Los hechos centrales de la fe cristiana fueron atestiguados primordialmente por mujeres.
Jesús fue “concebido por el Espíritu Santo, nacido de la virgen María”, como dice el credo de los apóstoles, y la encarnación fue atestiguada primero y ante todo por María, su madre. Jesús “sufrió bajo Poncio Pilato, fue crucificado, murió y fue enterrado”. En los cuatro Evangelios, la expiación fue atestiguada de primera mano por las seguidoras femeninas de Jesús. Después, “al tercer día, Él resucitó de nuevo”. La resurrección de Cristo también tuvo como testigos en los cuatro Evangelios a mujeres.
Si no creemos a las mujeres, entonces tendríamos que descartar los testimonios de la encarnación, la expiación y la resurrección. Si no quisiéramos escucharlas, no tendríamos acceso a la evidencia de las verdades centrales de la fe cristiana.
“Crean a las mujeres” se ha convertido en el disputado eslogan del movimiento Me Too. Yo sé lo que ocurre cuando no lo hacemos. Durante los últimos meses he vivido [enlace en inglés] en medio de una tormenta de trauma, consternación y profundo duelo, conforme las nuevas acusaciones de abusos iban golpeando la organización apologética en la que yo trabajaba anteriormente: RZIM. Las revelaciones de los abusos a múltiples mujeres por parte de Ravi Zacharias son horrendas, y los catastróficos efectos colaterales de su mezquina duplicidad han impactado a muchas personas.
Sin embargo, en 2017, cuando Lori Anne Thompson salió a la luz con su testimonio de un abuso sexual de parte de Ravi, nadie le creyó. Podría repetir con todo detalle lo que ocurrió al interior de la organización global, incluyendo cómo algunas mujeres de la organización plantearon preguntas serias acerca de las explicaciones ofrecidas por Ravi y en respuesta fueron engañadas, presionadas y persuadidas de aceptar la narrativa oficial. Me he disculpado sin reservas con Lori Anne y su marido Brad, y aquí lo vuelvo a hacer públicamente.
Desde aquellos que no escucharon el testimonio de una mujer fluyeron consecuencias devastadoras: consecuencias de las que yo fui testigo y que padecí de primera mano, aunque yo misma tuve que examinarme y confesar mi complicidad. Es con este trasfondo que la frase “crean a las mujeres” ha adquirido una nueva potencia para mí.
Como seguidora de Jesús, me entristece que la iglesia no parezca ser mejor que el mundo a este respecto. Demasiado a menudo sucede que no creemos lo que las mujeres dicen. La reconocida psicóloga Diane Langberg, experta en abuso, señala que “en los estudios, las tasas de falsas acusaciones [cometidas por mujeres] oscilan entre el 3 y el 9 por ciento”. Aun así, una y otra vez sucede que no se les cree a las mujeres que se atreven a dar un paso adelante con un testimonio.
Qué profético y conmovedor es, pues, que el núcleo de la fe cristiana descanse en el testimonio histórico de las mujeres. El evangelio de Jesucristo nos demanda que creamos en la palabra de las mujeres. El mensaje de la Pascua en sí mismo —“¡Cristo ha resucitado!”—, es testimonio de las mujeres.
Sabemos que no era más fácil creer en el testimonio femenino en los tiempos de Jesús de lo que es ahora. En el mundo antiguo, el testimonio de las mujeres no se apreciaba. Josefo, escritor judío del siglo primero, escribió: “Pero no dejen que el testimonio de las mujeres se admita, por cuenta de la ligereza y el descaro de su sexo”. Esa era la mentalidad de la época. No obstante, en el centro de las afirmaciones históricas de la fe cristiana el testimonio de las mujeres exige su admisión.
Esto es importante. La fe en Cristo no es el cumplimiento de un deseo, o una superstición cultural: está enraizada en la historia. Si es importante que estas cosas realmente ocurrieran, también es enormemente significativo que las mujeres jugaran un papel prominente en la observación y en el testimonio de tales eventos. Si creemos en los relatos del evangelio acerca de Jesús de Nazaret, tendremos que escuchar a las testigos femeninas sobre los que estos descansan.
Mujeres como María Magdalena, Juana, Susana y otras más son centrales en la vida y el ministerio de Jesús. Ellas lo sustentaron por sus propios medios (Lucas 8:2-3, NVI), estuvieron cerca de Él en prácticamente todos los momentos importantes de su ministerio, y recordaron los detalles de sus experiencias con aquellos que estuvieran dispuestos a escuchar.
Es obvio que los relatos de los cuatro Evangelios reflejan de manera intencional los detalles específicos del testimonio de las mujeres. El testimonio de la resurrección de Cristo, de hecho, fue diferente porque provino de las mujeres.
Primero, era personal. Cuando María Magdalena dice: “¡He visto al Señor!” (Juan 20:18) está declarando un hecho desde la verdad de su propia experiencia.
Segundo, el testimonio era detallado. Las mujeres estuvieron en la tumba de José de Arimatea cuando él enterraba a Jesús, y vieron “cómo colocaban el cuerpo” (Lucas 23:55).
Tercero, su testimonio las ponía en evidencia. Ellas transmitieron a los escritores de los evangelios que se encontraban “temblorosas y desconcertadas” (Marcos 16:8).
Cuarto, las testigos de la resurrección de Jesús también eran humildes y honestas. Hablaron con libertad de lo que no sabían. “Se han llevado del sepulcro al Señor”, le dijo María Magdalena a Pedro, “y no sabemos dónde lo han puesto” (Juan 20:2).
Quinto, su testimonio fue firme frente al escepticismo. Las mujeres que seguían a Jesús sabían lo que significaba contar su historia y que no se les creyera, porque Lucas nos dice que los hombres “no les creyeron” (Lucas 24:11).
Finalmente, su miedo era auténtico, aunque también su alegría. Cuando fueron testigos de la evidencia de la resurrección, “las mujeres se alejaron a toda prisa del sepulcro, asustadas pero muy alegres” (Mateo 28:8).
Esto nos ofrece una importante perspectiva de lo que debería ser también hoy el testimonio acerca de Cristo resucitado. Tal vez nuestro testimonio cristiano podría seguir de una manera un poco más consciente este patrón demostrado por las seguidoras de Jesús. ¿Podríamos ser más personales, más detallistas, autocríticos y humildes en nuestra apologética? ¿Podríamos también aprender de las mujeres de los evangelios y prepararnos mejor, nosotros y los demás, para la experiencia tan común de ser rechazados y sentirnos temerosos cuando compartimos a Cristo en este mundo?
Queda claro que el “crean a las mujeres”, según vamos descubriéndolo en las Escrituras, puede significar algo profundo para un evangelismo humilde, personal y alegre y la apologética de hoy en día.
En su ensayo “The Human-Not-Quite-Human” [El humano no tan humano], escrito en 1938 y publicado en 1947, la escritora y poetisa Dorothy L. Sayers escribió: “Quizá no haya nada maravilloso en que las mujeres fueran las primeras en la cuna y las últimas en la cruz. Nunca habían conocido a un hombre como este Hombre: nunca ha habido ningún otro así”. La atracción magnética de Jesús de Nazaret es tan real hoy día como lo era en el primer siglo y en el último. Si podemos creerle a estas mujeres, las primeras en el pesebre y las últimas en la cruz, ese mismo Jesús está vivo ahora mismo.
Y de ese modo nos quedamos con esta pregunta: ¿Qué haremos con el testimonio y la evidencia de las mujeres que nos legaron la historia de la encarnación de Dios, su muerte expiatoria y su resurrección? Si Jesús murió en una cruz romana tal y como esas mujeres testificaron, y si Él le ofrece a todo el mundo perdón a través del sacrificio que allí hizo, ¿lo recibiremos? Si aquellas mismas mujeres encontraron su tumba vacía al tercer día, las implicaciones de su triunfo sobre la muerte en nuestras vidas y comunidades son dignas de consideración.
¿Qué haremos nosotros —hombres y mujeres— con el testimonio de las mujeres acerca de Jesús? ¿Creeremos a esas mujeres y animaremos a los demás a hacer lo mismo?
Amy Orr-Ewing es presidenta de The Oxford Center for Christian Apologetics y autora de numerosos libros, entre ellos el más reciente: Where Is God in All the Suffering?
Traducción por Noa Alarcón
Edición en español por Livia Giselle Seidel