Este artículo fue publicado en colaboración con la Conferencia Nacional de Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).
Cuando yo era niña, mi padre, un judío secular, me pagaba un dólar por cada volumen de la enciclopedia que leyera. Me compraba kits electrónicos con los que jugábamos por horas durante el fin de semana. Mi madre era luterana no practicante, quien me enseñó cómo encontrar buenas ofertas en las tiendas. En una ocasión, en tiempo de exámenes finales, me dijo que guardara los libros porque yo estaba patrocinando una cena esa noche. "Nunca te acordarás del grado final, pero nunca se te olvidará si sirves jamón que tiene mal sabor."
Nuestro hogar era amoroso, ruidoso y divertido, pero a través de todo corría una cierta corriente subterránea de ansiedad. Siempre estábamos en bancarrota, mis padres solían estar desilusionados el uno del otro, y el mundo parecía más alarmante de lo que las circunstancias parecían ameritar.
El mensaje de mi juventud era claro e insistente: trabaja, juega y haz el amor con ganas, y permanece en control en todo momento, porque algo siniestro está por tirarte al suelo. Seguí ese consejo hasta la edad adulta. Fui a una gran universidad, encontré el trabajo perfecto, y escogí a un esposo maravilloso. Las almas más débiles quizás necesitaban un dios, pero yo no necesitaba muleta tal. Mi ansiedad me mantendría siempre alerta para poder orquestar la vida perfecta.
Esa perspectiva fue anulada cuando Scott, mi esposo, a los cinco años de matrimonio, murió de complicaciones durante una operación rutinaria. Diez días después, di a luz a nuestra primer hija, Sarah, quien nació muerta.
Ven a la mesa
Durante el siguiente año, me convertí al cristianismo, me hice miembro de una tradición cuyo carácter e intelecto débiles siempre menosprecié. No sucedió nada milagroso—no hubo momentos determinantes, ni deslumbrantes visiones, ni argumentos irrefutables. Pero lentamente, imperceptiblemente al principio, fui atraída a la vida de la fe.
Tampoco hubo claridad desde el principio en cuanto a cuál fe sería. Visité psíquicos, pensadores de la nueva era, y asistí a clases de meditación. Hasta intenté orar a un dios que no pensaba que existía. Mis incursiones en el camino de la fe eran intentos por encontrar el sentido de lo que me había pasado y, en cierto sentido, controlar un mundo en el que yo tenía mucho menos control de lo que pensaba.
Luego empecé a leer el Evangelio de Juan con un amigo. Tony era el único cristiano que yo conocía que no trató de explicar superficialmente la pérdida de mi esposo y de mi bebé. Después de muchos debates en los que me trató de convencer de la divinidad de Jesús, un día me dijo que si sólo leía la Biblia, Dios haría la obra de convencerme. Así que todos los sábados por la mañana leíamos juntos la Biblia por teléfono. Me sentí atraída al texto, a pesar de que no había nada en él que proveyera evidencia de su autenticidad.
Me gustaba especialmente la historia de Lázaro. A diferencia de las filosofías orientales que sostienen que el sufrimiento es el resultado de estar muy apegados, esta historia era de un hombre—Jesús—que sin pena se encontraba muy apegado a una familia. Un hombre que se comportó como si la muerte no fuese algo natural. Como si todo estuviese quebrado, y que la única respuesta era llorar y gemir. Me enamoré de ese hombre.
Después de leer la Biblia con Tony por meses, él me empezó a fastidiar con que buscara una iglesia. Busqué en la red "iglesias liberales en Nueva Jersey" y visité la más cercana. Ellos practicaban "compañerismo de mesa abierta." Yo no sabía lo que eso significaba, pero cuando vi que todo mundo se levantó y pasó a tomar la Cena del Señor, no quise quedarme sentada sola en mi banca.
Para cuando me di cuenta que todo mundo se había puesto de pie para participar en la Cena, tenía una decisión que hacer: ¿Quería seguir intentando hacerle frente a la vida sola, tratando desesperadamente de mantener todos los platos girando en el aire al mismo tiempo? ¿O quería admitir que Jesús había ofrecido su propia vida para que yo no tuviera que enfrentar la vida sola? ¿Admitir que yo tenía poco control pero que era amada infinitamente?
Cuando se me presentó la oportunidad de tomar la Cena del Señor, me di cuenta con claridad que eso era lo que yo deseaba. Después de meses de leer la Biblia, de tratar de encontrar lo que buscaba en otros lugares fuera de la iglesia, tuve que admitir lo que por tanto tiempo había luchado por resistir: tenía hambre de Jesús. Por el Jesús que convivió con las prostitutas, que lloró cuando su amigo murió, y que dijo ser el Camino, la Verdad, y la Vida. Al final, toda mi búsqueda por algo en qué poner mi fe no me llevó a una decisión en que razoné escoger a Jesús por sobre otros dioses. En lugar de eso, Dios se ofreció a sí mismo en la forma de Jesús. No tuve que encontrarlo, ni explicarlo, ni pensar si tenía sentido; sólo tuve que decir que sí.
Después de esa primera vez que tomé la Cena del Señor, regresé a estudiar sobre el dolor por la pérdida de un hijo. Conocí a un hombre maravilloso y me casé con él; tuvimos dos hijos bellos. Hace tres años, me convertí en madre de una adolescente cuya madre falleció, una adolescente que tiene la misma edad que hubiera tenido mi hija.
Después de casarme, trabajé dos años con estudiantes de escuela secundaria cuyos padres habían muerto. Facilité un grupo de apoyo para padres cuyos cónyuges habían fallecido, y enseñé una clase en la Universidad de Harvard sobre el dolor de perder a un ser querido. Frecuentemente descubro que soy un depósito de historias de pérdida, que me cuentan en voz baja en fiestas y en tiendas de abarrotes.
Trato de escuchar de lo profundo de mi ser cuando las personas me comparten sus historias, moviendo la cabeza en señal de que entiendo lo agudo de su dolor. Sobrellevo sus historias, y al hacer eso, les recuerdo que no están solos.
Además de este sentido de solidaridad, les ofrezco mis oraciones. Mientras trato de entender la magnitud de lo que me cuentan, oro. A veces oro para que Dios me dé palabras de sanidad. Frecuente oro para que Dios me dé la gracia para guardar silencio y no decir nada.
Cuando estoy con alguien cuyas pérdidas me recuerdan a Job, oro que mi fe pueda aguantar otra experiencia más de lo que parece sin sentido e inaguantable. Trato de recordar que, a pesar de mi inhabilidad para discernir lo contrario, los caminos de Dios nunca son sin sentido.
Armar los pedazos
Después de que murieron Scott y Sarah, una mujer en Massachusetts llamada Liz se paró frente a su iglesia semana tras semana y les pidió que oraran por mí. Liz vivía con mi amiga Ora, y Ora le había contado de mí. Un hombre llamado Jeff fue a la iglesia de Liz. También él oró con la congregación pidiéndole a Dios que cuidara de mi cuerpo y de mi corazón.
Liz se mudó a Inglaterra, y no pude conocerla o saber de sus esfuerzos por pedir oración por mí. Años después, ella le preguntó a Ora cómo estaba yo. Ora le contó que yo había conocido un buen hombre, un capellán en Harvard. Le mencionó el nombre de Jeff. Liz, sin poder creerlo le preguntó: "¿Jeff Barneson?" Liz le contó a Ora sobre las veces que ella había pedido oración por mí, y se descubrió que Jeff había estado orando por mí al mismo tiempo. Ora nos llamó para contarnos, y estábamos sorprendidos por que, sin saberlo, Jeff, mi esposo, había estado orando por mi aún antes de conocerme.
Una tarde hace seis años, después de terminar de contarle esta historia a mi amiga Kathy, dijo, "¡Yo también!"
¿Tú también qué?
"Yo también estaba orando por ti. Liz estaba en mi grupo de oración. Llegó a nuestra reunión tan consternada por tu historia que nos pidió que oráramos por ti. Oramos por semanas, y luego me olvidé de la historia. Cuando te conocí, ni me cruzó por la mente que tú eras la misma mujer. Por cierto, Jean y Julia también estaban en la iglesia en ese entonces, así que ellas también estaban orando por ti."
Pasé el resto del día llorando. Jean, Julie y Kathy son tres de las cinco mujeres en mi grupo de oración. Saber que Jeff había estado orando por mi antes de conocernos siempre me tocó en una manera especial. Pero saber que mis hermanas espirituales también habían orado por mí, me dejó conmovida.
Al acomodar todas las piezas, lloré y lloré, me parecía inimaginable la gracia de todo lo que había pasado. En 1977, cuando yo era una viuda agnóstica que vivía en Nueva Jersey, un grupo de cristianos en Massachusetts había estado orando por mí. Y mientras que mis intentos personales por encontrar una fe nunca han podido explicar mi conversión, esto sí. Había entrado al reino gracias a las oraciones.
En estos días me quedo maravillada de lo poco que podemos controlar, lo fea que puede ser la vida, y de la belleza que nos busca en medio de todo el horror. Ahora, cuando me siento al lado de alguien quebrantado y dolido, oro para que el amor de Dios haga lo que yo no puedo hacer: vendar los lugares donde hay heridas, dejando que las cicatrices den testimonio del poder de las dos cosas—la pérdida y el amor.
Tara Edelschick es bloguera en Patheos y maestra en casa, ella vive con su esposo y sus tres hijos en Cambridge, Massachusetts.