de magnesio, que el hospital utiliza para tratar la preeclampsia, y de diazepam, utilizado para tratar convulsiones. Decidir qué medicamentos tener a mano es difícil. Algunos son demasiado caros como para tener existencias de dicho medicamento para enfermedades poco comunes, y algunos caducan demasiado rápido para un hospital rural con un presupuesto limitado.
«Cada vez que vamos a pedir presupuesto para un mes o dos meses de medicamentos, siempre tienen nuevos precios. Los precios no solo suben un diez o un veinte [por ciento], sino un cuarenta, un cincuenta por ciento», dice Agness Nyanda, administradora del hospital. Pero los precios de las consultas y los tratamientos permanecen iguales.
Para recortar costos, el hospital comenzó a limitar el uso de sus vehículos, lo cual incluía a veces cancelar visitas que no fueran de urgencia a pacientes en aldeas. Intentaron reutilizar las batas protectoras sumergiéndolas en cloro (lejía), pero eso no funcionó, así que cambiaron a tejidos lavables.
En enero y febrero, los ciclones se sumaron a los problemas del hospital. Dejaron fuera de funcionamiento una de las cuatro plantas hidroeléctricas que proporcionan energía al país, desatando apagones continuos que duraban horas y continuaron durante meses. Las lluvias persistentes dañaron el cableado subterráneo que conectaba con uno de los generadores del hospital, obligando al hospital a confiar durante varios días en un generador de refuerzo demasiado pequeño.
Durante su noveno día en funcionamiento, el generador de refuerzo se apagó. El hospital se apresuró a traer tanques de oxígeno para los pacientes de COVID-19 y generadores portátiles para apoyar a los bebés prematuros de la sala de neonatología. Evacuaron un caso de cirugía urgente a otro hospital. Hubo mujeres que dieron a luz bajo la linterna de los celulares.
Por fortuna, ningún paciente murió. Pero Nyanda dice que reparar el cableado subterráneo le costó al hospital cerca de seis mil dólares. Cuando se presente otra emergencia como esta, es posible que el hospital tenga que retrasar otros pagos, como los pagos a los trabajadores. Aunque el personal es consciente de que hay que hacer sacrificios al trabajar en un hospital rural, donde puede ser que sus familias no tengan tantas oportunidades laborales o educativas, los retrasos en los salarios se suman a un estado de ánimo ya agotado.
Pero entonces, algo nuevo —algo esperanzador— ocurrió durante la pandemia, a principios de 2021.
El hospital hizo una llamada de emergencia a las iglesias locales, diciendo que estaba en problemas y necesitaba ayuda. Las iglesias respondieron con la mayor cantidad que hayan dado jamás: reunieron un total de 13 000 dólares estadounidenses. Fue muy significativo, aunque fuera suficiente para cubrir apenas una pequeña parte de los gastos mensuales del hospital.
«Dios nos ha ayudado», dice Nyanda.
El día que Nthenga trataba de averiguar qué hacer con los pagos del personal, el hospital recibió dos donaciones sin designar expedidas desde Estados Unidos. Una era por 12 000 dólares, proveniente de una iglesia presbiteriana de Seattle. Su problema estaba resuelto. Si los fondos hubieran estado designados, no podría haber pagado los salarios. Ordenó una transferencia de dichas donaciones directamente hacia la cuenta bancaria del hospital, que sumó el dinero suficiente para permitir los pagos al personal.
«Así que la cuestión es: ¡¿Qué pasará el mes que viene?!», dice Nthenga con una risa sincera. «Avanzamos por la gracia de Dios, y los años pasan. A veces me hace gracia y me sorprende: ¿Qué nos hizo superar el 2019? ¿Qué nos hizo superar el 2020? ¿El 2021, 2022? La gracia de Dios está sobre nosotros, pero nosotros también hacemos nuestra parte».
Emily Belz es reportera para Christianity Today. Reside en Nueva York.
Traducción por Noa Alarcón.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.