El golpe en la puerta levantó a valentín salamanca de la cama alrededor de las 4 a.m., no estaba durmiendo de todos modos. Temía que vinieran, y ahora lo habían hecho.
Valentín caminó a unos pasos de su habitación y abrió la puerta principal a un hombre con un pasamontañas negro que sostenía un rifle de asalto, exigiéndole que viniera con él. Aunque el hombre parecía estar solo, Valentín podía oír otras voces en la oscuridad.
El pastor que frisaba en los 60 años supervisaba un creciente ministerio en el oeste de El Salvador. Había plantado 26 iglesias con una asistencia combinada de más de 900. La congregación que Valentín dirigía personalmente, un grupo pentecostal de 130, estaba terminando un nuevo edificio y planeaba otro para albergar un programa de patrocinio para alrededor de 75 niños.
Hasta cierto punto, era víctima de su propio éxito —un pastor en la primera línea de batalla de un floreciente hermanamiento internacional entre una iglesia de inmigrantes en los Estados Unidos y un ambicioso esfuerzo misionero en El Salvador. Se llevaron años para llegar a este punto.
Valentín había conocido a Cristo después de que llegó a los Estados Unidos en 1988 y finalmente abrió una iglesia en el centro de Los Ángeles. Trabajó en la construcción hasta que una lesión lo sacó de comisión. Cuando regresó con su esposa a El Salvador en 1995, su hijo, Mario, se hizo cargo de la iglesia de Los Ángeles.
En El Salvador, Valentín plantó una nueva iglesia cerca de la ciudad de Santa Ana, fijando su mirada en la multitud de jóvenes que estaban siendo atraídos por las pandillas violentas que invadían su país. Mario y su congregación estadounidense comenzaron a invertir generosamente en la iglesia de Valentín, pioneros en lo que los estudiosos de misiones llaman “ministerio transnacional”.
Para el 2010, padre e hijo tenían un hermanamiento próspero aunque humilde. “Somos un solo cuerpo”, dijo Valentín. La iglesia en Los Ángeles, un grupo de inmigrantes obreros, donde algunos diezman de las ganancias de la venta de chatarra, envió un total de 20.000 dólares para la nueva iglesia y edificio en El Salvador. Los miembros también patrocinaron a niños salvadoreños con alrededor de 20 dólares al mes, donaciones que la iglesia recaudó y le envió a Valentín para financiar el programa para los niños después que salen de clases todos los días.
Valentín y Mario le dieron crédito a Dios por el éxito del ministerio —éxito que las pandillas habían notado. Valentín había recibido amenazas antes. Los pastores conocían los riesgos de operar en El Salvador. Pero pocos ministerios estaban llegando a los pandilleros, y los dos sintieron el llamado de Dios para hacerlo.
El secuestro del 2010 duró aproximadamente siete horas. Con los ojos vendados y con una pistola en la cabeza, Valentín fue conducido a lo largo de caminos que serpenteaban a través de granjas de café y subían a las montañas. Sus captores lo dejaron libre en el lado de una carretera no lejos de su casa, con órdenes de entregar 6.000 dólares en 24 horas.
Valentín empeñó parte del equipo de adoración de su iglesia. Cuando se cumplieron las 24 horas, sólo había conseguido 500 dólares y, en lo que sólo se puede considerar un milagro, la pandilla le dejó vivir. “Verdaderamente Dios me salvó”, dijo.
El incidente —y otra amenaza de muerte dos años después— llevaría a los pastores a reconsiderar la manera en que estaban desempeñado las misiones. Su experiencia también ofrece un vistazo a un creciente movimiento entre inmigrantes latinos en los Estados Unidos que está redefiniendo las misiones al navegar los peligros en el país y en el extranjero.
El motor económico y de oración que impulsa el ministerio de Valentín es un sitio comercial común donde los visitantes entran por una puerta trasera en un callejón industrial, la única puerta con una alfombra de bienvenida. La iglesia de Mario, Ministerio a la Luz de la Palabra, está en East Compton, donde la pintura se descolora y la hierba crece en las hendiduras de la acera. La congregación alquila, a un precio que es una ganga, un teatro en un centro comercial que casi se había quemado totalmente cuando los voluntarios derrumbaron el interior en 2008 y lo volvieran a construir en un templo. Es la sexta ubicación en 20 años para la iglesia de las Asambleas de Dios, algo común para las iglesias mayormente formadas de inmigrantes azotados por los enormes precios de bienes raíces del sur de California. “No podemos mantener un código postal”, dijo Mario. Según sus cálculos, el 90 por ciento de su congregación de 200 miembros es indocumentada, la mayor parte oriundos de El Salvador y México. El ingreso promedio por hogar es de 20.000 dólares. Cuatro familias tienen casa propia.
Mario, de 44 años, tiene un doctorado de ministerio de Fuller Theological Seminary y compara su iglesia con la iglesia de Antioquía, dispersa por la persecución pero sirviendo al prójimo cercano y lejano. Ha impulsado los ministerios en El Salvador y al mismo tiempo ha desarrollado esfuerzos locales de alcance. El banco de alimentos de la iglesia atrae una fila de personas que se extiende a lo largo del callejón cada sábado. “Lo extraño es que no tenemos dinero”, dijo. “Si estamos aquí, es porque el Señor nos abrió la puerta para que estuviéramos aquí”.
La discusión pública a menudo ha clasificado a los inmigrantes en los extremos: ya sea como protectores del sueño americano para ser ayudados y protegidos, o como un caballo de Troya para mantener a raya. Pero Mario no se ve en ninguna de las dos historias. Con poca ayuda externa, ha construido un ministerio que abarca dos países y se inclina a bendecir a ambos.
Los programas de misiones como el suyo han alcanzado su máximo esplendor en la última década a través de Estados Unidos, más visiblemente en ciudades como Los Ángeles, donde los inmigrantes de primera generación se organizan alrededor de lazos familiares y redes sociales para difundir el evangelio y servir a los pobres en sus países de origen.
Los esfuerzos misioneros de inmigrantes latinos no son algo nuevo. Se remontan a más de un siglo y están estrechamente ligados al pentecostalismo —nacidos, por ejemplo, del avivamiento de la calle Azusa en Los Ángeles en 1906 y del crecimiento de la población puertorriqueña de Nueva York a principios del siglo XX. Tampoco son sus esfuerzos los únicos entre las misiones de inmigrantes; sin lugar a dudas, otras comunidades tienen sus propios ministerios transnacionales conectando Chicago a Nigeria, Seattle a Corea, Miami a Haití.
Pero las misiones entre los latinos, el grupo de inmigrantes más grande del país, son una categoría en sí misma. Dirigidas en gran parte por congregaciones formadas de la clase obrera, la mayoría de estas iniciativas —carentes de folletos en color o catálogos de regalos de navidad— son modestas y sencillas: plantación de iglesias a pequeña escala, patrocinio infantil y programas de cuidado de ancianos. Su creciente huella ha coincidido con el creciente sentimiento anti-inmigrante en los Estados Unidos, enfocado principalmente en la comunidad latina. Para algunos expertos, estos esfuerzos dirigidos por los inmigrantes parecen ser el futuro de las misiones. Son informales y altamente relacionales, operando fuera de las estructuras de misiones tradicionales. Son, en cierta forma, una versión extrema de proyectos de misiones evangélicas tradicionales en congregaciones más ricas que también están apartándose de la formalidad.
“Las iglesias locales están dejando de enviar personas y dinero a organizaciones misioneras", dijo Enoch Wan, profesor de estudios interculturales en el Western Seminary. “Quieren tener un contacto más directo con las iglesias en el extranjero”.
Pero si las misiones de inmigrantes son un vistazo al futuro, sus propias perspectivas se sienten inciertas. Dichas asociaciones internacionales se enfrentan a múltiples amenazas: la relación volátil de los Estados Unidos con los inmigrantes, el interés menguante de las segundas y terceras generaciones que tienen poca memoria de su patria y los inevitables errores que cometen los misioneros en su etapa inicial y poco organizada.
Mario había comenzado a darse cuenta de algunos de sus errores. No supo del secuestro de su padre hasta que había pasado, cuando su padre por fin le llamó. Tal vez los nuevos edificios habían cruzado la raya. Tal vez en los viajes que hicieron de ida y vuelta a América fueron descuidados en un país con una de las tasas de asesinatos más altas del mundo —un lugar donde los niños matan a hombres por usar tenis rojos. “Si ven que usted tiene dinero, si trae algo a El Salvador, ellos cobrarán algo", dijo Mario. "Mi país está en estado de destrucción”.
Esto es lo que puede suceder después de escapar de un secuestro en El Salvador: siente un alivio abrumador y se olvida. Luego dos años después, se despierta para encontrar una nota que deslizaron bajo su puerta.
En el caso de Valentín, la nota de la pandilla exigía 6.000 dólares de nuevo —cada centavo esta vez. No se podía ignorar la amenaza. No había ni siquiera tiempo, pensó Valentín, para empacar. De prisa metió a su esposa en su coche y salieron de la ciudad a un lugar a salvo, para nunca volver más a la iglesia o ministerio más que para una visita rápida y furtiva. Con Valentín fuera del panorama, la congregación de Mario dejó de enviar dinero y el programa de patrocinio se detuvo en el 2012.
En su totalidad, los inmigrantes forman la mayor fuerza de ayuda extranjera en los Estados Unidos. Construyen casas, cubren las cuentas médicas, proveen para los niños en la escuela y ponen comida en la mesa para millones de personas en su país de origen. El dinero que los inmigrantes envían al extranjero —remesas— empequeñece todos los demás gastos internacionales del gobierno, los grupos humanitarios y las organizaciones misioneras. En el 2014, los inmigrantes estadounidenses enviaron más de 108.000 millones de dólares a los países en desarrollo —México encabeza la lista. En contraste, las organizaciones benéficas privadas gastaron alrededor de 44.000 millones de dólares en países pobres y el gobierno otros 33.000 millones de dólares.
Los inmigrantes cristianos pueden estar especialmente involucrados en ayudar a los pobres en el extranjero. Un estudio realizado en el 2009 por la Grand Valley State University encontró que los inmigrantes protestantes en los Estados Unidos tienen más probabilidades que otros migrantes de enviar dinero a nivel internacional, y las probabilidades son mayores si asisten a la iglesia frecuentemente.
En cierta forma, el movimiento misionero inmigrante es una santificación de las remesas. Las iglesias inmigrantes tienden a dar ayuda internacional y hacer esfuerzos de alcance a través de las redes existentes de envío familiar, enviando giros de persona a persona como lo hace Juanita Cabrera con su mamá. Cabrera, de 53 años, ayuda a coordinar las misiones en Templo Bethel, una iglesia de las Asambleas de Dios en Ontario, California, a una hora al este de Los Ángeles.
Ella es también un salvavidas financiero para su madre en un pueblo en Guerrero, México. Cuando las tormentas tropicales azotaron la costa mexicana hace unos años, Cabrera observó cómo los turistas extranjeros eran trasladados y a los nativos se les dejó batallando entre los escombros. “Dios, ¿qué quieres que haga por mi pueblo?”, Oró, y Dios le dio la historia de Ester, “para una ocasión como esta”.
Cabrera no podía viajar, su condición legal es complicada, pero podía enviar dinero. Vivió prácticamente en la cocina de su iglesia durante tres meses, haciendo tamales y otros alimentos con ingredientes donados por miembros de la iglesia. Algunos la ayudaron a vender la comida: dentro de la iglesia, en la calle, a los vecinos, a los trabajadores locales. Cuando una crisis nerviosa le obligó a parar, Cabrera había ganado unos 3.000 dólares. Ella giró el dinero y trabajó a través de contactos mexicanos para repartirlo a 36 familias alrededor de su madre entre aquellos que fueron más azotadas por las tormentas.
Ahora se está preparando para hacerlo de nuevo, esta vez para apoyar a las personas mayores en la comunidad de su madre que perdieron sus ingresos después de que sus hijos y nietos que estaban proveyendo para ellos fueran deportados de los Estados Unidos. “Es devastador”, dijo Cabrera. “Muchos de estos ancianos están llorando”. Según ella, también está ofreciendo esperanza a las familias separadas del evangelio, viviendo en una ciudad controlada por los cárteles de la droga y prohibida a los misioneros extranjeros. “Hay tanta gente que no conoce a Cristo”, dijo. “No hay pastor allí. Solo está mi mamá [y] alguna gente en la que confiamos, y lo hacen todo en secreto”.
Los expertos en desarrollo internacional se han preocupado durante mucho tiempo sobre las formas de utilizar mejor las remesas para las comunidades pobres. El enviar a la abuela unos cuantos cientos de dólares para la medicina es bueno, pero ¿qué pasa si un grupo de personas juntan su dinero para construir, por ejemplo, un nuevo parque en un lote abandonado al lado de la casa de la abuela para expulsar a los traficantes de drogas?
Los inmigrantes de países católicos a menudo se han organizado alrededor de iglesias católicas en los Estados Unidos. Ellos forman lo que los académicos llaman “asociaciones de la ciudad natal” para financiar proyectos más grandes en sus comunidades de origen —haciendo reparaciones a la iglesia católica del pueblo o un nuevo pavimento en la entrada de la ciudad o una fiesta anual para un santo patróno.
Pero los proyectos protestantes similares han recibido menos atención. Si bien nadie sigue estas cosas, el rápido crecimiento de los inmigrantes en la comunidad evangélica de los Estados Unidos está casi seguramente animando la participación de los inmigrantes protestantes en las misiones. Entre los latinos, el porcentaje que se identifica como cristiano evangélico —o nacido de nuevo— aumentó del 12 por ciento en el 2010 al 16 por ciento en el 2013, según el Pew Research Center. Otros grupos de inmigrantes han tenido cambios similares. En un estudio del 2012, el 17 por ciento de los asiáticos estadounidenses dijeron que se criaron protestantes, mientras que el 22 por ciento dijeron que son protestantes en la actualidad.
La presencia cada vez mayor de inmigrantes evangélicos en el ámbito de las misiones estadounidenses ha sido dirigida por grupos pentecostales y neo pentecostales, según Juan Martínez, profesor de cultura hispánica en Fuller. “Es un fenómeno global”, dijo Martínez. “La iglesia apenas empieza a reconocerlo”. A diferencia de la mayoría de los esfuerzos católicos o seculares, los inmigrantes evangélicos generalmente diseñan proyectos misioneros en torno al evangelismo y a la acción comunitaria dirigida por la iglesia.
Muchos son informales: los venezolanos en una iglesia del sudoeste de Chicago ayudan a las comunidades en su país de origen y como a unos nueve kilómetros de distancia, los nigerianos hablan de cómo donar para los misioneros a través de cuentas bancarias personales en Nigeria.
Pero los proyectos más formales también tienden a desarrollarse fuera de las estructuras de misiones de las denominaciones. En la extensa red de misiones de la diáspora, se cruzan y edifican unas sobre otras.
Como por ejemplo, Mario Salamanca. En el 2008, mientras estaba recaudando fondos para la iglesia de su padre en El Salvador, también viajaba mensualmente a un lugar rural de México para ayudar a un compañero pastor a abrir un instituto bíblico.
Mario y Eliud Cortés se conocieron en una clase bíblica en el área de Los Ángeles. Cortés es el copastor de la Iglesia Cristiana Peniel, una iglesia en un tramo de Wilmington, California, escondido entre las grúas del Puerto de Los Ángeles.
Estima que 270 de las 300 personas en su congregación proceden de su ciudad natal Urequío, una estación de paso en el estado central de Michoacán, donde el gobierno mexicano contó como unos 700 habitantes la última vez que intentó contarlos. “Trajimos a nuestra comunidad y la trasplantamos aquí”, dijo Cortés. “Somos muy unidos”.
La Iglesia Peniel es una extensión de la iglesia que lleva el mismo nombre en Urequío, la única iglesia protestante en el pueblo. Los miembros crecieron juntos en el pueblo mexicano antes de venir uno por uno a los Estados Unidos. Recuerdan días lejanos cuando casi no había protestantes, cuando a los convertidos, en el molino local se les arrojaba su maíz al suelo y les decían que no eran bienvenidos.
Ahora, los evangélicos son la mayoría en Urequío, con la Iglesia Peniel en su centro. La iglesia en Wilmington ha financiado remodelaciones y reparaciones en la iglesia en México. Apoya un programa de misiones locales que envía evangelistas y plantadores de iglesias a comunidades cercanas. En el 2008, cuando la economía estadounidense tuvo contratiempos, los líderes de la iglesia creyeron que había llegado el momento de hacer los esfuerzos de plantación de iglesias de Michoacán más autosuficientes lanzando un instituto bíblico en Urequío. Allí “preparan líderes para impactar a Michoacán”, dijo Cortés. “Queremos que las personas estén preparadas para compartir el evangelio y liderar”.
Fue entonces cuando Cortés seleccionó a Mario para que ayudara a lanzar el instituto. Mario viajó mensualmente para enseñar al grupo inicial de 15 estudiantes en un programa de dos años y medio que cubre Biblia, teología y liderazgo. Las iglesias proporcionan los libros, artículos para la clase y el espacio para las reuniones (en total, la iglesia de los Estados Unidos envía alrededor de 1.500 dólares al mes para financiar misiones y un programa de cuidado de ancianos). Los alumnos graduados del instituto se hicieron cargo de la enseñanza de sus dos clases semanales para que los instructores no tuvieran que viajar desde los Estados Unidos. “Queremos que se independicen, con un mínimo apoyo de nosotros”, dijo Cortés.
Mario no lo sabía entonces, pero algún día recurriría a una estrategia similar para salvar su programa de misiones en El Salvador.
En algún momento de los últimos cinco años, la diáspora apareció como un tema candente en el estudio de las misiones en EE.UU. Fue como si se hubiera prendido el switch de la maquinaria de la academia, y los inmigrantes y los refugiados se convirtieron en el instrumento para el evangelio digno de sus propios estudios y marcos analíticos.
Una vez que esto sucedió, Wan, el profesor de misiones de Western Seminary, vio que su trabajo se hacía más fácil. Ha escrito 10 libros sobre estudio de las misiones de la diáspora. Los primeros ocho fueron auto-publicados. Justo hace dos años, los seminarios de todo el país por fin habían reunido suficiente profesorado para hablar sobre el tema, y dejaron de llamarle cuando los estudiantes querían hacer una investigación sobre la diáspora.
“Cuando propuse por primera vez este paradigma de estudio de misiones de la diáspora, recibí mucha resistencia de los estudiosos que usaban el enfoque tradicional”, dijo Wan de 69 años. Ese paradigma pone al revés casi todas las facetas de lo que él llama las misiones “desde el Occidente hacia el resto del mundo”.
Donde las misiones tradicionales tienden a separar los ministerios de palabra y los ministerios de obra, las misiones de la diáspora los integran. Donde los enfoques tradicionales se apoyan en organizaciones establecidas que envían a misioneros de naciones ricas a pobres, las misiones de la diáspora generalmente pasan por alto el establecimiento y parecen prosperar en medio de escasos recursos. Y casi sin excepción, las misiones de la diáspora son “glocales” —las fronteras nacionales son más un fastidio que un rasgo que define la obra misionera. “Simplemente, es una manera totalmente diferente de pensar”, dijo Wan.
El campo misionero es todo un laberinto —como suele serlo también la migración global. El término diáspora evoca el exilio de los israelitas después de que Babilonia y Asiria conquistaron su tierra, pero la misiología de la diáspora hoy abarca todas las maneras imaginables de llevar el evangelio del país A al país B: estudiantes, refugiados, inmigrantes indocumentados, profesionales, mochileros.
Los esfuerzos ministeriales de las iglesias de inmigrantes de primera generación generalmente encajan en la categoría que Wan cataloga como “misiones de la diáspora”, que es una porción de la tendencia misionera más amplia. Pero a medida que los Estados Unidos lucha contra el nacionalismo y la acalorada retórica pública en torno a la inmigración, esta sección particular tiene un enfoque especial.
Las entrevistas con más de dos docenas de líderes misioneros revelaron una imagen de un movimiento creciente pero tenue. En las iglesias latinas en particular, donde una vasta franja de fieles son indocumentados, el espectro de la deportación ha enfriado muchas actividades externas y forzado a pastores a centrar la atención en sus congregaciones para consolarlos. “Mi trabajo como pastor es muy difícil”, dijo Mario. “Tienen miedo, y constantemente predico sobre eso”.
Tan consecuencial como la reciente represión contra los inmigrantes, son las reiteradas amenazas del presidente Donald Trump de cancelar las remesas —o al menos imponer impuestos sobre ellas— a México y a otros países. Casi todos los programas de misiones en este artículo dependen en gran medida de las transferencias personales de dinero.
“Siempre que ha habido oleadas de sentimientos anti-inmigrantes —y particularmente anti-latinos— [el movimiento] ha sido frágil”, dijo Martínez. “Pero también es frágil por la naturaleza misma de la gente involucrada. Siempre están en movimiento, siempre están buscando la próxima oportunidad”.
Incluso si los proyectos de misión de inmigrantes pueden sobrellevar el actual zeitgeist (espíritu del momento) nacional, no hay garantía de que la próxima generación desee llevarlos adelante. Las congregaciones de inmigrantes de primera generación luchan con un interés menguante por parte de los líderes jóvenes que algún día asumirán las riendas de las misiones, algo similar a la crisis del “éxodo silencioso” que aterrorizó a las iglesias coreano-americanas a finales de los años noventa.
En Peniel en Wilmington, la iglesia está planificando su primer viaje misionero de la juventud a la ciudad donde sus pastores crecieron y todavía visitan regularmente. “La nueva generación no va a Urequío”, dijo Cortés. Quiere inspirar en ellos una nueva pasión por las misiones. “Los jóvenes ahora viven sus vidas cómodas, y no se dan cuenta de la pobreza que existe allá”.
En cuanto a la generación actual, muchos estudiosos de misiones tienen algo de lo que quieren desahogarse.
“Quisiera que la iglesia en el norte estuviera atenta a lo que Dios está haciendo en otro lugar, y no suponer que si no aparecemos, las cosas no suceden”, dijo Martínez de Fuller.
Argumenta que el crecimiento más rápido de las misiones está ocurriendo ahora entre los esfuerzos de los pobres hacia los pobres, o en sus palabras, de la periferia a la periferia. “Los cristianos pobres de todo el mundo nunca recibieron la noticia de que necesitaban dinero para poder hacer obra misionera”, dijo.
Esto, resulta, es un estribillo entre los pensadores de las misiones de la diáspora.
“Una de las narrativas erróneas más prevalentes es esta noción de que los inmigrantes están llegando a nuestras puertas, y que por eso tenemos la oportunidad de evangelizar o hacer algo por ellos”, dijo Matthew Krabill, un estudiante de doctorado en Fuller.
Krabill creció en Côte d'Ivoire y sirve en el personal de una iglesia africana en Pasadena. Ha visto un buen número de programas de misiones para los inmigrantes —una iglesia nigeriana, por ejemplo, que subvenciona un albergue para la recuperación de niños soldados en Nigeria y ora por ellos durante los servicios de adoración transmitidos por Skype. Piensa que demasiados cristianos estadounidenses —por más que se esfuercen por ver las cosas en una manera diferente— siguen actuando como si tuvieran todo el poder y que necesitan hacer algo para salvar a los inmigrantes. “La mayoría de los inmigrantes no se ven a sí mismos en las caracterizaciones que la mayoría de los evangélicos hacen de ellos”, dijo.
Wan lo expresa así: si hay algo que los evangélicos norteamericanos pueden aprender de esta crítica académica, es que deben “darse cuenta de lo que está pasando y acogerlo como una oportunidad divina”.
En la opinión de Wan, el movimiento de las misiones para inmigrantes es acogido siempre que una iglesia de mayoría anglo sajona permanece en un barrio a pesar de los cambios demográficos, y siempre que una iglesia ofrece clases de inglés y capacita a los nuevos inmigrantes para asumir papeles de liderazgo.
Krabill trabaja en estrecha colaboración con el comité de misiones de la Conferencia Pacífica Suroeste de la Iglesia Menonita de los Estados Unidos, donde las estadísticas demográficas de las iglesias han cambiado dramáticamente en las últimas décadas (hoy 35 de sus 40 iglesias son congregaciones de inmigrantes de primera generación).
Por su parte, quiere que las denominaciones encuentren nuevas formas de llevar los esfuerzos misioneros dirigidos por inmigrantes bajo su paraguas de misiones formales, lo que puede significar buscar llegar a un acuerdo cuando las estrategias de misiones tradicionales y de base difieren. En el caso de los menonitas, Krabill dijo que las iglesias de inmigrantes a menudo tienen diferentes enfoques para el establecimiento de la paz que las congregaciones antiguas. “Algo en la denominación tiene que hacer espacio para ese tipo de relaciones”, dijo.
O no. Martínez piensa que algunos esfuerzos de las misiones de inmigrantes serían aplastados bajo el peso de la burocracia y se pregunta qué fuerzas del evangelio se desatarían si los filántropos cristianos se sentaran en las bancas de las iglesias de inmigrantes y discretamente colocaran cheques en el platillo de la ofrenda. “Estas iglesias no necesitan un millón de dólares; no podrían manejarlo si lo tuvieran”, dijo Martínez. “Pero con 1.000 dólares pueden hacer mucho —podrían construir una casa entera en algún lugar junto con una iglesia local”.
Los entusiastas de la diáspora dicen que los riesgos son sorprendentemente altos para un movimiento misionero que sigue siendo invisible para la mayoría de los evangélicos estadounidenses. A medida que muchas organizaciones de misiones tradicionales se fusionan o cierran sus puertas (ver "Cuando el ayudar daña a los ayudados", página 13), los esfuerzos de las misiones de inmigrantes pueden ser la mejor esperanza de sostener la próxima generación de misiones de los Estados Unidos. “La mayoría del crecimiento de la iglesia en todo el mundo vendrá de misioneros informales” como estos, dijo Martínez.
Para el 2013, Valentín Salamanca se había establecido en otra región de El Salvador donde podría construir una nueva iglesia y relanzar el ministerio transnacional con su hijo. Mario y la iglesia estadounidense comenzaron a recaudar fondos para comprar una propiedad, pero la congregación estaba nerviosa por los riesgos de seguridad.
Pero en ese entonces la esposa de Mario, Kenelma, fue diagnosticada con leucemia aguda.
Es una historia agotadora que implica una búsqueda global de un donante de médula ósea y momentos en que creían que podría morir en cuestión de semanas. Pero termina bien: recibió un trasplante y, en total, fue hospitalizada por casi tres meses, pero nunca pasó una noche sola. Porque una mujer tras otra de su iglesia se ofrecieron a dormir a su lado, Kenelma tuvo una idea: estas mujeres podrían salvar la obra de misiones que ellos habían empezado.
El ministerio de las “Maestras del Bien” comenzó como una simple serie de clases para capacitar a las mujeres de la iglesia con conocimiento bíblico, formación espiritual, habilidades básicas de consejería y visión empresarial. Vendieron pupusas y tamales para financiar microcréditos para un puñado de mujeres en el programa. Una tomó un préstamo de 500 dólares y comenzó a vender joyas de bajo costo en el centro de Los Ángeles; ahora es propietaria de su propia casa.
Es un programa clásico pentecostal, con un presupuesto muy reducido, sin pretensiones y que no requiere de títulos avanzados. Hay artesanías involucradas. Y se ha extendido como el fuego entre las redes de la iglesia. El año pasado, las Maestras del Bien graduó su primera clase de 20 en una iglesia en El Salvador, en una ceremonia oficial y con su apropiado vestuario, otorgando formalidad a cosas que de otra manera serían informales. Las iglesias de Tijuana, México, han adoptado el programa y han graduado docenas de mujeres, muchas de las cuales nunca terminaron la escuela secundaria y ahora tienen fotos de sí mismas en toga y birrete.
“He visto tantas mujeres que cobran vida”, dijo Kenelma, quien dirige el programa en expansión junto a otra mujer en la iglesia. “No creo que yo realmente existía antes de esto.”
El programa es la nueva fibra del plan de Mario y de su padre para reconstruir sus ministerios de compasión en El Salvador. Este año o el próximo, la iglesia expandirá el componente de micro préstamos a Tijuana y, esperan, a El Salvador. Ellos todavía tienen la intención de construir un nuevo templo, pero en lugar de construir un centro de patrocinio infantil, ellos llevarán a cabo su programa de desarrollo a través de la creciente red de mujeres laicas que ya conocen sus comunidades y serán capacitadas para ayudar. La estrategia, diseñada para pasar desapercibida por las pandillas, requiere pocos viajes desde los Estados Unidos y sólo es posible gracias a las conexiones transnacionales de gran alcance de las iglesias.
“Tenemos que reconsiderar cómo hacemos nuestro ministerio”, dijo Mario. Y de esta forma, Mario y su padre ven el secuestro como algo providencial, forzando otra migración que está estimulando nuevas maneras de difundir el evangelio. Valentín dejó una red de iglesias vibrante en una parte de El Salvador y tiene la intención de construir otra. “Si usamos a la gente local, si los entrenamos y les enseñamos, ellos desarrollarán un ministerio”, dijo Mario.
William Rodríguez es un amigo de Mario de la universidad bíblica y ha estado reconsiderando sus ministerios, también. Rodríguez, que también es de El Salvador, pastorea una iglesia mayormente de inmigrantes en un barrio de clase obrera del noreste de Los Ángeles. Inició la Iglesia Pentecostal Esmirna en una antigua imprenta, donde su rebaño de 60 agregó más capas de pintura en el santuario para cubrir las paredes llenas de tinta. Hoy día predica a más de 300 personas a la semana en un llamativo edificio estilo capilla que la congregación alquila con espacio de sobra .
Al igual que la iglesia de Mario, la iglesia de Rodríguez tiene despensa de alimentos. También dirige un programa después de la escuela para jóvenes de bajos ingresos. El orgullo de su programa de misiones internacionales, sin embargo, es un proyecto lanzado por una pareja de la iglesia en la ciudad fronteriza mexicana de San Luis Río Colorado. Hace como unos cinco años, la pareja se fue de Los Ángeles y se trasladó a este pueblo en la encrucijada del desierto, la ciudad natal de la esposa, para dirigir una iglesia y un programa de desarrollo infantil.
La congregación de Rodríguez financió el edificio de la iglesia en México y construyó la mayor parte a mano, amontonándose en una resistente van blanca que ha hecho el viaje de cinco horas aproximadamente 40 veces. En un reciente domingo por la noche, llevaron al santuario bolsas de ropa y comida donadas para el próximo viaje.
El programa de México ayuda a alrededor de 50 niños al día con comida y actividades después de la escuela. También es financiado por la congregación de Rodríguez a través de patrocinios de 20 dólares al mes y, naturalmente, vendiendo pupusas en la calle frente a la iglesia. Rodríguez calcula que alrededor de 200 personas se han convertido a través de los ministerios conjuntos.
Pero su iglesia tiene un problema de dependencia. “Si no enviamos el dinero, el programa no existiría”, dijo Rodríguez. “¿Qué pasará si algo nos sucede aquí y ya no podemos ayudar? Entonces sufrirán”.
Esto acepta él: a lo largo de la jornada del movimiento misionero inmigrante, inevitablemente tomará algunas de las mismas vueltas equivocadas que tienen los misioneros constituidos y probablemente algunas nuevas.
Una crítica común a las remesas de los inmigrantes —y, por extensión, a los esfuerzos de ayuda extranjera de los inmigrantes— es que crean dependencia en las comunidades pobres y no empoderan. Es también, para ser justos, una crítica dirigida a los esfuerzos de las misiones estadounidenses desde que Adoniram y Ann Judson, considerados por muchos los primeros misioneros norteamericanos, abordaran un barco para Birmania en 1812.
Rodríguez ha estado leyendo últimamente sobre la fe y la economía —e incluso ha asistido a algunos seminarios sobre esos temas. Le pide a Dios sabiduría para saber cómo los proyectos misioneros de su iglesia pueden ayudar a las personas a ayudarse a sí mismas. Porque si alguien siente el dolor y los peligros de la dependencia, son los hombres y mujeres en sus bancas. Son los financieros de cada soñador que dejaron atrás.
“Creen que soy un banco”, se quejó uno de los miembros.
“¿Creen que aquí recogemos dinero de los árboles?”, preguntó otro.
Pero analizar las necesidades no es simple —no lo es para un equipo anglo sajón de misiones a corto plazo de Kansas, ni tampoco para aquellos que tienen todas las herramientas culturales y habilidades lingüísticas para saber mejor. “Dicen que no tienen nada que comer”, dijo Rodríguez. “¿Qué pasa si es verdad y yo soy el único que puede ayudar? Nos hace sentir mal —porque aquí estamos comiendo bistec”. Por ahora, Rodríguez y muchos de los pastores de su red se contentan con improvisar el enfoque de sus misiones: como pentecostales, siempre se han aferrado más a la dirección del Espíritu Santo que a estrategias formales. Pero en un reciente domingo por la tarde, Rodríguez predicó a su congregación sobre el crecimiento personal. Habló sobre la visión y sobre hacer planes para lograrlo, planes que tienen sentido para una iglesia de inmigrantes, una iglesia que vende tamales para salvar almas.
“Porque muchos vienen de familias muy pobres, nos vemos como el campo misionero y no como los misioneros. Estamos cambiando esa mentalidad a ‘podemos dar. Podemos hacerlo nosotros mismos’”, dijo Rodríguez. “Y esperamos hacer mucho más en el futuro”.
Andy Olsen es editor de Christianity Today.