Yo era un típico niño estadounidense, hasta que todo cambió. En la escuela secundaria, mi vida giraba en torno a los deportes y la popularidad. Más tarde obtuve una beca para jugar béisbol en la universidad Virginia Commonwealth. Al terminar la universidad, la mayoría de las personas estaban listas para asumir las responsabilidades de la edad adulta. Yo no.
Con cada año que pasaba, mi vida se salía cada vez más de control. Las fiestas de fin de semana de mi primer año en la universidad, en el último año se convirtieron en fiestas de una semana, mientras que la bebida casual se convertía lentamente en alcoholismo.
Sin dirección y sin aspiraciones, salí a la calle. Y durante los siguientes cinco años, perdí por completo el control de mi vida. Un amigo de la universidad con el que fumaba hierba con regularidad me puso en contacto con su traficante y comencé a vender drogas. Para complementar mis ingresos, comencé a trabajar en restaurantes como mesero y cantinero. Esto me permitió seguir de fiesta toda la semana, y además me brindó una base de clientes instantánea.
También me introdujo a la cocaína. Y la cocaína me robó el alma. Tan pronto como me la presentaron, me enganché. Salí tanto de fiesta que me despidieron de varios trabajos de barman. Luego comencé a vender cocaína. Me convertí en un monstruo: un mentiroso y un ladrón. Usé todo y a todos para servirme a mí mismo. No me importaba a quién lastimaba.
Casi toqué fondo una noche de verano de 2005. Acababa de regresar a mi casa después de hacer algunas ventas. Me estacioné, miré por el espejo retrovisor y vi un Crown Victoria negro detenerse de golpe. Supuse que estaba a punto de ser asaltado, arrestado o asesinado.
Mientras me dirigía a la puerta trasera de la casa, escuché que alguien me gritaba que me detuviera. Fingí estar hablando por teléfono. Gritó de nuevo. Me di la vuelta para ver a un hombre vestido con un abrigo negro de piel y jeans. Le dije que no sabía quién era. Así que sacó una cadena gigante de debajo de su suéter, revelando una placa de policía dorada. Me dijo que íbamos a entrar juntos en mi casa y que necesitaba abrir la puerta. Traté de ocultar que me temblaban las manos, pero quise cooperar. Tan pronto como giré la llave en la cerradura, dijo: «Está bien, todo está bien».
Me explicó que había informes de que alguien había iniciado incendios en los basureros de los callejones de mi zona y quería asegurarse de que yo realmente vivía allí. De lo que no se dio cuenta fue que justo del otro lado de mi puerta trasera había una mesa con pilas altas de cocaína que estaban listas para la venta. Celebré la ocasión consumiendo muchísima cocaína.
Para este momento, la fiesta constante se había convertido en una forma de evitar el gran agujero en mi alma. No podía conservar un trabajo. Había ahuyentado a todos los que se preocupaban sinceramente por mí. Era profundamente infeliz y, lo que es peor, no sabía cómo detenerme.
Intentos de cambio
Decidí hacer cambios drásticos en mi vida y en 2007 me alisté en la Guardia Costera de los Estados Unidos. Y aunque el campo de entrenamiento me dio la estructura y la disciplina que tanto necesitaba, no pudo cambiar mi corazón. Eso se volvió dolorosamente evidente cuando, después de presentarme para el servicio en Oregón, volví a caer en la misma forma de vida y comencé a luchar contra la depresión y la ansiedad.
Entonces Dios puso a Art Thompson en mi vida. Art era un joven patinador del norte de California que acababa de unirse a la Guardia Costera. Art amaba a Jesús, y también me amaba a mí. Él compartió fielmente el evangelio conmigo, siempre insistiendo en decir: «Jesús te ama, hermano». Me invitaba regularmente a cenar con su esposa e hijas, y en nuestras reuniones describía cómo Jesús había cambiado su vida. También me invitó a la iglesia, y aunque nunca fui (porque solía tener mucha resaca), nunca dejó de amarme. Art tenía una alegría sincera y profunda que yo quería en mi propia vida. Simplemente, no sabía cómo conseguirla.
En marzo de 2008, fui reubicado a California. Y a pesar del cambio de escenario, los mismos problemas con el alcohol y las drogas me siguieron hasta allá. Pero esta vez, también lo hizo Dios. Puso a un par de cristianos más en mi vida, uno de los cuales puso libros de Donald Miller en mis manos. Uno en particular, Blue Like Jazz, tocó una fibra sensible en mi corazón. Me hizo desear una relación con Dios como nunca antes.
Empecé a asistir a la iglesia, aunque de manera irregular, y salí pensando que ser cristiano significaba hacer cosas buenas. Entonces, comencé a hacer cosas buenas, como entrenar un equipo de béisbol de ligas menores y ser voluntario en eventos de servicio comunitario. Pero en realidad no estaba cambiando. Todavía iba a los clubes tanto como antes. Todavía mentía y usaba a la gente sin pensarlo dos veces.
En octubre de 2008, fui reubicado una vez más, esta vez a Baltimore. Sin amigos, pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo, jugando al póquer en línea y viendo películas.
A principios de 2009, alquilé el documental Religulous de Bill Maher. Sus objeciones al cristianismo me llamaron la atención porque cuestionaron algunas de las doctrinas fundamentales que Art me había explicado el año anterior. Después de verlo, me conecté a internet y busqué en Google «debate cristiano», con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera responder a estas objeciones. Encontré a Ravi Zacharias. Durante los siguientes seis meses, vi cada uno de sus videos y escuché cada una de sus charlas. Memoricé los argumentos a favor de la existencia de Dios. Sabía cómo responder a las objeciones al cristianismo. Llegué a creer en mi mente que todo era verdad.
Sin embargo, el problema era que todavía concebía el Evangelio como un llamado a cambiarme a mí mismo mediante el ejercicio de la fuerza de voluntad. Y durante la segunda mitad de 2009, en verdad comencé a convertirme en una mejor persona. Dejé de consumir alcohol y drogas, y comencé a ejercer autocontrol. Mi vida estaba en orden por primera vez desde la escuela secundaria. Yo me había salvado a mí mismo.
Mis cadenas cayeron
Y luego, mi suelo se hundió. Mientras celebraba la víspera de Año Nuevo con algunos viejos amigos, una ronda de bebida informal se convirtió en un atracón total. Estaba tan borracho que me desmayé, lo que no me había sucedido en años. Al día siguiente, mis amigos expresaron su preocupación por mi comportamiento imprudente.
Conduje a casa en un estado de total desesperanza, convencido de que nunca podría cambiar realmente. Al regresar, pensé en escuchar algún sermón para despejarme la mente. Un par de semanas antes había escuchado por primera vez de un predicador llamado John Piper, y pensé que valdría la pena escucharlo.
Empecé a desempacar mientras escuchaba el sermón, pero unos minutos más tarde me encontré de pie en la sala, cautivado. La predicación de Piper sobre Dios, el pecado, la justicia y el infierno no se parecía a nada que hubiera escuchado antes. Por primera vez entendí que era culpable de algo más que hacer «cosas malas»: había pecado contra Dios y merecía su juicio.
Dos noches después, escuché otro sermón de Piper, uno sobre Juan 3:16. Piper describió cómo el versículo contiene algunas de las verdades más importantes de las Escrituras. Dependiendo de cómo respondamos a ello, predicó, pasaremos la eternidad con Dios en el cielo, o separados de Él en el infierno.
Recuerdo claramente que el tiempo se desaceleraba mientras lo escuchaba decir esas palabras. Los últimos diez años de mi vida comenzaron a pasar por mi mente: la mentira, la embriaguez, el consumo de drogas y todos mis otros terribles pecados contra un Dios santo. Sentí su peso aplastante y supe que iba de camino al infierno. Y entonces, pude ver que eso no era necesariamente cierto.
La carga de mi pecado se desvaneció en un instante, cuando fue reemplazada por el conocimiento de que Jesús era el Señor, y Dios me había salvado. Ese momento provocó un cambio inmediato y radical en mi vida, ya que Dios quitó mi corazón de piedra y me dio un corazón de carne. Él me había liberado de mi pecado.
John Joseph es pastor principal de la Iglesia Bautista Cheverly en Bladensburg, Maryland.
Traducción por Sergio Salazar.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.